sábado, 9 de julio de 2016

2020 TRABAJO 7 GRADO ONCE CUARTO PERIODO

Por favor leer  este texto es un tema importante para las PRUEBAS SABER  Hacer ensayo pero debes leerlo antes de los exámenes. Las fechas de entrega de trabajos las fijaremos para después  de esta fecha.

HISTORIA DEL PENSAMIENTO ECONÓMICO
                                  MERCANTILISMO
SIGLO XV AL SIGLO XVIII- no conocieron el sistema de producción capitalista Escribieron sus teorías durante el feudalismo que empieza cuando nace la ANTIGÜEDAD, en el siglo V con la caída del imperio romano. El feudalismo tenía los medios de producción en la tierra que era de propiedad privada- eran medios de subsistencia, un conjunto de bienes y servicios que necesitaba el hombre para vivir .La propiedad privada de los medios de producción origina las CLASES SOCIALES. En el feudalismo, el dueño de la propiedad privada era el señor feudal que recibía de sus siervos la “renta feudal” o alquiler del feudo, del terreno…. La sociedad feudal estaba dividida en tres grandes grupos: siervos, señores feudales y rey, como en una pirámide de poder:
                                 REY                 monarquía absoluta               
       TRI                                                     Tenía ejército
       BU
       TO
                         SEÑOR FEUDAL             seguridad
                               SIERVOS                  iglesia- sacerdotes
                                                                    Diezmo
Determinaban los precios según “mandato divino” .Los precios eran unificados lo que permite que una sociedad injusta se reproduzca en el tiempo con escasos conflictos sociales. El precio justo, a la hora de comerciar se debía hacer por el verdadero valor de la mercancía.
En esta época los comerciantes eran mal vistos y perseguidos porque de esta actividad se ocupaban los “judíos”. Durante el feudalismo el comercio no tuvo un fuerte desarrollo.
SANTO TOMÁS DE AQUINO pensando las ciencias sociales determinó que el dinero tenía 2 funciones, entendiendo como DINERO a la sal y los metales-
Una función era agilizar el comercio a través del trueque, es decir la compatibilidad de intereses entre 2 mercancías del mismo valor.
Además AQUINO decía que el COMERCIO tenía 2 funciones: a)sobrevivir, conseguir las mercaderías que necesito para la subsistencia y b) enriquecerse, pero es antinatural y hay que prohibirlo
La otra era la acumulación, el ahorro. Pero ésta decía que era antinatural porque dios creó el dinero para gastarlo.
  En el siglo XV se rompe la sociedad feudal, se rompe el orden. La iglesia católica empieza a perder poder. Se inicia la REFORMA PROTESTANTE con Lutero(Alemania) y Calvino (Inglaterra). Esta reforma tuvo una consecuencia no buscada por los protestantes: El crecimiento del comercio. Inglaterra crece en su comercio exterior y desarrolla su revolución industrial.
La reforma, en un principio es solamente religiosa.: Los elegidos al morir irán al cielo y los condenados al infierno. Para ser elegido hay que ser solidario. La limosna no es solidaridad. El sujeto solidario es el que trabaja , porque es el que produce mercancías para satisfacer las necesidades humanas. Por eso había que trabajar sistemáticamente, solo se paraba los domingos para ir a la iglesia y descansar. Además había que consumir lo menos posible, reducir el consumo al máximo . El ahorro es bien visto por los protestantes, porque los ahorros se invierten para producir más, así se generan más bienes y servicios para más gente, y serán más solidarios.. En cambio los condenados rompen con el mandato divino al decir que todos nos ganamos la posición social acá en la tierra.(rompen con la iglesia católica). El rey y el señor feudal son los más cercanos a ser los condenados, por eso fueron perseguidos y quemados en la hoguera. Próximo a los elegidos estaban los siervos , los campesinos y los comerciantes.
En el siglo XV crece el comercio. Surge la REVOLUCIÓN COMERCIAL de Inglaterra con Oriente medio y con la India, l492 descubrimiento de América el comercio de ultramar……..A partir de este siglo, del XV el comerciante es el actor más importante organizando la producción. El comerciante ordenaba qué cosas producir porque era el único que sabía las cosas que eran vendibles en Oriente. Los MERCANTILISTAS nacen con la Revolución Comercial. Son muchos autores nucleados en la escuela mercantilista pero el principal es TOMAS MUN. El artesano trabajaba en los talleres bajo un sistema de aprendizaje produciendo con la herramienta que era la energía humana aun no existía la división del trabajo. Todos los mercantilistas eran comerciantes como actividad más importante.
La riqueza es la preocupación de los economistas. Los mercantilistas se preguntan ¿qué es la riqueza? Es la producción de bienes y servicio(respuesta de Adam Smith). Para los mercantilistas riqueza es =  metales preciosos: oro, plata, bronce (dinero) por eso en 1492  se fueron a las minas de Potosí. Según los mercantilistas Inglaterra sería más rico si acumulaba metales preciosos.
RIQUEZA : metales preciosos
                  Acumulación de metales preciosos
                 Comercio exterior .
BALANZA COMERCIAL  se equilibra entre exportaciones (X) e importaciones (Ñ) cuando el resultado es X mayor Ñ hay superavit comercial, entran metales preciosos hay divisas. Si los resultados son X menor Ñ hay déficit comercial, salen materias primas y metálico.
Para los mercantilistas, Inglaterra debía desarrollar el comercio exterior.










                                   ADAM  SMITH    (1723 – 1790 )

La revolución industrial 1750 , revolución capitalista.
Smith en 1776 escribe “Causas y consecuencias de la riqueza de las naciones” da origen a la economía política. Hay 2 teorías 1 política y 2 económica.
  1. Teoría política ¿Cuál era su visión del estado? EL ESTADO LIBERAL
John Looke, padre del liberalismo – MERCADO
FILÓSOFOS NATURALISTAS – KANT-
ORDEN NATURAL PERFECTO  y por debajo de las sociedades, los individuos y el estado son imperfectos.. Considera al mercado NO como una construcción humana sino acercándose al orden natural PERFECTO, tiende a la perfección y el estado es imperfecto . Cada vez que el estado interviene en el mercado funcione libremente para que cada vez tienda más al orden natural. El mercado garantiza cosas que el estado NO, como la libertad y la justicia social.. Justicia social para SMITH es una buena distribución del ingreso. El máximo derecho es la libertad y por esos son liberales. EL HOMBRE ES LIBRE EN EL MERCADO. Los hombres tienen distintas necesidades, salvo las básicas . El único que conoce sus necesidades es uno mismo, entonces el estado no puede conocer todas las necesidades de cada uno. Cada vez que el estado interviene , el hombre pierde libertad, porque el estado es coactivo. Cada hombre debe satisfacer sus propias necesidades en el mercado. El mercado también garantiza una justa distribución del ingreso. La “mano invisible”  es que cada hombre que va a satisfacer sus propias necesidades, al mercado , colabora con un objetivo que él no buscaba: EL BIEN COMÚN. El hombre es egoísta por naturaleza. Nace pensando en sí mismo. La solidaridad es contra la naturaleza. Gracias a la mano invisible el mercado distribuye el ingreso en toda la población. El estado no puede desaparecer porque el mercado hay cosas que no puede hacer, pero que el estado debe ser lo más reducido posible: Defensa externa – Justicia Interna – ciertas instituciones ( obras públicas, educación, salud) son razones importantes para el país pero el mercado no las atiende porque no generan ganancias.(una crítica a la teoría del liberalismo económico la hizo MARX Y keynes)
SMITH  y los defensores del mercado defienden el mercado competitivo y por eso se oponen a los monopolios, en el mercado competitivo los precios bajan y se benefician los consumidores. No cualquier mercado tiende a la justicia social, solo el mercado competitivo. Si surgen los monopolios el estado debe intervenir para destruir la competencia.
TEORÍA ECONÓMICA DE ADAM SMITH
Primero analiza la mercancía – los bienes .La mercancía tiene 2 valores: DE USO, para satisfacer necesidades humanas ,comida se usa para alimentarse.,y como intercambio, como valor de cambio. Las mercancías que tienen mucho valor de uso generalmente tiene poco valor de cambio, agua- aire, .Hay otras cosas con muy poco valor de uso y mucho valor de cambio , diamantes.¿Qué es lo que determina el valor de cambio?¿Cómo se determina el valor de cambio? Valor de cambio es distinto a precio .En economía la mercancía tiene: Valor de uso, valor de cambio y precio .Entre SMITH y las mercaderías pasa lo mismo que con el hombre: El valor no es lo mismo que precio. El valor de la mercancía no es igual al precio de la mercancía.El precio se determina en el mercado y el valor de cambio se determina en la producción. El valor de las cosas incorpora el trabajo incorporado medido en tiempo El precio se determina en el mercado a través de la ley de oferta y demanda. La oferta analiza el comportamiento de los empresarios :a más precio, más oferta si baja el precio hay menos oferta. Y la demanda analiza el comportamiento de los consumidores: a más precio menos demanda, si el precio baja la demanda sube.










Lo que más interesa a SMITH es el valor de cambio: Lo importante NO es el precio que se valúa por el trabajo incorporado ¿Por qué a Smith le preocupa el valor de cambio si solo pagamos el valor? Porque en los mercados competitivos el precio se acerca al valor de cambio. La verdadera riqueza que genera la mercancía es el valor. SMITH  se encontró con una dificultad, hubo contradicción de análisis entre sociedades primitivas anteriores al capitalismo y sociedades modernas capitalistas por la revolución industrial. En las sociedades primitivas la teoría valor trabajo , que no sirve en las sociedades modernas, lleva al valor de cambio que tiene precio real con el tiempo de trabajo incorporado , que es distinto al precio nominal determinado en el mercado por la oferta y la demanda. Smith inventa la teoría de los costos de producción, que tiene 2 precios : el precio natural , VALOR, salario:- obrero.Renta- terratenientes- Beneficio- capitalistas. Y el precio de mercado. Precio determinado en el mercado con la ley de oferta y demanda

sábado, 2 de julio de 2016

TRABAJO 8, 9, 10 11, GRADO ONCE CUARTO PERIODO-PALMILLA. 2020


No. 8



 HACER   ENSAYO Y ENVIAR A CORREO ELECTRÓNICO Y SUSTENTAR


Carta de Einstein a Freud

Caputh, cerca de Potsdam, 30 de julio de 1932

Estimado profesor Freud:

La propuesta de la Liga de las Naciones y de su Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en París para que invite a alguien, elegido por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre cualquier problema que yo desee escoger me brinda una muy grata oportunidad de debatir con usted una cuestión que, tal como están ahora las cosas, parece el más imperioso de todos los problemas que la civilización debe enfrentar. El problema es este: ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra? Es bien sabido que, con el avance de la ciencia moderna, este ha pasado a ser un asunto de vida o muerte para la civilización tal cual la conocemos; sin embargo, pese al empeño que se ha puesto, todo intento de darle solución ha terminado en un lamentable fracaso.

Creo, además, que aquellos que tienen por deber abordar profesional y prácticamente el problema no hacen sino percatarse cada vez más de su impotencia para ello, y albergan ahora un intenso anhelo de conocer las opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer científico, pueden ver los problemas del mundo con la perspectiva que la distancia ofrece. En lo que a mí atañe, el objetivo normal de mi pensamiento no me hace penetrar las oscuridades de la voluntad y el sentimiento humanos. Así pues, en la indagación que ahora se nos ha propuesto, poco puedo hacer más allá de tratar de aclarar la cuestión y, despejando las soluciones más obvias, permitir que usted ilumine el problema con la luz de su vasto saber acerca de la vida pulsional del hombre. Hay ciertos obstáculos psicológicos cuya presencia puede borrosamente vislumbrar un lego en las ciencias del alma, pero cuyas interrelaciones y vicisitudes es incapaz de imaginar; estoy seguro de que usted podrá sugerir métodos educativos, más o menos ajenos al ámbito de la política, para eliminar esos obstáculos.

Siendo inmune a las inclinaciones nacionalistas, veo personalmente una manera simple de tratar el aspecto superficial (o sea, administrativo) del problema: la creación, con el consenso internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir cualquier conflicto que surgiere entre las naciones. Cada nación debería avenirse a respetar las órdenes emanadas de este cuerpo legislativo, someter toda disputa a su decisión, aceptar sin reserva sus dictámenes y llevar a cabo cualquier medida que el tribunal estimare necesaria para la ejecución de sus decretos. Pero aquí, de entrada, me enfrento con una dificultad; un tribunal es una institución humana que, en la medida en que el poder que posee resulta insuficiente para hacer cumplir sus veredictos, es tanto más propenso a que estos últimos sean desvirtuados por presión extrajudicial. Este es un hecho que debemos tener en cuenta; el derecho y el poder van inevitablemente de la mano, y las decisiones jurídicas se aproximan más a la justicia ideal que demanda la comunidad (en cuyo nombre e interés se pronuncian dichos veredictos) en tanto y en cuanto esta tenga un poder efectivo para exigir respeto a su ideal jurídico. Pero en la actualidad estamos lejos de poseer una organización supranacional competente para emitir veredictos de autoridad incontestable e imponer el acatamiento absoluto a la ejecución de estos. Me veo llevado, de tal modo, a mi primer axioma: el logro de seguridad internacional implica la renuncia incondicional, en una cierta medida, de todas las naciones a su libertad de acción, vale decir, a su soberanía, y está claro fuera de toda duda que ningún otro camino puede conducir a esa seguridad.

El escaso éxito que tuvieron, pese a su evidente honestidad, todos los esfuerzos realizados en la última década para alcanzar esta meta no deja lugar a dudas de que hay en juego fuertes factores psicológicos, que paralizan tales esfuerzos. No hay que andar mucho para descubrir algunos de esos factores. El afán de poder que caracteriza a la clase gobernante de todas las naciones es hostil a cualquier limitación de la soberanía nacional. Este hambre de poder político suele medrar gracias a las actividades de otro grupo guiado por aspiraciones puramente mercenarias, económicas. Pienso especialmente en ese pequeño pero resuelto grupo, activo en toda nación, compuesto de individuos que, indiferentes a las consideraciones y moderaciones sociales, ven en la guerra, en la fabricación y venta de armamentos, nada más que una ocasión para favorecer sus intereses particulares y extender su autoridad personal.

Ahora bien, reconocer este hecho obvio no es sino el primer paso hacia una apreciación del actual estado de cosas. Otra cuestión se impone de inmediato: ¿Cómo es posible que esta pequeña camarilla someta al servicio de sus ambiciones la voluntad de la mayoría, para la cual el estado de guerra representa pérdidas y sufrimientos? (Al referirme a la mayoría, no excluyo a los soldados de todo rango que han elegido la guerra como profesión en la creencia de que con su servicio defienden los más altos intereses de la raza, y de que el ataque es a menudo el mejor método de defensa.) Una respuesta evidente a esta pregunta parecería ser que la minoría, la clase dominante hoy, tiene bajo su influencia las escuelas y la prensa, y por lo general también la Iglesia. Esto les permite organizar y gobernar las emociones de las masas, y convertirlas en su instrumento.

Sin embargo, ni aun esta respuesta proporciona una solución completa. De ella surge esta otra pregunta: ¿Cómo es que estos procedimientos logran despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo, hasta llevarlos a sacrificar su vida? Sólo hay una contestación posible: porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción. En épocas normales esta pasión existe en estado latente, y únicamente emerge en circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo ponerla en juego y exaltarla hasta el poder de una psicosis colectiva. Aquí radica, tal vez, el quid de todo el complejo de factores que estamos considerando, un enigma que el experto en el conocimiento de las pulsiones humanas puede resolver.

Y así llegamos a nuestro último interrogante: ¿Es posible controlar la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de las psicosis del odio y la destructividad? En modo alguno pienso aquí solamente en las llamadas «masas ¡letradas». La experiencia prueba que es más bien la llamada «intelectualidad» la más proclive a estas desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual no tiene contacto directo con la vida al desnudo ' sino que se topa con esta en su forma sintética más sencilla: sobre la página impresa.

Para terminar: hasta ahora sólo me he referido a las guerras entre naciones, a lo que se conoce como conflictos internacionales. Pero sé muy bien que la pulsión agresiva opera bajo otras formas y en otras circunstancias. (Pienso en las guerras civiles, por ejemplo, que antaño se debían al fervor religioso, pero en nuestros días a factores sociales; o, también, en la persecución de las minorías raciales.) No obstante, mi insistencia en la forma más típica, cruel y extravagante de conflicto entre los hombres ha sido deliberada, pues en este caso tenemos la mejor oportunidad de descubrir la manera y los medios de tornar imposibles todos los conflictos armados.

Sé que en sus escritos podemos hallar respuestas, explícitas o tácitas, a todos los aspectos de este urgente y absorbente problema. Pero sería para todos nosotros un gran servicio que usted expusiese el problema de la paz mundial a la luz de sus descubrimientos más recientes, porque esa exposición podría muy bien marcar el camino para nuevos y fructíferos modos de acción.

 Atentamente,

Albert Einstein

Carta de Freud a Einstein

Viena, setiembre de 1932

Estimado  profesor Einstein
Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme a un intercambio de ideas sobre un tema que le interesaba y que le parecía digno del interés de los demás, lo acepté de buen grado. Esperaba que escogería un problema situado en la frontera de lo cognoscible hoy, y hacia el cual cada uno de nosotros, el físico y el psicólogo, pudieran abrirse una particular vía de acceso, de suerte que se encontraran en el mismo suelo viniendo de distintos lados. Luego me sorprendió usted con el problema planteado: qué puede hacerse para defender a los hombres de los estragos de la guerra. Primero me aterré bajo la impresión de mí -a punto estuve de decir «nuestra»- incompetencia, pues me pareció una tarea práctica que es resorte de los estadistas. Pero después comprendí que usted no me planteaba ese problema como investigador de la naturaleza y físico, sino como un filántropo que respondía a las sugerencias de la Liga de las Naciones en una acción semejante a la de Fridtjof Nansen, el explorador del Polo, cuando asumió la tarea de prestar auxilio a los hambrientos y a las víctimas sin techo de la Guerra Mundial. Recapacité entonces, advirtiendo que no se me invitaba a ofrecer propuestas prácticas, sino sólo a indicar el aspecto que cobra el problema de la prevención de las guerras para un abordaje psicológico.

Pero también sobre esto lo ha dicho usted casi todo en su carta. Me ha ganado el rumbo de barlovento, por así decir, pero de buena gana navegaré siguiendo su estela y me limitaré a corroborar todo cuanto usted expresa, procurando exponerlo más ampliamente según mi mejor saber -o conjeturar-.

Comienza usted con el nexo entre derecho y poder. Es ciertamente el punto de partida correcto para nuestra indagación. ¿Estoy autorizado a sustituir la palabra «poder» por «violencia» {«Gewalt»}, más dura y estridente? Derecho y violencia son hoy opuestos para nosotros. Es fácil mostrar que uno se desarrolló desde la otra, y si nos remontamos a los orígenes y pesquisamos cómo ocurrió eso la primera vez, la solución nos cae sin trabajo en las manos. Pero discúlpeme sí en lo que sigue cuento, como si fueran algo nuevo, cosas que todos saben y admiten; es la trabazón argumental la que me fuerza a ello.

Pues bien; los conflictos de intereses entre los hombres se zanjan en principio mediante la violencia. Así es en todo el reino animal, del que el hombre no debiera excluirse; en su caso se suman todavía conflictos de opiniones, que alcanzan hasta el máximo grado de la abstracción y parecen requerir de otra técnica para resolverse. Pero esa es una complicación tardía. Al comienzo, en una pequeña horda de seres humanos, era la fuerza muscular la que decidía a quién pertenecía algo o de quién debía hacerse la voluntad. La fuerza muscular se vio pronto aumentada y sustituida por el uso de instrumentos: vence quien tiene las mejores armas o las emplea con más destreza. Al introducirse las armas, ya la superioridad mental empieza a ocupar el lugar de la fuerza muscular bruta; el propósito último de la lucha sigue siendo el mismo: una de las partes, por el daño que reciba o por la paralización de sus fuerzas, será constreñida a deponer su reclamo o su antagonismo. Ello se conseguirá de la manera más radical cuando la violencia elimine duraderamente al contrincante, o sea, cuando lo mate. Esto tiene la doble ventaja de impedir que reinicie otra vez su oposición y de que su destino hará que otros se arredren de seguir su ejemplo. Además, la muerte del enemigo satisface una inclinación pulsional que habremos de mencionar más adelante. Es posible que este propósito de matar se vea contrariado por la consideración de que puede utilizarse al enemigo en servicios provechosos si, amedrentado, se lo deja con vida. Entonces la violencia se contentará con someterlo en vez de matarlo. Es el comienzo del respeto por la vida del enemigo, pero el triunfador tiene que contar en lo sucesivo con el acechante afán de venganza del vencido y así resignar una parte de su propia seguridad.

He ahí, pues, el estado originario, el imperio del poder más grande, de la violencia bruta o apoyada en el intelecto. Sabemos que este régimen se modificó en el curso del desarrollo, cierto camino llevó de la violencia al derecho. ¿Pero cuál camino? Uno solo, yo creo. Pasó a través del hecho de que la mayor fortaleza de uno podía ser compensada por la unión de varios débiles. «L'union fait la force». La violencia es quebrantada por la unión, y ahora el poder de estos unidos constituye el derecho en oposición a la violencia del único. Vemos que el derecho es el poder de una comunidad. Sigue siendo una violencia pronta a dirigirse contra cualquier individuo que le haga frente; trabaja con los mismos medios, persigue los mismos fines; la diferencia sólo reside, real y efectivamente, en que ya no es la violencia de un individuo la que se impone, sino la de la comunidad. Ahora bien, para que se consume ese paso de la violencia al nuevo derecho es preciso que se cumpla una condición psicológica. La unión de los muchos tiene que ser permanente, duradera. Nada se habría conseguido si se formara sólo a fin de combatir a un hiperpoderoso y se dispersara tras su doblegamiento. El próximo que se creyera más potente aspiraría de nuevo a un imperio violento y el juego se repetiría sin término. La comunidad debe ser conservada de manera permanente, debe organizarse, promulgar ordenanzas, prevenir las sublevaciones temidas, estatuir órganos que velen por la observancia de aquellas -de las leyes- y tengan a su cargo la ejecución de los actos de violencia acordes al derecho. En la admisión de tal comunidad de intereses se establecen entre los miembros de un grupo de hombres unidos ciertas ligazones de sentimiento, ciertos sentimientos comunitarios en que estriba su genuina fortaleza.

Opino que con ello ya está dado todo lo esencial: el doblegamiento de la violencia mediante el recurso de trasferir el poder a una unidad mayor que se mantiene cohesionada por ligazones de sentimiento entre sus miembros. Todo lo demás son aplicaciones de detalle y repeticiones. Las circunstancias son simples mientras la comunidad se compone sólo de un número de individuos de igual potencia. Las leyes de esa asociación determinan entonces la medida en que el individuo debe renunciar a la libertad personal de aplicar su fuerza como violencia, a fin de que sea posible una convivencia segura. Pero semejante estado de reposo {Ruhezustand} es concebible sólo en la teoría; en la realidad, la situación se complica por el hecho de que la comunidad incluye desde el comienzo elementos de poder desigual, varones y mujeres, padres e hijos, y pronto, a consecuencia de la guerra y el sometimiento, vencedores y vencidos, que se trasforman en amos y esclavos. Entonces el derecho de la comunidad se convierte en la expresión de las desiguales relaciones de poder que imperan en su seno; las leyes son hechas por los dominadores y para ellos, y son escasos los derechos concedidos a los sometidos. A partir de allí hay en la comunidad dos fuentes de movimiento en el derecho {Rechtsunruhe}, pero también de su desarrollo. En primer lugar, los intentos de ciertos individuos entre los dominadores para elevarse por encima de todas las limitaciones vigentes, vale decir, para retrogradar del imperio del derecho al de la violencia; y en segundo lugar, los continuos empeños de los oprimidos para procurarse más poder y ver reconocidos esos cambios en la ley, vale decir, para avanzar, al contrario, de un derecho desparejo a la igualdad de derecho. Esta última corriente se vuelve particularmente sustantiva cuando en el interior de la comunidad sobrevienen en efecto desplazamientos en las relaciones de poder, como puede suceder a consecuencia de variados factores históricos. El derecho puede entonces adecuarse poco a poco a las nuevas relaciones de poder, o, lo que es más frecuente, si la clase dominante no está dispuesta a dar razón de ese cambio, se llega a la sublevación, la guerra civil, esto es, a una cancelación temporaria del derecho y a nuevas confrontaciones de violencia tras cuyo desenlace se instituye un nuevo orden de derecho. Además, hay otra fuente de cambio del derecho, que sólo se exterioriza de manera pacífica: es la modificación cultural de los miembros de la comunidad; pero pertenece a un contexto que sólo más tarde podrá tomarse en cuenta.

Vemos, pues, que aun dentro de una unidad de derecho no fue posible evitar la tramitación violenta de los conflictos de intereses. Pero las relaciones de dependencia necesaria y de recíproca comunidad que derivan de la convivencia en un mismo territorio propician una terminación rápida de tales luchas, y bajo esas condiciones aumenta de continuo la probabilidad de soluciones pacíficas. Sin embargo, un vistazo a la historia humana nos muestra una serie incesante de conflictos entre un grupo social y otro o varios, entre unidades mayores y menores, municipios, comarcas, linajes, pueblos, reinos, que casi siempre se deciden mediante la confrontación de fuerzas en la guerra. Tales guerras desembocan en el pillaje o en el sometimiento total, la conquista de una de las partes. No es posible formular un juicio unitario sobre esas guerras de conquista. Muchas, como las de los mongoles y turcos, no aportaron sino infortunio; otras, por el contrarío, contribuyeron a la trasmudación de violencia en derecho, pues produjeron unidades mayores dentro de las cuales cesaba la posibilidad de emplear la violencia y un nuevo orden de derecho zanjaba los conflictos. Así, las conquistas romanas trajeron la preciosa pax romana para los pueblos del Mediterráneo. El gusto de los reyes franceses por el engrandecimiento creó una Francia floreciente, pacíficamente unida. Por paradójico que suene, habría que confesar que la guerra no sería un medio inapropiado para establecer la anhelada paz «eterna», ya que es capaz de crear aquellas unidades mayores dentro de las cuales una poderosa violencia central vuelve imposible ulteriores guerras. Empero, no es idónea para ello, pues los resultados de la conquista no suelen ser duraderos; las unidades recién creadas vuelven a disolverse las más de las veces debido a la deficiente cohesión de la parte unida mediante la violencia. Además, la conquista sólo ha podido crear hasta hoy uniones parciales, si bien de mayor extensión, cuyos conflictos suscitaron más que nunca la resolución violenta. Así, la consecuencia de todos esos empeños guerreros sólo ha sido que la humanidad permutara numerosas guerras pequeñas e incesantes por grandes guerras, infrecuentes, pero tanto más devastadoras.

Aplicado esto a nuestro presente, se llega al mismo resultado que usted obtuvo por un camino más corto. Una prevención segura de las guerras sólo es posible si los hombres acuerdan la institución de una violencia central encargada de entender en todos los conflictos de intereses. Evidentemente, se reúnen aquí dos exigencias: que se cree una instancia superior de esa índole y que se le otorgue el poder requerido. De nada valdría una cosa sin la otra. Ahora bien, la Liga de las Naciones se concibe como esa instancia, mas la otra condición no ha sido cumplida; ella no tiene un poder propio y sólo puede recibirlo sí los miembros de la nueva unión, los diferentes Estados, se lo traspasan. Por el momento parece haber pocas perspectivas de que ello ocurra. Pero se miraría incomprensivamente la institución de la Liga de las Naciones si no se supiera que estamos ante un ensayo pocas veces aventurado en la historia de la humanidad -o nunca hecho antes en esa escala-. Es el intento de conquistar la autoridad -es decir, el influjo obligatorio-, que de ordinario descansa en la posesión del poder, mediante la invocación de determinadas actitudes ideales. Hemos averiguado que son dos cosas las que mantienen cohesionada a una comunidad: la compulsión de la violencia y las ligazones de sentimiento -técnicamente se las llama identificaciones- entre sus miembros. Ausente uno de esos factores, es posible que el otro mantenga en pie a la comunidad. Desde luego, aquellas ideas sólo alcanzan predicamento cuando expresan importantes relaciones de comunidad entre los miembros. Cabe preguntar entonces por su fuerza. La historia enseña que de hecho han ejercido su efecto. Por ejemplo, la idea panhelénica, la conciencia de ser mejores que los bárbaros vecinos, que halló expresión tan vigorosa en las anfictionías, los oráculos y las olimpíadas, tuvo fuerza bastante para morigerar las costumbres guerreras entre los griegos, pero evidentemente no fue capaz de prevenir disputas bélicas entre las partículas del pueblo griego y ni siquiera para impedir que una ciudad o una liga de ciudades se aliara con el enemigo persa en detrimento de otra ciudad rival. Tampoco el sentimiento de comunidad en el cristianismo, a pesar de que era bastante poderoso, logró evitar que pequeñas y grandes ciudades cristianas del Renacimiento se procuraran la ayuda del Sultán en sus guerras recíprocas. Y por lo demás, en nuestra época no existe una idea a la que pudiera conferirse semejante autoridad unificadora. Es harto evidente que los ideales nacionales que hoy imperan en los pueblos los esfuerzan a una acción contraria. Ciertas personas predicen que sólo el triunfo universal de la mentalidad bolchevique podrá poner fin a las guerras, pero en todo caso estamos hoy muy lejos de esa meta y quizá se lo conseguiría sólo tras unas espantosas guerras civiles. Parece, pues, que el intento de sustituir un poder objetivo por el poder de las ideas está hoy condenado al fracaso. Se yerra en la cuenta si no se considera que el derecho fue en su origen violencia bruta y todavía no puede prescindir de apoyarse en la violencia.

Ahora puedo pasar a comentar otra de sus tesis. Usted se asombra de que resulte tan fácil entusiasmar a los hombres con la guerra y, conjetura, algo debe de moverlos, una pulsión a odiar y aniquilar, que transija con ese azuzamiento. También en esto debo manifestarle mi total acuerdo. Creemos en la existencia de una pulsión de esa índole y justamente en los últimos años nos hemos empeñado en estudiar sus exteriorizaciones. ¿Me autoriza a exponerle, con este motivo, una parte de la doctrina de las pulsiones a que hemos arribado en el psicoanálisis tras muchos tanteos y vacilaciones?

Suponemos que las pulsiones del ser humano son sólo de dos clases: aquellas que quieren conservar y reunir -las llamamos eróticas, exactamente en el sentido de Eros en El banquete de Platón, o sexuales, con una conciente ampliación del concepto popular de sexualidad-, y otras que quieren destruir y matar; a estas últimas las reunimos bajo el título de pulsión de agresión o de destrucción. Como usted ve, no es sino la trasfiguración teórica de la universalmente conocida oposición entre amor y odio; esta quizá mantenga un nexo primordial con la polaridad entre atracción y repulsión, que desempeña un papel en la disciplina de usted. Ahora permítame que no introduzca demasiado rápido las valoraciones del bien y el mal. Cada una de estas pulsiones es tan indispensable como la otra; de las acciones conjugadas y contrarias de ambas surgen los fenómenos de la vida. Parece que nunca una pulsión perteneciente a una de esas clases puede actuar aislada; siempre está conectada -decimos: aleada- con cierto monto de la otra parte, que modifica su meta o en ciertas circunstancias es condición indispensable para alcanzarla. Así, la pulsión de autoconservación es sin duda de naturaleza erótica, pero justamente ella necesita disponer de la agresión si es que ha de conseguir su propósito. De igual modo, la pulsión de amor dirigida a objetos requiere un complemento de pulsión de apoderamiento si es que ha de tomar su objeto. La dificultad de aislar ambas variedades de pulsión en sus exteriorizaciones es lo que por tanto tiempo nos estorbó el discernirlas.

Si usted quiere dar conmigo otro paso le diré que las acciones humanas permiten entrever aún una complicación de otra índole. Rarísima vez la acción es obra de una única moción pulsional, que ya en sí y por sí debe estar compuesta de Eros y destrucción. En general confluyen para posibilitar la acción varios motivos edificados de esa misma manera. Ya lo sabía uno de sus colegas, un profesor Lichtenberg, quien en tiempos de nuestros clásicos enseñaba física en Gotinga; pero acaso fue más importante como psicólogo que como físico. Inventó la Rosa de los Motivos al decir: «Los móviles {Bewegungsgründe} por los que uno hace algo podrían ordenarse, pues, como los 32 rumbos de la Rosa de los Vientos, y sus nombres, formarse de modo semejante; por ejemplo, "pan-panfama" o "fama-famapan"». Entonces, cuando los hombres son exhortados a la guerra, puede que en ellos responda afirmativamente a ese llamado toda una serie ¿le motivos, nobles y vulgares, unos de los que se habla en voz alta y otros que se callan. No tenemos ocasión de desnudarlos todos. Por cierto que entre ellos se cuenta el placer de agredir y destruir; innumerables crueldades de la historia y de la vida cotidiana confirman su existencia y su intensidad. El entrelazamiento de esas aspiraciones destructivas con otras, eróticas e ideales, facilita desde luego su satisfacción. Muchas veces, cuando nos enteramos de los hechos crueles de la historia, tenemos la impresión de que los motivos ideales sólo sirvieron de pretexto a las apetencias destructivas; y otras veces, por ejemplo ante las crueldades de la Santa Inquisición, nos parece como si los motivos ideales se hubieran esforzado hacía adelante, hasta la conciencia, aportándoles los destructivos un refuerzo inconciente. Ambas cosas son posibles.

Tengo reparos en abusar de su interés, que se dirige a la prevención de las guerras, no a nuestras teorías. Pero querría demorarme todavía un instante en nuestra pulsión de destrucción, en modo alguno apreciada en toda su significatividad. Pues bien; con algún gasto de especulación hemos arribado a la concepción de que ella trabaja dentro de todo ser vivo y se afana en producir su descomposición, en reconducir la vida al estado de la materia inanimada. Merecería con toda seriedad el nombre de una pulsión de muerte, mientras que las pulsiones eróticas representan {repräsentieren} los afanes de la vida. La pulsión de muerte deviene pulsión de destrucción cuando es dirigida hacia afuera, hacia los objetos, con ayuda de órganos particulares. El ser vivo preserva su propia vida destruyendo la ajena, por así decir. Empero, una porción de la pulsión de muerte permanece activa en el interior del ser vivo, y hemos intentado deducir toda una serie de fenómenos normales y patológicos de esta interiorización de la pulsión destructiva. Y hasta hemos cometido la herejía de explicar la génesis de nuestra conciencia moral por esa vuelta de la agresión hacia adentro. Como usted habrá de advertir, en modo alguno será inocuo que ese proceso se consume en escala demasiado grande; ello es directamente nocivo, en tanto que la vuelta de esas fuerzas pulsionales hacia la destrucción en el mundo exterior aligera al ser vivo y no puede menos que ejercer un efecto benéfico sobre él. Sirva esto como disculpa biológica de todas las aspiraciones odiosas y peligrosas contra las que combatimos. Es preciso admitir que están más próximas a la naturaleza que nuestra resistencia a ellas, para la cual debemos hallar todavía una explicación. Acaso tenga usted la impresión de que nuestras teorías constituyen una suerte de mitología, y en tal caso ni siquiera una mitología alegre. Pero, ¿no desemboca toda ciencia natural en una mitología de esta índole? ¿Les va a ustedes de otro modo en la física hoy?

De lo anterior extraemos esta conclusión para nuestros fines inmediatos: no ofrece perspectiva ninguna pretender el desarraigo de las inclinaciones agresivas de los hombres. Dicen que en comarcas dichosas de la Tierra, donde la naturaleza brinda con prodigalidad al hombre todo cuanto le hace falta, existen estirpes cuya vida trascurre en la mansedumbre y desconocen la compulsión y la agresión. Difícil me resulta creerlo, me gustaría averiguar más acerca de esos dichosos. También los bolcheviques esperan hacer desaparecer la agresión entre los hombres asegurándoles la satisfacción de sus necesidades materiales y, en lo demás, estableciendo la igualdad entre los participantes de la comunidad. Yo lo considero una ilusión, Por ahora ponen el máximo cuidado en su armamento, y el odio a los extraños no es el menos intenso de los motivos con que promueven la cohesión de sus seguidores., Es claro que, como usted mismo puntualiza, no se trata de eliminar por completo la inclinación de los hombres a agredir; puede intentarse desviarla lo bastante para que no deba encontrar su expresión en la guerra.

Desde nuestra doctrina mitológica de las pulsiones hallamos fácilmente una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la guerra. Si la aquiescencia a la guerra es un desborde de la pulsíón de destrucción, lo natural será apelar a su contraría, el Eros. Todo cuanto establezca ligazones de sentimiento entre los hombres no podrá menos que ejercer un efecto contrario a la guerra. Tales ligazones pueden ser de dos clases. En primer lugar, vínculos como los que se tienen con un objeto de amor, aunque sin metas sexuales. El psicoanálisis no tiene motivo para avergonzarse por hablar aquí de amor, pues la religión dice lo propio: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Ahora bien, es fácil demandarlo, pero difícil cumplirlo (ver nota). La otra clase de ligazón de sentimiento es la que se produce por identificación. Todo lo que establezca sustantivas relaciones de comunidad entre los hombres provocará esos sentimientos comunes, esas identificaciones. Sobre ellas descansa en buena parte el edificio de la sociedad humana.

Una queja de usted sobre el abuso de la autoridad me indica un segundo rumbo para la lucha indirecta contra la inclinación bélica. Es parte de la desigualdad innata y no eliminable entre los seres humanos que se separen en conductores y súbditos. Estos últimos constituyen la inmensa mayoría, necesitan de una autoridad que tome por ellos unas decisiones que las más de las veces acatarán incondicionalmente. En este punto habría que intervenir; debería ponerse mayor cuidado que hasta ahora en la educación de un estamento superior de hombres de pensamiento autónomo, que no puedan ser amedrentados y luchen por la verdad, sobre quienes recaería la conducción de las masas heterónomas. No hace falta demostrar que los abusos de los poderes del Estado {Staatsgewalt} y la prohibición de pensar decretada por la Iglesia no favorecen una generación así. Lo ideal sería, desde luego, una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida pulsional a la dictadura de la razón. Ninguna otra cosa sería capaz de producir una unión más perfecta y resistente entre los hombres, aun renunciando a las ligazones de sentimiento entre ellos (ver nota). Pero con muchísima probabilidad es una esperanza utópica. Las otras vías de estorbo indirecto de la guerra son por cierto más transitables, pero no prometen un éxito rápido. No se piensa de buena gana en molinos de tan lenta molienda que uno podría morirse de hambre antes de recibir la harina.

Como usted ve, no se obtiene gran cosa pidiendo consejo sobre tareas prácticas urgentes al teórico alejado de la vida social. Lo mejor es empeñarse en cada caso por enfrentar el peligro con los medios que se tienen a mano. Sin embargo, me gustaría tratar todavía un problema que usted no planteó en su carta y que me interesa particularmente: ¿Por qué nos sublevamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos otros? ¿Por qué no la admitimos como una de las tantas penosas calamidades de la vida? Es que ella parece acorde a la naturaleza, bien fundada biológicamente y apenas evitable en la práctica. Que no le indigne a usted mi planteo. A los fines de una indagación como esta, acaso sea lícito ponerse la máscara de una superioridad que uno no posee realmente. La respuesta sería: porque todo hombre tiene derecho a su propia vida, porque la guerra aniquila promisorias vidas humanas, pone al individuo en situaciones indignas, lo compele a matar a otros, cosa que él no quiere, destruye preciosos valores materiales, productos del trabajo humano, y tantas cosas más. También, que la guerra en su forma actual ya no da oportunidad ninguna para cumplir el viejo ideal heroico, y que debido al perfeccionamiento de los medios de destrucción una guerra futura significaría el exterminio de uno de los contendientes o de ambos. Todo eso es cierto y parece tan indiscutible que sólo cabe asombrarse de que las guerras no se hayan desestimado ya por un convenio universal entre los hombres. Sin embargo, se puede poner en entredicho algunos de estos puntos. Es discutible que la comunidad no deba tener también un derecho sobre la vida del individuo; no es posible condenar todas las clases de guerra por igual; mientras existan reinos y naciones dispuestos a la aniquilación despiadada de otros, estos tienen que estar armados para la guerra. Pero pasemos con rapidez sobre todo eso, no es la discusión a que usted me ha invitado. Apunto a algo diferente; creo que la principal razón por la cual nos sublevamos contra la guerra es que no podemos hacer otra cosa. Somos pacifistas porque nos vemos precisados a serlo por razones orgánicas. Después nos resultará fácil justificar nuestra actitud mediante argumentos.

Esto no se comprende, claro está, sin explicación. Opino lo siguiente: Desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad el proceso del desarrollo de la cultura. (Sé que otros prefieren llamarla «civilización».) A este proceso debemos lo mejor que hemos llegado a ser y una buena parte de aquello a raíz de lo cual penamos. Sus ocasiones y comienzos son oscuros, su desenlace incierto, algunos de sus caracteres muy visibles. Acaso lleve a la extinción de la especie humana, pues perjudica la función sexual en más de una manera, y ya hoy las razas incultas y los estratos rezagados de la población se multiplican con mayor intensidad que los de elevada cultura. Quizás este proceso sea comparable con la domesticación de ciertas especies animales; es indudable que conlleva alteraciones corporales; pero el desarrollo de la cultura como un proceso orgánico de esa índole no ha pasado a ser todavía una representación familiar (ver nota). Las alteraciones psíquicas sobrevenidas con el proceso cultural son llamativas e indubitables. Consisten en un progresivo desplazamiento de las metas pulsionales y en una limitación de las mociones pulsionales. Sensaciones placenteras para nuestros ancestros se han vuelto para nosotros indiferentes o aun insoportables; el cambio de nuestros reclamos ideales éticos y estéticos reconoce fundamentos orgánicos. Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen los más importantes: el fortalecimiento del intelecto, que empieza a gobernar a la vida pulsional, y la interiorización de la inclinación a agredir, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas. Ahora bien, la guerra contradice de la manera más flagrante las actitudes psíquicas que nos impone el proceso cultural, y por eso nos vemos precisados a sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no la soportamos más. La nuestra no es una mera repulsa intelectual y afectiva: es en nosotros, los pacifistas, una intolerancia constitucional, una idiosincrasia extrema, por así decir. Y hasta parece que los desmedros estéticos de la guerra no cuentan mucho menos para nuestra repulsa que sus crueldades.

¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros también se vuelvan pacifistas? No es posible decirlo, pero acaso no sea una esperanza utópica que el influjo de esos dos factores, el de la actitud cultural y el de la justificada angustia ante los efectos de una guerra futura, haya de poner fin a las guerras en una época no lejana. Por qué caminos o rodeos, eso no podemos colegirlo. Entretanto tenemos derecho a decirnos: todo lo que promueva el desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra (ver nota).

Saludo a usted cordialmente, y le pido me disculpe si mi exposición lo ha desilusionado.


Sigmund Freud



TRABAJO No. 9

HACER ENSAYO Y ENVIAR AL CORREO ELECTRÓNICO Y SUSTENTAR


EL  BENEFICIO ES LO QUE CUENTA; Neoliberalismo y orden global.
Noam Chomsky. C

Robert W. McChesney: en Noam Chomsky: El beneficio es lo que cuenta. Neoliberalismo y orden global
El neoliberalismo es la política que define el paradigma económico de nuestro tiempo: se trata de las políticas y los procedimientos mediante los que se permite que un número relativamente pequeno de intereses privados controle todo lo posible la vida social con objeto de maximizar sus beneficios particulares. Asociado en un principio con Reagan y Thatcher, el neoliberalismo ha sido durante las dos últimas décadas la orientación global predominante, económica y política, que han adoptado los partidos de centro y buena parte de la izquierda tradicional, así como la derecha. Estos partidos y las políticas que realizan representan los intereses inmediatos de los inversores sumamente acaudalados y de menos de un millar de grandes corporaciones.
Fuera de los estudiosos y de los que forman parte del mundo de los negocios, el término neoliberalismo es en gran medida desconocido y no lo utiliza el común de la gente, sobre todo en Estados Unidos. Por el contrario, las iniciativas neoliberales se presentan como políticas de libre mercado que fomentan la iniciativa privada y la libertad del consumidor, premian la responsabilidad personal así como la iniciativa empresarial y socavan la inoperancia de los gobiernos incompetentes, burocráticos y parasitarios, que nunca hacen nada bueno ni cuando ponen empeño, lo que rara vez ocurre. La labor de una generación de relaciones públicas financiadas por las corporaciones ha otorgado a estos términos e ideas un aura sacra. Como consecuencia, sus alegatos rara vez es menester defenderlos y se invocan para justificar cualquier cosa, desde para bajar los impuestos de los ricos y arrumbar las normas ambientales hasta para desmantelar la enseñanza pública y los programas de prestaciones sociales. De hecho, cualquier actividad que interfiera el predominio de las corporaciones sobre la sociedad resulta automáticamente sospechosa, puesto que interferiría el funcionamiento del mercado libre, que se postula el único asignador racional, justo y democrático de bienes y servicios. Cuando son elocuentes, los partidarios del neoliberalismo dan la impresión de estar haciendo un inmenso servicio a los pobres, al medio ambiente y a todo lo demás mientras realizan políticas que benefician a la minoría acaudalada.
Las consecuencias económicas de estas políticas han sido más o menos las mismas en todas partes y exactamente las que cabía esperar: un impresionante aumento de la desigualdad social y económica, un marcado aumento de las pérdidas de las naciones y pueblos más pobres del mundo, un desastre en las condiciones ambientales generales, una economía mundial inestable y una bonanza sin precedentes para los ricos. Enfrentados a estos hechos, los defensores del orden neoliberal alegan que los despojos de la buena vida se extenderán indefectiblemente a las grandes masas de población, ¡mientras no se interfieran las políticas neoliberales que exacerban estos problemas!
Al final, los neoliberales no ofrecen ni pueden ofrecer una defensa empírica del mundo que estan construyendo. Por el contrario, ofrecen -no, exigen- una fe religiosa en la infalibilidad del mercado no regulado, derivada de teorías decimonónicas que poco tienen que ver con el mundo actual. La baza definitiva de los defensores del neoliberalismo consiste, no obstante, en que no hay alternativa. Las sociedades comunistas, las socialdemocracias e incluso los países con modestas prestaciones sociales, como Estados Unidos, han fracasado todos, proclaman los neoliberales, y sus ciudadanos han aceptado el neoliberalismo como el único decurso viable. Puede que sea imperfecto, pero es el único sistema económico posible.
En momentos anteriores del siglo xx, algunos críticos calificaron al fascismo de «capitalismo sin miramientos», queriendo decir que el fascismo era capitalismo puro, sin derechos ni organizaciones democráticas. En realidad, sabemos que el fascismo es inmensamente más complejo. El neoliberalismo es de hecho, por otra parte, «capitalismo sin miramientos». Representa una era en la que las fuerzas empresariales son mas poderosas y más agresivas, y se enfrentan a una oposición nunca antes menos organizada. En este clima político se proponen sistematizar su poder político en todos los frentes posibles y, como consecuencia, hacer cada vez más difícil cuestionar el capital y casi imposible la mera existencia de fuerzas democráticas, no mercantiles ni partidarias del mercado.
Precisamente en esta opresión de las fuerzas no partidarias del mercado vemos como opera el neoliberalismo, no sólo como sistema económico sino en tanto que también sistema político y cultural. Aquí son llamativas las diferencias con el fascismo, con su desprecio por la democracia formal y su muy activa movilización social basada en el racismo y el nacionalismo. El neoliberalismo funciona mejor dentro de la democracia formal con elecciones, pero con la población alejada de la información y del acceso a los foros públicos necesarios para participar significativamente en la toma de decisiones. Como dijo el gurú neoliberal Milton Friedman en su Capitalismo y libertad (Capitalism and Freedom), puesto que obtener beneficios es la esencia de la democracia, todo gobierno que sigue políticas contrarias al mercado es antidemocrático, con independencia del apoyo popular bien informado de que disfrute. Por lo tanto, lo mejor es restringir los gobiernos a la tarea de proteger la propiedad privada y hacer cumplir los contratos, limitando el debate político a temas de menor enjundia. (Las cuestiones importantes, la pro­ducción y distribución de los recursos, así como la organización social, deben determinarlas las fuerzas del mercado.)
Equipados con su perversa concepción de la democracia, los neoliberales como Friedman no sintieron ningún escrúpulo ante el derrocamiento militar, en 1973, del gobierno chileno democráticamente elegido de Allende, puesto que Allende estaba obstaculizando el control de la sociedad chilena por el capital. Después de quince años de una dictadura a menudo brutal y salvaje -todo en nombre del mercado democrático y libre, en 1989 se restauró la democracia formal con una constitución que hace a los ciudadanos enormemente más difícil, si no imposible, poner en cuestión el predominio militar-capitalista en la sociedad chilena. Esto es la democracia neoliberal en cuatro palabras: debates triviales sobre asuntos secundarios a cargo de partidos que fundamentalmente persiguen las mismas políticas favorables al capital, pese a las diferencias formales y las polémicas electorales. La democracia es permisible mientras el control del capital quede excluido de las deliberaciones populares y de los cambios, es decir, mientras no sea una democracia.
El sistema neoliberal tiene, por lo tanto, unas secuelas importantes y necesarias: una ciudadanía despolitizada, caracterizada por la apatía y el cinismo. Si los comicios democráticos afectan poco a la vida social, es irracional dedicarles demasiada atención; en Estados Unidos, el semillero de la democracia liberal, la participación en las elecciones al Congreso de 1998 batió un record de mínimos, concurriendo sólo un tercio de quienes tenían derecho a votar. Aunque a veces dé lugar a preocupación en los partidos establecidos que, como el Demócrata en Estados Unidos, tienden a atraer los votos de los desposeídos, la escasa concurrencia a las elecciones tiende a ser aceptada y fomentada por el poder vigente como algo que está muy bien, puesto que nada tiene de sorprendente que los no votantes pertenezcan de manera desproporcionada a las clases pobres y trabajadoras. Las medidas políticas que podrían hacer crecer rápidamente el interés de los votantes y los índices de participación son bloqueadas antes de que salgan a la arena pública. En Estados Unidos, por ejemplo, los dos principales partidos, dominados por el mundo financiero, con el apoyo de la comunidad empresarial, se han negado a reformar las leyes que hacen prácticamente imposible crear nuevos partidos políticos (que pudieran concitar intereses no financieros) y que sean eficaces. Aunque existe una notable insatisfacción, a menudo señalada, con los republicanos y con los demócratas, la política electoral es uno de los terrenos donde significan poco las nociones de competencia y libertad para elegir. En algunos aspectos, el calibre de los debates y las opciones que ofrecen las elecciones neoliberales tienden a parecerse más a los del estado comunista de partido único que a los de una genuina democracia.
Pero lo dicho apenas es un indicio de las perniciosas consecuencias que tiene el neoliberalismo para la cultura política comunitaria. Por una parte, la desigualdad social generada por las políticas neoliberales mina cualquier intento de realizar la igualdad legal necesaria para que la democracia sea creible. Las grandes corporaciones tienen recursos para influir en los medios de información y aplastar la actividad política, y es, por consiguiente, lo que hacen. En los procesos electorales estadounidenses, por poner un solo ejemplo, la cuarta parte del 1 por 100 de los norteamericanos más ricos aporta el 80 por 100 de todas las donaciones políticas individuales y las empresas superan a los trabajadores por un margen de 10 a 1. Bajo el neoliberalismo todo esto tiene sentido, puesto que las elecciones reflejan los principios del mercado, con lo que las donaciones equivalen a inversiones. En consecuencia, esto refuerza para la mayor parte de la gente la irrelevancia de la política electoral y asegura el mantenimiento del indiscutido dominio de las grandes empresas.
Por otra parte, para ser eficaz, la democracia requiere que la gente se sienta conectada con sus conciudadanos y que esta conexión se manifieste mediante distintas organizaciones e instituciones no dependientes del mercado. Una cultura política vibrante necesita agrupaciones cívicas, bibliotecas, escuelas públicas, asociaciones de vecinos, cooperativas, lugares públicos de reunión, organizaciones de voluntarios y sindicatos que proporcionen al ciudadano medio la posibilidad de encontrarse, comunicarse e interactuar con sus conciudadanos. La democracia neoliberal, con su creencia en el mercado über alles, condena a muerte todo esto. En lugar de ciudadanos, produce galerías comerciales. El resultado neto es una sociedad atomizada, compuesta de individuos inconexos que se sienten desmoralizados y socialmente impotentes.
En suma, el neoliberalismo es el enemigo inmediato y principal de la genuina democracia participatoria, no sólo en Estados Unidos, sino en todo el planeta, y seguirá siéndolo en el futuro previsible.


TRABAJO No. 10  HAGA UN MAPA CONCEPTUAL Y UNA LINEA DE TIEMPO

PRESENTAR EN FISICO



síntesis de Historia Política Contemporánea

 


En las primeras décadas del siglo XX, Colombia conoce por primera vez desde la Independencia cierto grado de estabilidad política y social. Es la república conservadora. En el occidente del país se ha completado el proceso de colonización antioqueña, que a través de la producción cafetera vincula a esta región a la economía monetaria, y donde el trabajo y la propiedad corren en buena medida a la par. En las regiones centrales, escenario de la conquista española sobre el país de los chibchas, la fuerza de trabajo de un campesinado mestizo es tributaria de un reducido grupo social que esgrime sus diferencias de raza y que funda su jerarquía económica en el control jurídico-político de la tierra, asegurado en el presente y para el porvenir por títulos que, como los de Nozdrev, trascienden todo límite visible, cobijando las tierras abiertas y las por abrir. Este campesinado, reclutado por los latifundios en calidad de aparceros y agregados, reparte su tiempo de trabajo entre una producción de subsistencia y otra mercantil, principalmente de exportación, que conforma el grueso de la renta de los terratenientes, los cuales son así los únicos que se vinculan al mercado y a la economía monetaria. En rela­ción con este ordenamiento socioeconómico, levantado sobre el hecho jurídico de la propiedad, la institución estatal funciona como una herramienta fundamental. Los terratenientes perciben rentas y controlan las palancas del Estado, del que dependen la validez de sus títulos y la fuerza para imponer su respeto a los campesinos. El carácter sagrado de la propiedad es la regla de oro de la república conservadora. La propiedad ha de parecer tanto más sagrada cuanto más dudosos en justicia resultan sus títulos, y los propietarios tanto más respetables cuando más obscuros sus orígenes. El campesinado, intimidado por el dominio secular de sus señores, es cuidadosamente adoctrinado en la virtud religiosa de la obediencia, con lo que la Iglesia Católica prolonga en pleno siglo XX su viejo carácter de brazo espiritual de la Conquista.

II

El equilibrio de esta formación social se rompió en la década de 1920, cuando el capitalismo norteamericano en expansión vino a irrigar los estrechos canales de nuestra vida económica con importantes masas de inversión. Las concesiones petroleras se vieron acompañadas por el pago de la indemnización por Panamá, diferida durante muchos lustros y ahora otorgada con la mira puesta en aquellas concesiones. Prestamistas norteamericanos abrieron créditos que parecían ilimitados a particulares pero sobre todo a los diversos niveles del gobierno: municipal, departamental y nacional. Nuevas actividades económicas, muy especialmente la de obras públicas, se sumaron a las tradiciona­les de la agricultura y el comercio. Para operar en las obras públicas y en las actividades urbanas estimuladas por la afluen­cia de capital extranjero, la fuerza de trabajo fue extraída de donde se encontraba, de la agricultura, con el atractivo de una remuneración monetaria que competía ventajosamente con la suje­ción personal y la producción de subsistencia a que estaba redu­cido buena parte del campesinado. Este desplazamiento de fuerza laboral, que los terratenientes trataron de frenar con la colabo­ración de las autoridades locales y en lugar del cual propusieron la alternativa, de la inmigración, planteó un problema novedoso a la producción agraria colombiana: el de abastecer de alimentos a una población creciente por fuera de la agricultura, y ello con una fuerza de trabajo agraria relativamente disminuida. Era pues necesario elevar la oferta de alimentos elevando la produc­tividad agraria. Pero la aristocracia territorial, que con sólo sus títulos jurídicos y sin ningún esfuerzo propiamente económico concentraba y enajenaba los excedentes de una agricultura dejada en manos de campesinos, no mostró el menor afán en mejorar los métodos y técnicas de producción en respuesta a la demanda expan­dida. Los terratenientes continuaron sacando al mercado interno los mismos o menores volúmenes de producción y copando con alzas de precios los incrementos de la demanda. Para combatir la inflación persistente que convertía en ingreso y consumo de terratenientes unos recursos originalmente destinados al desarro­llo, los dirigentes económicos y políticos que ya entonces se identificaban con la modernización del país echaron mano de la Ley de Emergencia, por la cual se permitía la importación de productos agrarios competitivos. A los ojos de muchos resultó claro que el régimen territorial prevaleciente en regiones estra­tégicas del país comprometía gravemente las perspectivas de un desarrollo capitalista que no tuviera como único radio de opera­ción el comercio de exportación. Ojos más avizores, como los de nuestro máximo conductor político Alfonso López Pumarejo, compro­baban que la experiencia histórica que acababa de hacerse era el prólogo al derrumbe inminente de la república conservadora.

III

Los conservadores, divididos, perdieron el poder en 1930, y desde entonces iban a perder también de manera definitiva sus mayorías electorales: el predominio de sus principios doctrinarios depen­dían en medida considerable del control estrechamente personal ejercido por los terratenientes sobre los campesinos, y este control se fundaba a su turno en un régimen agrario que no debía prolongarse si se aspiraba a desarrollar nuevas actividades económicas que operaran como otras tantas fuentes de acumulación de capital. Cuando, después de la gran crisis del capitalismo, los dirigentes del país pusieron los resortes del Estado al servicio de la causa de la industrialización, se hizo todavía más evidente la necesidad de modificar en un sentido liberalizador las condiciones económicas y sociales de los trabajadores. Era necesario interesar a estos en aumentar la producción comerciali­zable, era necesario favorecer su inserción en la economía mone­taria, así como garantizar su movilidad ocupacional. Vistas en la perspectiva de los terratenientes, las modificaciones requeri­das aparecían como otros tantos recortes a sus prerrogativas: ya no podrían pretenderse dueños de todas las tierras, cultas e incultas, lo que les había permitido extender sus demandas de tributación a las áreas colonizables; ya no podrían disponer tan libremente de la suerte de sus agregados y aparceros y fijarles sus condiciones bajo la amenaza de expulsarlos sin pago alguno, ya no podrían atarlos a la tierra con el apoyo incondicional de las autoridades. Para que la fuerza de trabajo campesina produ­jera más, para que se inscribiera en la economía monetaria y demandara artículos industriales y para que ingresara en un mercado de trabajo en el que pudiera ser contratada por quien mejor la remunerara, o sea por quien en principio pudiera hacerla rendir más, para lograr todo esto era preciso que el Estado interviniera como un protector de los trabajadores frente al dominio de tipo señorial ejercido por los grandes propietarios.
Correspondió a los liberales impulsar en sus primeros lustros el proceso de industrialización. Bajo el nombre de Revolución en Marcha adelantaron un movimiento político que tomó cuerpo en una legislación que limitaba y condicionaba los derechos de los latifundistas sobre la tierra y la población. A fin de romper las viejas formas de jerarquización social, los liberales alenta­ron la organización y la iniciativa política de las masas. Bajo la república liberal, la Oficina de Trabajo se convirtió en un instituto para el fomento de la sindicalización. Las reivindica­ciones de los campesinos organizados en ligas -que se reducían generalmente a dos: la afirmación de la propiedad de las parcelas o del derecho de sembrar en ellas productos comercializables- fueron miradas con simpatía por los poderes públicos, que abando­naron su presteza tradicional en acudir con las armas al llamado de los terratenientes. El pacto tácito que llegó a vincular al Estado liberal con las masas trabajadoras no duró. El temor ante la insurgencia popular y la alarma ante la tolerancia del Estado invadieron rápidamente sectores cada vez más amplios de las jerarquías sociales, que llegaron a considerar al propio Presi­dente López como un aventurero irresponsable. Este había cometi­do un grave error: sobreestimar la capacidad de su propio partido para soportar a la vez la rebeldía de las masas y el pánico naciente en los altos estratos sociales. Fue así como el partido liberal, en el nivel de sus cuadros dirigentes, se contagió de la angustia conservadora ante los movimientos de masas incitados por la Revolución en Marcha, con lo que uno y otro partido acabaron por convertirse en voceros pasivos de los sobresaltos de las capas superiores. El liberalismo renegó de la empresa histórica en que lo embarcara su máximo conductor, y éste, consciente de que sin el apoyo entusiasta de sus copartidarios le era imposible perseverar en su camino y garantizar ese control final sobre las masas que tanto preocupaba a todos los sectores dominantes, no tuvo otra salida que la de claudicar, renunciando a la presidencia antes de cum­plir su segundo mandato.

IV

Jorge Eliécer Gaitán fue el heredero del movimiento popular a cuya dirección habían renunciado los ideólogos burgueses del liberalismo. Era un orador que manejaba con virtuosismo los efectos capaces de conmover a las gentes del pueblo, un político de origen pequeño burgués cuyo enorme deseo de prestigio y de poder casaba muy naturalmente con las confusas pasiones reinvidi­catorias de un proletario y un subproletario urbanos en forma­ción. Su prédica contra las oligarquías y por los intereses del pueblo, vagamente definidos, sus promesas de colocar decididamen­te el Estado del lado de los pobres y en oposición a los ricos, tuvieron la más tumultuosa acogida en un momento histórico en que las masas eran dejadas en la estacada por los estadistas que diez años atrás las habían convocado. Los mismos dirigentes liberales que ayer no más llenaban las plazas debieron abandonar estas al caudillo y a sus seguidores y hasta el tránsito por las calles de la capital les fue vedado por la agresividad de las hordas gaita­nistas. El pueblo confiaba en un milagro: que la presencia del caudillo al frente del timón del Estado realizaría de manera incuestionada todas las aspiraciones que por siglos habían dormi­tado y que sólo recientemente habían comenzado a formularse. El único obstáculo que parecía atravesarse en esta vía, eran las oligarquías tanto conservadoras como liberales que el puño levan­tado del caudillo y su consigna: ¡a la carga! prometían derrocar. Eran tantas las expectativas suscitadas por el caudillo y tan ardorosas las pasiones encendidas por su oratoria que, de haber ganado las elecciones de 1946 y de haber pretendido todavía satisfacerlas, la hora de la violencia habría cambiado apenas en algunos meses pero su marco político habría sido distinto. La biografía política de Gaitán, marcada por el radicalismo populis­ta cuando apenas buscaba audiencia, e inclinada inequívocamente a la conciliación tan pronto ganó cierta autoridad en el liberalis­mo, permite sin embargo suponer que su conducta en la Presidencia habría ido en el sentido de la última inclinación, reforzada además por la dificultad práctica de dar cumplimiento a unas promesas que, si conceptualmente parecían confusas, emocionalmen­te resultaban excesivas. El hecho fue que los dirigentes del país, los burgueses y los terratenientes, los ideólogos del conservatismo y del liberalismo no se mostraron dispuestos a permitir el libre curso de esta aventura. En lo inmediato, el liberalismo se dividió para las elecciones presidenciales de 1946, entre los seguidores del caudillo y los de un aparato oficial que acababa de renegar del reformismo lopista y que de momento no tenía nada positivo que ofrecer. Y así, la pausa que este partido había querido antes marcar con el gobierno de Eduar­do Santos (1938-42), pasó en derecho a ser presidida por los conservadores, en cuyas manos se hizo escabrosa.

V

Los conservadores ganaron las elecciones de 1946 con el nombre de Mariano Ospina Pérez, un hombre de negocios que estaba destinado a servir de puente al ideólogo Laureano Gómez, como en 1930 Olaya había hecho de puente para el arribo al poder de Alfonso López. Los dirigentes liberales más conscientes y temerosos de los ries­gos de la aventura caudillista del gaitanismo se marginaron de la lucha. Gaitán asumió entonces la dirección del partido con poderes absolutos. Su asesinato, que el gobierno atribuyó con todo descaro al comunismo, produjo en las principales ciudades del país un estallido colosal de cólera anárquica que provocó el terror de las clases dominantes, a la vez que mostró la impoten­cia política de las masas. Para conjurar la crisis a través de un arreglo con el régimen conservador, el liberalismo no tuvo de nuevo otros personeros que los dirigentes que habían sido despla­zados por Gaitán. La colaboración liberal que entonces se inten­tó, no podía durar mucho como quiera que ella estaba lejos de favorecer los planes de Laureano Gómez, jefe indiscutido del conservatismo. Al calor de las batallas libradas contra el reformismo lopista y luego, ante el peligro del sesgo antidemo­crático que Gaitán había dado al liberalismo, el monstruo, como lo llamaban adversarios y amigos, se había radicalizado por la derecha, lo que tenía que resultar temible dados su apasionamien­to y su capacidad de maniobra política, no igualados por nadie. Desde esta posición, y con alguna razón histórica, Laureano Gómez se negaba a diferenciar entre liberales ortodoxos y liberales populistas, entre lo que había sido el partido de Alfonso López y lo que el mismo partido había llegado a ser bajo la dirección de Gaitán, sosteniendo que en el reformismo agitacional del primero, se gestaba la corriente que sin puntos de solución conducía al revolucionarismo irresponsable del segundo. Llevando más lejos aún su reducción temperamental, Gómez identificaba así mismo, bajo la imagen de un basilisco, que se hizo famosa, al liberalis­mo en bloque con el comunismo ateo y la anarquía. El partido del populacho era uno solo, y ese partido era el responsable de todos los hechos que en los últimos tiempos habían representado una perturbación del orden, incluidos el estallido nueveabrilero, los incendios generalizados y los saqueos, los ataques al clero, y ese fenómeno alarmante como ningún otro, de que en el momento más álgido de la subversión, las fuerzas de policía reclutadas por el Estado liberal hubieran puesto las armas en manos de los amotina­dos. Era preciso pues, desterrar al partido liberal del escena­rio político colombiano e impedirle a cualquier costo el acceso a los cargos del Estado, posición desde la cual había alentado e insolentado a las masas. De inmediato, y para cerrarle el camino a las urnas, los dirigentes conservadores impartieron en todo el país la orden de privar de sus cédulas de ciudadanía a los segui­dores del liberalismo. Los procedimientos violentos que acompa­ñaron necesariamente esta operación, se convirtieron en pocos meses en una campaña sistemática de exterminio de liberales, promovida desde los más altos niveles oficiales y adelantada por una policía que pronto comenzó a reclutarse por méritos crimina­les. Iniciada de esta manera la violencia, el gran burgués que era Ospina Pérez pudo ceder en 1950 el paso a Laureano Gómez, el ideólogo fascistizado. Ya a la cabeza del Estado, Gómez empren­dió la tarea ambiciosa de modificar de arriba a abajo la estruc­tura institucional del país, empezando por el orden político constitucional. Los lineamientos de la república democrática debían ser por completo abandonados, ya que este régimen, fundado en los perniciosos conceptos de la soberanía popular y de la mitad más uno de las voluntades, consagraba el poder del obscuro e inepto vulgo, como lo demostraban por demás los recientes desplazamientos electorales en favor del liberalismo, que pare­cían irreversibles. Los mejores debían gobernar, y ellos no eran otros que los que al detentar las posiciones del mando en la vida económica e institucional, integraban la cúspide de la pirámide social. En lugar del sufragio universal, el Estado debía encontrar en buena parte su base en los representantes de los gremios económi­cos, de corporaciones como la iglesia y de instituciones como las ligas profesionales y las universidades. La representación propiamente política si había alguna, quedaba limitada a los gestores de este ordenamiento, o sea el caudillo y a las personas designadas por él. Entre tanto, el Estado conservador seguía enfriando con las armas policiales y pronto también con las del Ejército a las masas para él demasiado recalentadas por el Estado liberal. Los jefes liberales, angustiados e impotentes, vacila­ban entre estimular la resistencia inevitable de un pueblo acosa­do, que fácilmente empezaba a desarrollar apetitos sangrientos, o marginarse de una lucha cuyos términos conducían rápidamente a los combatientes liberales a posiciones políticas clasistas y anticapitalistas. Esta vacilación fue considerada por los gober­nantes como un compromiso con la subversión y castigada con atentados e incendios de residencias en cabeza de los jefes liberales, quienes así, prácticamente, fueron llevados a tomar el segundo camino: el del marginamiento de la lucha y el exilio. No se respetó ni a los ex Presidentes liberales ni a los órganos de la gran prensa. En la drástica y descomunal tarea que Laureano Gómez se había impuesto se fue perfilando sin embargo un proceso: a medida que se evidenciaba el carácter y el costo de sus ambi­ciones aumentaba su aislamiento.

VI

En 1953 fue Laureano Gómez quien debió tomar el camino del ex­ilio. Su esquema constitucional corporativo, sus ataques contra el sistema democrático con idénticos argumentos que los enarbola­dos por los fascistas europeos, su pretensión de fundir en un solo cuerpo el mando socioeconómico y la conducción político-ideológica, en fin, la perpetuación de su poder personal como constructor del nuevo andamiaje, repugnaban a sectores de su propio partido que confiaban aún en la funcionalidad de los principios democráticos y republicanos, no importa que para ellos esto no representara otra cosa que la fe en la capacidad de las jerarquías sociales para infundir sus principios a las masas por otros métodos que los de sangre y fuego. Los demócratas conser­vadores llegaron a ver la aventura derechista de Gómez con alarma parecida a la que pocos años atrás experimentaran los jefes liberales, ante los deslizamientos izquierdistas de su partido. Fue así, como en el propio seno del conservatismo, y bajo el comando del ex Presidente Mariano Ospina Pérez, empezó a gestarse un movimiento de oposición, que tenía sobre cualquier otro, la enorme ventaja de no poder ser aniquilado a nombre de la religión y el anticomunismo. Para ser eficaz, y dadas las especiales condiciones políticas del país, esta corriente oposicionista se abstenía de toda argumentación ideológica y programática, redu­ciendo su desafío al caudillo a la enunciación del nombre de Ospina Pérez como candidato para las elecciones que deberían realizarse en 1954. Y ello bastó para producir el choque. Laureano Gómez se levantó de su lecho de enfermo y pronunció un encendido discurso en el que, contra toda evidencia, denunciaba los fermentos liberalizantes y anarquizantes que el movimiento ospinista pretendía inyectar en el seno de la pura doctrina conservadora. Entretanto, rumores sordos corrían en los cuarte­les. El recrudecimiento de la violencia en campos y ciudades, la amenazante propagación de las guerrillas, hicieron que el soste­nimiento del régimen recayera sobre las fuerzas militares de una manera tanto más exclusiva cuanto que los gobernantes, fieles a sus convicciones antidemocráticas, habían renunciado a todo tipo de seducciones en relación con lo que se llama la opinión, públi­ca. Puesto que el caudillo había prescindido de toda legalidad política fundada en el juego de las corrientes de opinión y promovido de otro lado condiciones de guerra civil generalizada que convertían al Ejército en el pilar prácticamente exclusivo del Estado, tendría que haberse dado una compactación ideológica más nítida e invasora para que no se produjera lo inevitable: que los militares acabaran por arrogarse todos los privilegios del poder y no sólo sus costos de sostenimiento.

VII

Fue así como ascendió al poder Gustavo Rojas Pinilla, satisfa­ciendo no sólo las demandas de sus compañeros de filas, sino también las expectativas de todos los dirigentes políticos extra­ños al grupo de Gómez.  Mientras los conservadores ospinistas entraban a formar parte del gobierno del General, los jefes liberales proclamaron a éste salvador de la patria y émulo del Libertador. Se contaba gene­ralmente con que el gobierno de los militares habría de servir de puente para el rápido restablecimiento de la democracia y el retorno de los civiles a la dirección del Estado. Pero el Gene­ral, un hombre absolutamente corriente que había llegado al poder empujado desde todos lados para ser allí objeto de las más extra­vagantes lisonjas, se embriagó inevitablemente de gloria y muy pronto comenzó a dar pasos encaminados a convertir su mandato golpista en un puente, no para los ideólogos civiles, sino para su propia elección y reelección presidencial. Primero trabajó sobre la línea de dejar de lado a ambas colectividades políticas fundando para su propio uso un tercer partido con base en el binomio pueblo-fuerzas armadas, lo que alarmó por supuesto a todos los políticos, excepción hecha de los descastados, y lo que determinó su primer choque importante con la Iglesia. Organizó así mismo su propia constituyente sobre el resto de la que había montado Gómez con miras a la reforma corporativista, y encomendó a ella la función de legalizar su continuación en el poder. La clase dirigente colombiana, la que tenía el poder económico, la cultural los medios de información, empezó a hablar entonces de libertades y derechos civiles, percibiendo como una vergüenza y una real derrota que el país que ella manejaba en todos los demás órdenes, pasara indefinidamente al control de los hombres de armas en el punto central del poder del Estado. Fue así como, al paso que los decretos leyes recaían como órdenes castrenses sobre los diversos terrenos de la vida social, en particular sobre el económico, aquella clase comenzó a mirar de nuevo hacia los políticos liberales y conservadores, salidos generalmente de su propia entraña y que eran, de conformidad con las tradiciones civilistas del país, sus personeros autorizados para el manejo de los asuntos públicos. Para que su retorno al poder se identifi­cara con un anhelo nacional, a unos y otros políticos se exigió ante todo el logro de un acuerdo que, moderando los ímpetus partidistas, les permitiera proponer al país la tarea de poner fin a la violencia.

VIII

El 10 de mayo de 1957, fecha de la caída de Rojas, tuvo su coro­nación la empresa política más idílica que ha conocido la nación colombiana de los tiempos modernos. Para derribar el régimen de los militares se congregaron en un solo frente los empresarios de la banca, de la industria y del comercio: los liberales de los más diversos matices; los conservadores del oro puro y de la escoria, es decir, los expulsados del poder por Rojas y los que habían entrado con él; la iglesia, por supuesto; en fin, los comunistas y los estudiantes. Durante meses, los hijos y las mujeres de la burguesía habían practicado métodos conspirativos, mientras que los marxistas agitaban la consigna de las libertades democráticas. A la hora cero, con el estandarte de un candidato conservador, simpático a fuer de folclórico, los empresarios pararon la economía y los estudiantes invadieron las calles. Substituido Rojas por una junta de cinco militares que debían, ellos sí, servir de puente para el retorno de los civiles al poder, se dio comienzo a un complicado tejemaneje político al cabo del cual resultó evidente, que los conservadores no estaban en condiciones de aspirar al próximo turno presidencial, sobre todo, por el resentimiento de Laureano Gómez con el sector de su partido comprometido en el golpe de Rojas. En un acto de odio político suicida, el caudillo, que había regresado del exilio gracias a la gestión de Alberto Lleras, lanzó la candidatura de éste en lugar de la del conservador Valencia. Los efectos de esta maniobra espectacular, recibida por lo demás con alivio en amplios sectores ciudadanos, iban en adelante a gravitar pesada­mente sobre la suerte de la corriente laureanista, y ello a despecho de que el gobierno a elegir iniciaba tan sólo una serie pactada de administraciones conjuntas a la cabeza de las cuales se alternarían liberales y conservadores. Para la militancia conservadora, lo que quedaba claro en todo esto, era que los liberales recuperaban la presidencia, gracias al patrocinio del jefe que todavía cuatro años atrás les enseñaba a asimilarlos al comunismo ateo, llamando a su exterminio en nombre de la salud de la república.

IX

El Frente Nacional, cuya tarea más inmediata consistía en expul­sar a los militares del poder y restituir en él a los políticos civiles, lo que por otra parte se anunciaba con demasiada crudeza en su primer nombre de Frente Civil, tuvo su principal construc­tor en Alberto Lleras Camargo. Fue éste el contrahombre de Gaitán en las filas del liberalismo, al menos si se consideran las cosas en una perspectiva un poco amplia. Abandonado por el liberalismo el reformismo de López y salido éste de la presiden­cia sin concluir el período, había recaído en el joven Lleras Camargo la designación para gobernar en el año restante. Mien­tras las masas urbanas desengañadas engrosaban con rabia la corriente gaitanista, Lleras probaba al país que existían en el liberalismo otras vertientes capaces de separar el Estado de todo contacto demasiado estrecho con las masas y de poner incluso a éstas en su sitio cada vez que pareciera necesario para el mante­nimiento del orden. En contraste con la benevolencia lopista frente al movimiento obrero, correspondió a Lleras quebrar desde el Estado una de sus organizaciones de vanguardia, la de los trabajadores del río Magdalena. Con su comportamiento en el gobierno, era como si dijera al país que también en el liberalis­mo predominaba la convicción de que debía volverse por los fueros autoritarios del Estado, lo que en ese momento histórico apenas podía tener el sentido de acreditar la propaganda de los conser­vadores y favorecer el retorno de éstos al poder. La conducta del Presidente Lleras frente al decisivo debate electoral de 1946 había sido de una pulcritud como sólo se ve en Colombia cuando los mandatarios de turno carecen de toda simpatía con sus copar­tidarios que aspiran a reemplazarlos. Una alambrada de garantías hostiles, tal era para el candidato oficial del liberalismo, Gabriel Turbay, la imparcialidad del Presidente Lleras. Estos antecedentes conservatizantes se vieron en seguida reforzados por el desempeño, todavía menos heroico, de la Secretaría de la reaccionaria OEA en los mismos años en que los liberales eran masacrados en Colombia en nombre del anticomunismo. Por estos títulos, pero también por su innegable habilidad política, Alber­to Lleras Camargo apareció en 1957 como el hombre indicado para organizar y dirigir el asalto combinado contra el régimen de los militares, así como para poner en marcha el difícil montaje institucional que debía hacer posible el gobierno de los dos partidos.

X

El contenido del pacto frentenacionalista se deduce en su especi­ficidad de la evolución política a la que en cierta forma vino a dar conclusión. Hasta este momento, era opinión corriente consi­derar al liberalismo como el partido del pueblo y al conservatis­mo como el del orden, definiciones que no pueden ser tomadas a la letra pero que tampoco deben ser desestimadas. Es el hecho que a través de nuestra historia estos dos partidos representaron funciones contrarias pero también complementarias, alternándose de manera dramática y espontánea en la conducción del Estado. Este curso ciego fue el que el Frente Nacional oficializó: la complementariedad se convirtió en coalición paritaria y la suce­sión de los contrarios a través de largos períodos históricos, se volvió norma de alternación presidencial. En sus dos etapas de predominio, treinta años en el siglo XIX a partir de 1850 y quince en el siglo XX a partir de 1930, el liberalismo colombiano había realizado unas rupturas y promovido unos cambios que secre­ta o inconscientemente eran anhelados por el conjunto de la clase dominante y que en última instancia, y no sin chocar por tanto con estrechos intereses adquiridos, estaban destinados a contri­buir a la expansión de esa clase. Como quiera que todo verdadero cambio, exige una movilización de las energías generales de la sociedad, un llamado a las instancias privatizadas para que afirmen y trasmuten políticamente sus intereses, instintos y deseos, el liberalismo había debido, tanto en el siglo pasado como en el presente, estimular el revolucionarismo de sectores medios o populares para enfrentar con él, ora a los esclavistas y a la Iglesia terrateniente, ora a los latifundistas semifeudales. Por haber buscado dar libre circulación mercantil a la tierra y a la fuerza de trabajo, que eran los dos recursos fundamentales del país, el liberalismo se llamaba el partido de la libertad, y por haber procurado con esto mismo el uso de ambos recursos por quien mejor los retribuyera y explotara se llamaba el partido del progreso. Los cortes históricos que marcó en 1850 y 1930 y los cambios que en estas fechas inició, representaban hasta tal punto una necesidad general que en ambos momentos el partido conserva­dor le cedió por su propio impulso, o falta de impulso, el paso, por el hecho enteramente lógico de que este último partido, de pretender por su propia cuenta realizarlos, habría perdido su identidad ideológica y con ello desaparecido de la escena. El conservatismo, de su lado, acreditaba sus títulos de partido del orden y de la autoridad, porque a él le había correspondido en derecho administrar las largas pausas en el revolucionarismo, pausas cuya oportunidad se hacía manifiesta cuando su doble histórico había llevado las reformas hasta el punto que resulta­ban posibles y era llegada la hora de la desmovilización y de la explotación rutinaria de la etapa alcanzada. Entonces se acen­tuaba la defensa de la autoridad constituida, tanto en el orden del poder político, centralizado en el Estado, como en el del poder socioeconómico, que representaba un control descentraliza­do, pero por ello mismo más estrecho sobre la vida de las masas populares. La división electoral fue el procedimiento sistemáti­co por el cual el partido en el gobierno facilitaba su propio relevo, al comprender que otra tarea se había hecho necesaria y que por índole, debía ser desempeñada según los principios del contrario. Esto no había impedido nunca la feroz resistencia de sectores del partido relevado, poco dados a aceptar la necesidad de una evolución histórica que señalaba la parcialidad de su doctrina, resistencia que indefectiblemente se equilibraba con el surgimiento en el mismo partido de corrientes modernas que apren­dían a resignarse con el usufructo de las ganancias generales y que extraían así del interés material, una suerte de ecuanimidad filosófica. Los conservadores compraron los bienes expropiados a la Iglesia, los liberales prosperaron en los negocios bajo la Regeneración y en las décadas que siguieron, los conservadores se hicieron industriales o arrendaron sus fincas a capitalistas luego de las reformas lopistas. Cuando mayor era la moderación política de los copartidarios resignados, más desesperada y agresiva se hacía la oposición de los doctrinarios, por cuenta de los cuales corría el trabajo arduo de la negatividad y la dife­renciación y con ello la salvaguardia de la identidad partidaria. A lo largo de la historia nuestras dos colectividades políticas se construyeron como partidos y anclaron en el alma popular, gracias sobre todo, a esta pasión dualista y diferenciativa que polarizaba sus distintas actuaciones en gobiernos cerradamente homogéneos y oposiciones ardorosas, y que imponía sus opuestas afiliaciones a los colombianos con bautismos de sangre. La furia de esta diferencia alcanzó su clímax en la década de la violencia iniciada en la parte media del gobierno de Ospina Pérez. Esta vez, en contraste con las anteriores, la apelación a las armas se originó en el gobierno. El brazo del Estado se extendió por los campos en una función de verdugo que desató el pánico y el sadis­mo entre el pueblo, y ello con tales dimensiones de caos y atro­cidad, que no son para ser descritas brevemente. Es cierto, que el pacto frentenacionalista se propuso entre otras cosas atajar esta suerte de psicosis colectiva, y que en buena parte lo logró. Pero es también cierto, que la violencia llegó a ser esta vez mucho más que una lucha entre los dos partidos tradicionales, que en su curso el Estado acabó por perder todo peso moral mientras que grandes sectores populares levantados en armas, se beneficia­ban de la más profunda legalidad, a la vez que se daban sus propios jefes.

XI

Hacia 1957, cuando fue pactado el Frente Nacional, el viejo López pensaba que no había ya ningún problema nacional decisivo que separara a los dos partidos tradicionales. Por el mismo tiempo, Laureano Gómez, que acababa de regresar del exilio, comunicaba que lo más importante que había aprendido en estos años dramáti­cos era que la libertad de expresión, específicamente la de prensa, debía ser defendida a toda costa. Después del cataclis­mo, López daba muestras de un realismo, que por el hecho de ser tal, no dejaba de resultar conservador, mientras que Gómez expre­saba convicciones liberalizantes. En el fondo de estas paradóji­cas evoluciones se perfilaban claramente los nuevos contornos de un país, en que el señorío de la tierra había sido substituido por la propiedad del capital como fuente principal de poder, y en que pocas trabas quedaban que se opusieran a este relevo en el orden de las instituciones o simplemente de los usos sociales. Al hacer suyo este terreno, los liberales y los conservadores tenían que comprender que la más sangrienta de todas sus bata­llas, había venido para presidir el descubrimiento de una reali­dad nacional, frente a la cual se destacaban sus puntos de con­tacto mientras sus diferencias parecían mínimas. El propósito de enmienda y las demás virtudes a que se consagraron a partir de entonces los políticos de ambos partidos, se manifestaron en esfuerzos diversos, según la modalidad de los excesos en que habían caído o que habían podido atribuírseles. Los liberales, como quien accede a la madurez, iban a dar muestras de especial responsabilidad en sus actuaciones, buscando corregir la mala imagen que de ellos hubieran podido formarse las fuerzas más preocupadas por el orden. Los conservadores, por su parte, adoptando aires de cordura, iban a proclamar con insistencia su adhesión a la democracia, su respeto por los derechos civiles y su voluntad de compartir el territorio patrio con todos los seguidores del partido rival. Dentro del esquema ideológico frentenacionalista, cada partido iba a servir de garante de los buenos propósitos del contrario. Con su gobierno paritario, su política coaligada y sus campañas electorales conjuntas, los conservadores iban a decir a las clases altas que los liberales ya no eran unos alborotadores, mientras que los liberales iban a tratar de convencer a las masas de que los conservadores no amenazaban sus vidas. La tarea de devolver el crédito al rival, era en verdad mucho más difícil para el liberalismo para hacer votar a los seguidores de su partido mayoritario por el candidato conservador en el turno de la presidencia. Esto explica que bajo el Frente Nacional, mientras los liberales pudieron llevar a la presidencia a sus más destacados conductores, en los dos turnos que correspondieron a los conservadores, la selección del candi­dato fue hecha por el otro partido con el criterio principal de encontrar la persona que le inspirara menos miedo. Así, los más caracterizados jefes del conservatismo, Ospina Pérez y Gómez Hurtado, debieron deponer sus aspiraciones y someterse al hecho de que su partido fuera representado en la presidencia por figu­ras ideológicamente desdibujadas. El costo evidente que este arreglo iba a representar para los conservadores, encontraba en el lado del liberalismo una correspondencia de otro orden: los conductores de esta última colectividad, en especial Lleras Restrepo, al gobernar a nombre de los partidos y prohibirse toda definición política partidaria, así como todo intento reformista que contrariara a sus temibles socios, iban a defraudar necesa­riamente todas las esperanzas que sus copartidarios hubieran podido fincar en el retorno del liberalismo a la primera posición del Estado. Sobre esta frustración, así como sobre estas espe­ranzas a las que el Frente Nacional imponía un aplazamiento de dieciséis años, el joven Alfonso López Michelsen, con un cálculo sagaz y una tenacidad alimentada por la seguridad en su objetivo, inició su campaña para las elecciones presidenciales de 1974.

XII

La reforma constitucional que consagró el sistema del Frente Nacional fue votada plebiscitariamente por doce años, que el gobierno bipartidista aumentó pronto a dieciséis. Por cuatro períodos de cuatro años, los partidos liberal y conservador iban a turnarse en la presidencia, a repartirse por mitades los cargos de gobierno, así como los asientos del Congreso. Para votar cualquier ley importante, se adoptó la norma de las dos terceras partes, con lo que se buscaba garantizar la unidad del bloque político en el poder, excluyendo la aprobación de cualquier medida positiva que no contara con la virtual unanimidad de los socios.
El trabajo que tuvo que cumplir Alberto Lleras como presidente iniciador del sistema, fue ciertamente arduo y abarcó los más variados frentes. Lo primero fue convencer a los liberales y los conservadores de que podían trabajar en común, lo que implicaba ante todo persuadirlos de que había una tarea que podían realizar conjuntamente. Esa tarea, que el actual presidente de Colombia López Michelsen ha llamado la administración del capitalismo, condensaría desde entonces todo lo que tiene a la vez de esforza­da y de miserable la política frentenacionalista. Lo segundo fue lograr ciertas metas políticas decisivas para el afianzamiento del poder civil, cuales eran poner a los militares en su sitio, el que dadas las relaciones de fuerza tenían que ser cómodas sin embargo, y correlativamente garantizar la paz pública por un camino que no fuera el azaroso y fracasado de la sola campaña militar. Lleras Camargo se entregó así a una verdadera empresa de adoctrinamiento dirigida a los uniformados, recordándoles el lugar que les asignaba la Constitución y ponderando su vocación republicana, que los desvíos de Rojas no alcanzaban a desmentir. Para darles satisfacciones más visibles, les conservó una cuota importante de poder discrecional en el frente del orden público, que a lo largo del Frente Nacional y del régimen casi permanente del estado de sitio, no hizo más que crecer, invadiendo buena parte del terreno de la justicia. Para el restablecimiento de la paz, y con miras a reducir la presencia del Ejército en el Esta­do, Lleras comprendió que no eran suficientes el hermanamiento y los llamamientos conjuntos de los dos partidos, sino que era preciso poner remedio a ciertos efectos sociales y económicos que producían tensiones en los campos y engrosaban peligrosamente el subproletariado urbano. El instrumento fundamental para la persecución de esta finalidad, fue la Reforma Agraria, concebida principalmente por Carlos Lleras Restrepo, quien iría a presidir años después el tercer gobierno bipartidista y quien se distin­guía como el más capaz de los administradores del capitalismo en los marcos del Frente Nacional. En el seguimiento de aquella política se invertirían importantes recursos del Estado con un propósito contra el que conspiraban las tendencias espontáneas de la sociedad: fortalecer la economía campesina y frenar las co­rrientes migratorias del campo a las ciudades, que daban a éstas un crecimiento vertiginoso en ningún momento determinado por las oportunidades ocupacionales que ofrecía. Esta política reformis­ta, necesariamente blanda con los terratenientes en las condicio­nes de pacto frentenacionalista, y contraria además a las evolu­ciones dictadas por el orden general de nuestro capitalismo, conocería la suerte de arrastrar una existencia marginal en el concierto de la economía agraria sin ser nunca por otra parte abandonada, y esto por una mezcla muy corriente de inercia y demagogia.

XIII

Los gobiernos que se sucedieron en cumplimiento de la norma de alternación, el del conservador Valencia, los de Carlos Lleras y Misael Pastrana, perseguirían todos, con mayores o menores sobre­saltos, una misma finalidad estratégica, que era la de mantener un orden institucional general en el que se combinaran el esquema político democrático y el esquema económico capitalista. De estos dos esquemas, el más directamente amenazado era el primero, y ello en razón de los desastrosos efectos sociales del segundo.
El capitalismo colombiano completó bajo el Frente Nacional una etapa substitutiva, o sea aquella en que su expansión tuvo como centro un proceso industrial, que en buena parte se limitaba a ir copando las demandas directas o subsidiariamente provocadas por la agricultura tradicional de exportación, dependiendo también de las divisas generadas por esta agricultura para pagar las impor­taciones de equipos y materias primas. Ya en esta etapa resultó evidente la desproporción entre los efectos económicos generali­zados del nuevo régimen, que en cierta forma penetraba la vida entera de la sociedad, y de otro lado, su capacidad restringida para inscribir de manera directa a la población en el radio de sus operaciones. Por una paradoja, no muy fácil de comprender ciertamente, la población parecía elevar sus tasas de crecimiento al mismo ritmo en que el capitalismo destruía sus condiciones tradicionales de vida y de trabajo sin ofrecerle siempre otras a cambio o sea al mismo ritmo que el régimen económico la declaraba excedentaria. Este fenómeno, preocupante como pocos, acabó por concentrar la atención de nuestros hombres de estado, y fue así como Alberto Lleras llegó a convertirse en el promotor de una intensa campaña pro control demográfico, que partía del supuesto teórico, de que no era el orden institucional económico el que se mostraba rígido e inflexible para cubrir el cuerpo natural de la población, sino que era ésta la que sobraba. Los desarrollos subsiguientes del sector industrial, a niveles casi siempre muy altos de tecnología, y casi siempre con un grado importante de participación extranjera, no prometía mayores cosas en el orden de remediar en algo el desempleo y subempleo de la mitad de la población urbana. Tampoco prometían mucho las estrategias de desarrollo económico que empezaron a insinuarse en los años tardíos del Frente Nacional. Como quiera que se enfocara la diversificación y el desarrollo de la agricultura de exportación, ya fuera como soporte de nuevos desarrollos de la industria o como elementos autónomos de expansión capitalista, dados los niveles de tecnificación requeridos, no podían preverse a corto plazo, aumentos significativos de la ocupación, ni siquiera en el caso de que se vincularan con aquel fin a la producción, tierras hasta entonces ociosas.
Obligados tanto de hecho como de palabra a gobernar sobre la base del respeto a las instituciones económicas capitalistas, y ello en un marco político global que reconocía formalmente al Estado la autoridad para modelar los diversos terrenos de la vida so­cial, conforme a los intereses más generales, los gobiernos del Frente Nacional quedaron directamente expuestos a la impopulari­dad del régimen económico, estadísticamente asegurada por las tasas de desempleo, por la profusión de toda clase de subactivi­dades y por los niveles de ingreso de las masas.

XIV

En el momento en que se preparaba para iniciar el último tramo de la alternación, el Frente Nacional tuvo su mayor vergüenza política; su candidato para el período 1970-74, Misael Pastrana Borrero, fue incapaz de vencer claramente en elecciones montadas y controladas por la coalición bipartidista al General Gustavo Rojas Pinilla, que renació así en sus cenizas para demostrar que todo aquello en nombre de lo cual había sido derrocado, carecía de la legalidad de que se reclamaba: la del arraigo en la opinión popular. Contra la maquinaria de uno y otro partido, contra todos los medios de información y propaganda, contra las oportu­nidades oficiales de fraude difícilmente desaprovechadas, el General, que trece años antes había salido al exilio, que once años antes había sido tachado de indignidad en un juicio político espectacular, en el que apenas se le concretaron los cargos de un contrabando de ganado y de unos créditos bancarios en su favor, en fin, que a todo lo largo de los gobiernos frentenacionalistas, había sido señalado como el representante de la dictadura tiráni­ca en contraste con la cual brillaban y se justificaban históri­camente los nuevos sesgos democráticos, el General, decimos, igualó la votación de Misael Pastrana explotando de manera bien simple los índices del empobrecimiento de las masas. Es cierto, que los políticos frentenacionalistas habían sobreestimado su propia capacidad de manipulación del electorado, al oponer al General en ascenso, una figura de la opacidad política e ideológica de Pastrana. Pero su pecado mayor fue el de subestimar el resentimiento popular contra el establecimiento político-económi­co, resentimiento que venía muy naturalmente a identificarse con la amargura del General expulsado. Lo que fue la gran batalla del populismo se convirtió, sin embargo, en una derrota que selló de momento su suerte. Los proletarios de las ciudades colombianas votaron por Rojas, no sólo porque como ellos era un resentido, no sólo porque su indignidad solemnemente proclamada servía bien de símbolo unificador a la indignidad forzosa de los marginados, sino muy especialmente, porque existía la creencia generalizada, de que las huestes del General extendían su influencia a las filas del Ejército y tendría la temeridad suficiente para defen­der por la fuerza cualquier triunfo que pudiera alcanzar en las urnas. Y esta creencia resultó infundada. Los días siguientes a las elecciones, el Presidente Carlos Lleras, que acababa su mandato, impartió a las masas urbanas enardecidas la orden de recogerse temprano en sus viviendas, sin que el aparato estatal presentara las fisuras previstas. El desenlace de la prueba de fuerza a que condujo así el debate electoral, clausuró la versión rojista del populismo que en los próximos años iba a conocer un retroceso electoral acelerado hasta llegar a convertirse, a mediados de los años setenta, en una corriente minoritaria que reparte desordenadamente sus simpatías entre el conservatismo y los principales grupos marxistas.

XV

Desde el día en que se puso en marcha el sistema de Frente Nacio­nal, pactado como se dijo para poner término al régimen del Gene­ral Gustavo Rojas Pinilla y consagrado bajo el gobierno de una Junta quíntuple donde no faltaron los amagos golpistas, la pers­pectiva de una restauración militar ha constituido el principal motivo de preocupación para los gobernantes colombianos. En forma sistemática, estos adoptaron la conducta de minimizar los riesgos de un golpe, como sin en esta forma se evitara que los militares fueran tentados por la idea. En las situaciones más álgidas, como la que se presentó bajo el gobierno de Guillermo León Valencia, cuando pareció que un paro obrero era parte de una vasta conspiración en la que estaba envuelto el jefe del Ejérci­to, General Ruiz Novoa, los dirigentes políticos apenas dan públicamente indicaciones de los peligros vividos a través de declaraciones renovadas sobre la fe y adhesión inquebrantables que ellos atribuyen a los uniformados en relación con las insti­tuciones democráticas. La amenaza es de tal índole, que la denuncia parece aproximarla, y el temor es demasiado grande para ser abiertamente formulado. Todo lo que viene a poner en juego el orden público, como las incursiones guerrilleras, los motines estudiantiles, las protestas obreras, evoca para los dirigentes políticos colombianos, no propiamente el fantasma de una dictadu­ra del proletariado, en que nadie cree, sino el más palpable de la dictadura militar. De hecho, la amenaza que gravita así sobre la vida política del país, y que el ejemplo de los países del sur hace parecer más inminente, actúa como un factor disuasivo en relación con cualquier cambio progresista como quiera que los políticos liberales y conservadores temen más enajenarse la simpatía de las clases poseedoras, con sus órganos poderosos de presión y su incidencia directa en la política, que perpetuar el malestar de un pueblo masificado, muy difícil de movilizar en función de objetivos unitarios. En su afán de sostenerse en el poder y conjurar la amenaza del militarismo, los gobernantes mejor intencionados abandonan pronto la ilusión de realizar cualquier reforma capaz de incidir seriamente en el orden socioeconómico para constreñirse a la tarea, ardua pero poco heroica, de administrar el establecimiento. De esta manera, el golpe militar tan temido está bien presente en la vida colombiana, sobre todo, por la compactación que impone entre los dirigentes políticos y los usufructuarios del régimen económico.
La eventualidad de un golpe, vista a la luz de la historia re­ciente del país y de la experiencia vivida en otras latitudes, no depende de la iniciativa de los militares, cualesquiera que sean sus ambiciones y la fuerza material con que las respaldan. Para ello es preciso que se dé una quiebra de cumplida de la democra­cia, que este régimen deje de garantizar el control político sobre la población. Fue lo que estuvo a punto de evidenciarse en Colombia el 19 de abril de 1970 y los días que siguieron, cuando pareció que el Frente Nacional había sido derrotado electoralmen­te por un candidato que explotaba el resentimiento popular. Y es lo que se pondría cabalmente de manifiesto, el día que las iz­quierdas clasistas cobraran gran fuerza electoral o adquirieran una autoridad decisiva entre los trabajadores. Entonces, los políticos liberales y conservadores correrían el riesgo cierto de ser licenciados por quienes tienen el poder suficiente para ello, por los capitalistas, y de ver a los militares ocupar su lugar. Porque, no hay que dudarlo, los militares de Colombia, como los de otros países, han asimilado sus lecciones y, si no carecen de ambiciones políticas, han depurado en cambio éstas de aventure­rismo. Lo que significa que saben esperar, y que su ambición es la de ser llamados.

XVI

La confluencia de las corrientes liberal y conservadora en el gran aparato frente nacionalista, y la compenetración de este último con el régimen económico prevaleciente, determinaron la conformación de un establecimiento que convirtió sus rigideces interiores en índices de fuerza y que terminó por ver como una perturbación inquietante cualquier proyecto susceptible de intro­ducir la contradicción en su seno. En la medida en que este esquema general se oficializó, la oposición a él o a alguno de sus elementos constitutivos adquirió visos de subversión. La inconformidad y las demandas de reforma, imposibilitadas para encontrar algún lugar en el establecimiento, formaron una franja de marginalidad ideológica que en los últimos tiempos no ha hecho más que radicalizarse, y ello en los términos que parecen más aptos para expresar una ruptura insalvable.
La protesta anticapitalista, que es el punto de reunión de los inconformes, ha encontrado su principal inspiración ideológica en el marxismo, el cual es abrazado a la vez en los planos teórico y práctico, o sea tanto en su correcta iluminación del clasismo que domina la vida espontánea de la sociedad y de los grupos, como en su dudosa promoción de la lucha igualmente clasista por un orde­namiento diferente. El escenario de la lucha, de otra parte, ha tendido a ubicarse en zonas de cierto modo periféricas, como el monte y la universidad. Así, desde el comienzo de los años sesenta el radicalismo estudiantil, inspirado en la gesta cas­trista, tomó el camino de la guerrilla, con la idea de que a las masas se las lleva mejor al combate por el ejemplo de la intrepi­dez de los destacamentos políticos más conscientes. Por desgra­cia, la voluntad de sacrificio de que daba muestras la juventud radical, cobró primero realidad en los choques con el Ejército para muy pronto empezar a plasmarse en luchas intestinas que desembocaban de manera sistemática en la aplicación de la más drástica justicia revolucionaria. La muerte del cura guerrillero Camilo Torres, señaló el tránsito a esta última fase, cuando la impotencia y la evidencia de un extrañamiento que resultaba no sólo geográfico, llevaron a los grupos guerrilleros a dirimir abundantemente con vidas la ventilación de todo tipo de diferen­cias. Agotadas las expectativas de este camino, fue la universi­dad la que vino a erigirse en el principal reducto de la protesta anticapitalista. Con la excepción del partido comunista, que ha logrado echar raíces en algunos sectores obreros y campesinos, la generalidad de las organizaciones inspiradas en el marxismo y promotoras de un cambio en el sentido del socialismo, pueden ser consideradas como grupos estudiantiles, tanto por el origen inmediato de sus cuadros de dirección, como por la composición de su militancia. Universidad e inconformismo político han llegado a identificarse. Ante la consagración de los políticos liberales y conservadores a la causa de un capitalismo que vegete en medio del malestar social más generalizado, causa muy poco apta para atraer las energías de una juventud en contacto con las ideas y la cultural los partidos tradicionales, en particular el liberal que todavía en 1957 tenía autoridad suficiente para llamar a los jóvenes a la lucha, se vieron desterrados en los últimos lustros de la universidad y ni siquiera sus dirigentes más progresistas pudieron volver a tomar la palabra en los auditorios. Se produjo así bajo el Frente Nacional una escisión bien neta: los profesio­nales ansiosos de promoverse socialmente, se dedicaron a la administración de los negocios públicos y privados, sin preocu­parse mayormente por la cultural mientras a los cargos universi­tarios se constriñeron los ideólogos inconformes y los fracasados camuflados de tales, únicos aceptables para los estudiantes. Mas en general, entre los grupos medios con cierto grado de instruc­ción, cuya importancia política es considerable, las posturas frente al sistema imperante tienden a repartirse hoy según un corte generacional: se pronuncian contra él, por lo regular en términos marxistas, los que son jóvenes o quieren perpetuar la juventud, y están con él, por convicción o por realismo escépti­co, los que asumen con la madurez las posiciones un poco sinies­tras del individualismo. A través de un mecanismo de substitu­ción muy corriente entre los marxistas, los estudiantes revolu­cionarios se toman sin más por el proletariado mismo, confundien­do consiguientemente sus pedreas con la lucha de clases y sir­viendo en forma periódica de ocasión para el entrenamiento de las fuerzas armadas en la lucha contra el motín urbano. La inanidad de este movimiento, que ha llegado a componerse de más de un centenar de grupos que fundan formalmente su separación en las divisiones existentes entre los países socialistas o las tesis diversas de cierto número de autores, pero a la cabeza de uno de los cuales se encuentra de hecho un pequeño caudillo, no depende tanto de la participación predominante de ideólogos de clase media en el nivel de sus cuadros directivos. Todas las revoluciones son en verdad dirigidas por ideólogos, principalmen­te las más novedosas y creativas. Su mal resulta más perceptible en la terca y paradójica insistencia con que proclaman, sin que para ello logren hacerse acompañar por las voces de los obreros, que es la clase compuesta por estos la llamada a dirigir un cambio, que es el proletariado el que tiene asignado el papel de sujeto de la acción histórica.
Esta obstinación en definir socialmente a los actores políticos, tiene su más curiosa manifestación en la existencia de grupos conformados por intelectuales, funcionarios y universitarios que se dicen partidos obreros.

XVII

Cuando, para las elecciones presidenciales de 1974, los dos grandes partidos colombianos, enfrentándose por primera vez en muchos años, lanzaron los nombres de Alfonso López Michelsen y Alvaro Gómez Hurtado, la imaginación popular fue inevitablemente retrotraída a los años que dan comienzo a nuestra crónica. Esos años habían estado dominados por la presencia de dos conductores de nuevo cuño, dos hombres de la clase urbana que tomaba impulso en las nuevas oleadas del capitalismo y las finanzas: Alfonso López y Laureano Gómez. La amistad que los ligó en la juventud y la pugna tenaz que los opuso en la madurez, vendrían a represen­tar bien, en el plano de las relaciones interindividuales, el curso de hechos históricos decisivos para toda una nación. Por ello, cuando el hijo de uno y otro se enfrentaron en 1974 por la presidencia, era como si las colectividades que los promovían quisieran volver a comenzar por el punto que antecedió a sus extravíos y dejar en cierta forma de lado los dos grandes tramos que acababan de recorrerse: el de la violencia y el del Frente Nacional. El golpe que puso término al gobierno de Laureano en 1953 fue ahora, por voluntad de los votantes y en cabeza de Alvaro, un verdadero golpe de opinión: la simpatía, por lo demás bien merecida, que el viejo López había inspirado en su momento a los colombianos, y el temor, todavía más justificado, que los mismos habían llegado a experimentar ante el solo nombre de Gómez, se conjugaron para dar a López Michelsen un volumen de votos sin precedentes en Colombia.
El gobierno que López entraba a presidir estaba, en realidad, llamado a servir de transición entre el Frente Nacional y el pleno ejercicio de la democracia republicana. Se habían dejado ya de lado la alternación presidencial y la representación pari­taria en el parlamento, y se había restablecido la norma de la mayoría absoluta para la legislación corriente.
Pero quedaba todavía lo que del Frente Nacional podía considerar­se como esencial, dada la estructura de nuestro Estado: la repar­tición por mitades de los cargos nacionales y regionales de gobierno. Fue el primer desengaño de la opinión: ver al jefe liberal, que había iniciado dieciséis años atrás una carrera política pronunciándose contra el nuevo sistema político en nombre de los derechos de su colectividad mayoritaria, colocado a la cabeza de un gobierno paritario en el que el conservatismo aparecía representado además por figuras de tenebroso renombre. Pero lo que produjo la frustración mayor fue la nueva oleada inflacionaria ocurrida a poco de iniciado el nuevo gobierno. A través de los cuatro períodos del Frente Nacional, la inflación había seguido una curva solidaria con la norma de alternación: baja durante los gobiernos de los dos Lleras y alta durante los de Valencia y, muy principalmente, de Pastrana. Los presidentes liberales habían sido estabilizadores y los conservadores infla­cionistas, o al menos, esto podía pensarse a juzgar por las cifras estadísticas. Algo de verdad había en ello: los primeros eran más sensibles a la preocupación de apuntalar la democracia manteniendo una opinión popular favorable en lo posible, mientras que los segundos, más atentos a las relaciones sociales de fuer­za, se desentendían fácilmente de este aspecto y buscaban halagar las demandas espontáneas de los capitalistas. Misael Pastrana, con una ligereza que convirtió en descaro cuando después se dedicó a criticar a López con el argumento de la inflación, había bajo su gobierno utilizado el gasto público, el crédito y los subsidios de diverso orden como instrumentos de una política de acumulaciones capitalistas aceleradas, incrementando con artifi­cios monetarios la capacidad de inversión y de gasto de los empresarios y asignándoles un poder de compra sobre el mercado sistemáticamente mayor al determinado por sus operaciones regula­res. Pastrana cebó así como ningún otro mandatario anterior a los capitalistas con el crédito y los estímulos generosos. Y los capitalistas no irían a recibir precisamente con simpatía los propósitos estabilizadores de López. Con una desvergüenza demagógica parecida a la de Pastrana, impor­tantes voceros empresariales dieron expresión a su disgusto contra López con argumentos invertidos, que no eran otro que el recrudecimiento inflacionario y el fracaso de los esfuerzos lopistas. Porque si entre 1970 y 1974 se había dado libre curso a la inflación y los capitalistas no podían otra cosa, López había aspirado en verdad a poner freno a este proceso. Y si en el curso medio de su gobierno la inflación alcanzó índices nunca vistos en Colombia, hasta el punto de lanzar a un paro general de protesta a centrales sindicales encuadradas en el establecimien­to, no fue principalmente por una política oficial premeditada, sino por un juego de efectos económicos que antes que a López, simple administrador del capitalismo de la constelación de fuer­zas existentes, señalaban los graves vicios de conformación de la economía colombiana.

XVIII

La bonanza cafetera y el crecimiento vertiginoso de los ingresos del sector exportador, estarían principalmente en la base de la ola inflacionaria que vino a erosionar el capital político del presidente López. Durante todo el período de industrialización substitutiva, la escasez de divisas había constituido el motivo central de preocupación para gobernantes y empresarios. Allí se señalaba la ubicación de uno de los más importantes limitantes del desarrollo, como quiera que la escasez de divisas significaba de manera inmediata, escasez de abastecimientos de equipo y materias primas imprescindibles para la expansión industrial. Uno de los principales males que padecía nuestra economía, pare­cía depender pues de la baja disponibilidad de divisas. Bajo el gobierno de López, las gentes corrientes del país, hasta las cuales había llegado vagamente la conciencia de esta limitación, no pudieron sino recibir con mayúscula sorpresa el fenómeno contrario: el desastre de la inflación, que golpea con especial fuerza a las masas urbanas, hoy mayoritarias en el país, y que en orden político aproxima como ningún otro factor la amenaza mili­tar, encontraba ahora su raíz, como lo afirmaba el mismo gobier­no, en el incremento de los ingresos de divisas por el auge del comercio de exportación. Si la escasez era ayer un mal, la abundancia se convertía hoy en algo peor. Indices de aumentos de precios de más del cuarenta por ciento en un año, mostraban que productores y comerciantes hacían su agosto abasteciendo las demandas internas súbitamente multiplicadas sin preocuparse por aumentar el volumen material de sus ofertas. Se producía un fenómeno parecido al que tuvo lugar cuando la danza de los millo­nes de los años veinte. Si entonces los terratenientes habían utilizado su monopolio sobre la tierra y sobre la oferta de alimentos para captar pasivamente, sin mejorar ni intensificar la producción, el torrente monetario de los empréstitos, indemniza­ciones e inversiones norteamericanas, ahora los capitalistas, con su monopolio sobre el aparato productivo y comercial y sobre los recursos crediticios y financieros, se limitaban a copar las demandas incrementadas con una masa de productos que ninguna fuerza operante en la economía los obligaba a acrecentar. Falta­ba, por ejemplo, el acicate de una competencia entre los empresa­rios para la conquista de los nuevos mercados. El capitalismo industrial importado, había convertido en un corto período histórico a la clase empresarial en una suerte de casta, netamente desprendida del resto de la sociedad y fácilmente actuante como un solo cuerpo, incluso en el terreno de los hechos económicos más inmediatos. Y era esto lo que la experiencia de 1975-77 venía a mostrar con el lenguaje peculiar de los índices de precios, que todos pueden entender a su manera.

XIX

La impotencia ante los mecanismos económicos inflacionarios, apenas natural en un gobierno de tal modo constituido que mal puede plantearse ninguna acción política digna de este nombre, es decir, ninguna acción que se desprenda de las determinaciones económicas y remodele el cuerpo estratificado de la sociedad de conformidad con metas ideales, acentuó en el presidente López ciertos vicios de carácter, y ello por una lógica comprensible pero no por ello disculpable. Imposibilitado para comportarse como un estadista, López se dedicó a hacer política, en el senti­do más estrecho del término. En una gran maniobra diversionista, promovió una constituyente que ha mantenido agitados a los parti­dos y que tiene apenas el pobre objeto de reformar para después de su gobierno las administraciones locales y la organización de la justicia. Pero sus mayores energías se centraron en otro esfuerzo, menos encomiable aún, y es el estímulo permanente dado desde su gobierno a las peores tendencias de la política parti­dista. Desde el comienzo de este gobierno, hubo un candidato oficial para las elecciones de 1978, Julio César Turbay Ayala, de poco gloriosa trayectoria en las filas del liberalismo. Este político representa como ningún otro, lo que en el lenguaje corriente se denomina la politiquería, por la cual las posiciones públicas se persiguen, no para realizar desde ellas un proyecto social cuyo valor moviliza las propias energías sino, simplemen­te, para ocupar esas posiciones con fines de prestigio y, lo que es más regresivo aun, como medio de acceso a las jerarquías económicas. Esta suerte de prostitución de las ideas y aparatos políticos, resulta prácticamente inevitable cuando el poder estatal, como decíamos, se revela impotente y depone toda misión histórica ante la fuerza inerte de las estructuras económicas. En tales condiciones, nada más lógico que vengan a ocupar la escena y que cobren un impulso arrollador, no ya los que se esfuerzan sin más para alcanzar las posiciones de prestigio, sino incluso los que se apuntan a la instancia más sólida, aquellos que con vulgar ligereza -solidaria de un pobre nivel intelectual- reconocen lo efímero de las glorias políticas al lado de la perpetuidad de los derechos de propiedad. Sirve de soporte a esta última tendencia, la evolución relativamente reciente, que refuerza en el terreno de la economía la presencia de un Estado privado de verdadera iniciativa histórica, presencia que se materializa en un amplio dispositivo de medidas de política económica, generosas en sus estímulos y tibias en sus correctivos para con el capitalismo, así como en la proliferación de las empresas con que el esfuerzo público busca complementar el priva­do. Con el eventual ascenso de la tropa encabezada por Turbay a las posiciones de mando, este Estado productor de capitalistas y dispensador de empleos acentuaría, si cabe más, su pasividad histórica, y el año de 1978 daría comienzo en Colombia, al go­bierno de un equipo humano que a buen seguro no perseguiría otro objetivo que el de sostenerse en sus posiciones y que no tendría por consiguiente otra política que la de atender, en el orden en que se fueran presentando, las presiones de los grupos más fuer­tes.

XX

La sociedad colombiana es una sociedad vieja de siglos, por más que sus mañas y estratificaciones sean a menudo presentadas por los sectores dominantes como defectos transitorios de un proceso de maduración inacabado. Las relaciones de producción capitalis­tas, adoptadas a través de enormes sobresaltos, han venido a prestar un nuevo marco a su antigua conformación oligárquica. La gran mayoría de la población, en parte vinculada de manera direc­ta al sistema económico, y en parte, harto notable, sometida a él por los canales de la circulación mercantil, constituye la mate­ria de una acumulación de capital que el Estado, representante del interés general, acelera por métodos monetarios, todo para la gloria de una clase de capitalistas, que buscan elevarse sin dilaciones a la categoría de ciudadanos del mundo apoyándose para ello sobre los hombros de un pueblo deprimido. El esfuerzo capitalista que otros países pueden vivir como una empresa nacio­nal, carece aquí de todo piso moral, lo que significa que cual­quier persona corriente ve apenas en él el nuevo negocio de las viejas capas dominantes, en el que los costos populares no hacen más que crecer. La falta de piso moral del capitalismo es un hecho central en este cuadro. Surge entonces la perplejidad: si el Estado es formalmente la primera autoridad de la nación, y si el ordenamiento capitalista de las relaciones sociales es para él un valor intocable, objeto por demás de sus desvelos, ¿cómo puede mantenerse el sistema de la democracia política? ¿Cómo puede dejarse que el estado sea constituido por el juego de las libres opiniones y como expresión de la voluntad mayoritaria del pueblo a través del sufragio universal? La democracia política colom­biana, con todo y sus recortes, tiene que ser vista a esta luz como un hecho sorprendente. La perplejidad es aún mayor, si se piensa que la democracia colombiana, por lo menos en el terreno de la lucha política e ideológica, puede incluso permitirse ciertos excesos capaces de enardecer a la Iglesia, al Ejército y otras fuerzas centradas en el problema de la captación social y del orden. La enseñanza de las ciencias sociales en la universi­dad pública, ha sido en buena parte abandonada a los marxistas, cuyos esfuerzos de adoctrinamiento vienen a ser así pagados, mal que bien, por el Estado. El partido comunista funciona legal y públicamente, con sus órganos de propaganda debidamente registra­dos, mientras de otro lado tiene una organización guerrillera que hace incursiones en poblados y que se encuentra en estado de guerra con las fuerzas armadas del país. Los guerrilleros que por fortuna no son muertos en el acto de su captura y que, en las esporádicas pausas del estado de sitio, pasan a la justicia ordinaria, obtienen en más de un caso pronta libertad. Existe una libertad de prensa que, si bien sólo puede ser ejercida por aquellos que están en capacidad de financiarla, alcanza verdade­ros extremos: el presidente de la República es presentado como un hampón y los delitos de los militares y los burgueses son venti­lados sensacionalmente en más de un órgano periodístico. Y a todo esto el sistema parece impertérrito, firme como los mecanis­mos sin dueño. ¿Es qué acaso el uso que se hace de las liberta­des en el terreno de las opiniones y las ideas política, contri­buye a la producción de un caos mental en medio del cual nadie cree que se pueda realizar nada, fuera de denunciar, denostar y escandalizar a la manera de Eumolpo? Es cierto, que de una manera general la libertad formal de las ideas constituye la mayor conquista de la civilización de occidente, y que cualquier política que se proponga dar contenidos substanciales a la liber­tad, vale menos que las órdenes que substituye si su costo es la reglamentación de las conciencias. Pero es también cierto que el libre juego de las ideas políticas tiene que plantear gravísimos interrogantes cuando se revela en gran medida inocuo frente a los males de la existencia social.
Hoy, el mal fundamental de la sociedad colombiana, estriba en los efectos segregacionistas del capitalismo. Este régimen ha acaba­do por repartir en dos grandes campos a la población. El prime­ro, el legal, está compuesto por las gentes integradas económica­mente al establecimiento, que gozan de ingresos regulares y se benefician, aunque sea precariamente, de los servicios sociales más primarios, como los de vivienda, higiene y educación. El segundo se define por sus carencias de todo orden, principalmente de una ocupación y un ingreso regulares, y convierte a cerca de la mitad de la población en excedentaria en relación con la legalidad económica prevaleciente. El vasto conglomerado de los parias, que apenas podría identificarse por el sentimiento común del odio y del resentimiento, carece de figuras propias en el plano de las empresas políticas y de la agitación ideológica. Las luchas de los obreros por el salario y la estabilidad ocupa­cional acentúan más bien el aislamiento de este sector de pobla­ción, y otro tanto hacen los movimientos marxistas que pretenden articular directamente su política con los intereses de los trabajadores. Los marginados no tienen ideas políticas propias y tampoco son representados por nadie. Con relación a ellos, todos los demás grupos sociales están unificados por el miedo. En el terreno más inmediato, los capitalistas y los trabajadores se ven asediados por las oleadas de criminalidad que ascienden de los estratos marginales. La figuración de estos estratos en el escenario de las luchas políticas y sociales, depende de la utilización que se puede hacer de ellos para fines que les son ajenos: como escalón para demagogos y golpistas, como elemento explosivo que aumenta la capacidad de chantaje de los obreros al hacer más temibles sus protestas, en fin, y muy principalmente, como argumento del conservadurismo burgués y pequeño burgués que clama por un gobierno fuerte y disciplinador. Sin ideas y sin fines políticos propios, los marginados, que apenas dan por sí mismos para el motín y para el saqueo, tampoco parecen moviliza­bles para un proyecto político que pretenda modificar el cuadro general de la sociedad y que de esta manera se proponga elevar su existencia. Convocarlos a la escena política, como una vez el liberalismo convocó a los trabajadores del campo y de las ciuda­des, sería un proyecto tan temerario que al lado de él la histo­ria del aprendiz de brujo, aparecería como un juego inocente. Este gran punto muerto de la sociedad política colombiana, esta suerte de concentrado de la descomposición y la impotencia, contamina la vida entera del país y priva de verdadero sentido histórico y humano, y casi de realidad, a todo lo que se mueve en los marcos de la sociedad legal, incluidos los juegos ideológicos de la democracia, la cultura considerada en general así como los más revolucionarios pensamientos. Por más que sea doloroso, hay que decirlo: las ideas pueden circular hoy en Colombia no tanto por un respeto inspirado en los mejores valores de la civiliza­ción, sino porque son inofensivas, porque incapaces de articular­se con la realidad social tienen bloqueado el acceso a la serie­dad.



TRABAJO  11
HACER TRES CONCLUSIONES DE ORDEN PERSONAL CON RELACIÓN AL TEMA ENVIAR AL CORREO ELECTRÓNICO
COSTRUYA UN GRAFICO Y MUESTRE LAS ETAPAS DE TRANSFORMACION DE LA INDUSTRIA Y LA POLITICA EN COLOMBIA  CON  RELACION AL TEXTO

Industrialización y Política Económica 
Jesús Antonio Bejarano 
El proceso de industrialización colombiano y los patrones de acumulación sobre los cuales ha descansado, transcurren de un modo más o menos similar al del resto de los países de América Latina. Pueden distinguirse en este proceso dos etapas: una sustitutiva de importaciones, que si bien se inicia desde los años treinta, adquiere su configuración precisa en la década del cincuenta y mantendrá su carácter estrictamente sustitutivo hasta 1967. La otra, prolongando la etapa anterior, inicia su curso al amparo del estatuto cambiario de 1967 y de la Reforma Constitu­cional de 1968, adquiriendo su cabal realización merced a la favorable coyuntura mundial de comienzos de la década del seten­ta. En esta etapa, la industria colombiana, sin abandonar, como veremos luego, su carácter sustitutivo, apoyará su expansión fundamentalmente sobre la exportación de manufacturas, lo que le permitiría modificar, al menos en parte, las condiciones de acumulación desarrolladas desde los años cincuenta.
Cada una de estas etapas verá aparecer contradicciones específi­cas en ocasiones superables -o cuando menos atenuables- por la política económica, pero casi siempre persistentes, y es justa­mente la persistencia de estas contradicciones, lo que determina­rá el marco general de la intervención estatal en la economía.
La etapa propiamente sustitutiva, definida por una rápida modifi­cación en la composición de la oferta interna industrial, des­arrollará hasta más o menos 1958 la sustitución de bienes de consumo corriente y en alguna medida, la de bienes de consumo durable, para iniciar, a partir de allí, la sustitución de bienes intermedios y de capital, dentro de los límites impuestos por la amplitud y composición del mercado interno.
En efecto, la sustitución de importaciones de bienes de consumo corriente logró profundizarse, apoyándose inicialmente sobre un mercado interno del cual se aprovechaba tanto la demanda esta­blecida y anteriormente cubierta por las manufacturas extranje­ras, como la resultante de la notable expansión del consumo interno durante los años de la segunda posguerra. Esta expan­sión, a su vez, estuvo asociada al crecimiento del empleo en la industria manufacturera y al aumento del volumen total de remune­raciones, pese al descenso de los salarios reales. Por otra parte, la ampliación del mercado iba acompañada de un cambio en la composición del consumo global, que al tiempo que reflejaba los efectos del proceso de urbanización sobre la es­tructura de la demanda interna, se traducía en un aumento de la importancia relativa de la demanda por alimentos elaborados, de la de productos manufacturados no alimenticios y de la de servi­cios, logradas a través de una reducción en la proporción de gastos en alimentos de origen agrícola, aunque no de su volumen absoluto.
La sustitución de bienes intermedios y de capital, por el contra­rio, se verá rápidamente limitada por las dimensiones del mercado interno para bienes finales. Una vez saturado el mercado de bienes de consumo corriente, hacia 1958, la dinámica de la expan­sión industrial y por supuesto, la de la expansión del mercado, comenzó a depender de la ampliación de los sectores de bienes intermedios y de capital a través del consumo productivo que ella implicaba. Sin embargo, la ampliación del mercado por este Camino ocurría de una manera mucho más lenta que antes, toda vez que la base industrial de bienes de consumo final, que determina­ba la amplitud de la sustitución de bienes intermedios y de capital, estaba a su vez limitada por el agotamiento del mercado para sus propios bienes. Es entonces cuando se empieza a hablar de las tendencias al estancamiento y del agotamiento del proceso sustitutivo de importaciones22.
Si en el plano interno las posibilidades de expansión y la confi­guración intrasectorial de la base industrial estaban determina­das por la evolución y características del mercado interno, también estaban determinadas, desde el plano externo, por las fluctuaciones de la capacidad para importar. En efecto, la indus­trialización sustitutiva crea un tipo de vinculación de la econo­mía interna con el mercado mundial de un carácter totalmente distinto al vigente en la segunda mitad del siglo XIX y los primeros treinta años del siglo XX. También en este último período, la suerte de la economía está ligada al sector de expor­tación, pero aquí las fluctuaciones del sector externo actúan sobre la esfera de bienes de consumo ampliando las posibilidades de importación. A partir de la industrialización sustitutiva, tales fluctuaciones recae­rían, no sobre la esfera del consumo, sino sobre la esfera de las inversiones en los sectores de bienes intermedios y de capital, a través de la capacidad para importar. De hecho, en la medida en que la reproducción ampliada del capi­tal pasa a depender por un lado, de los niveles internos de acumulación y por otro, de la posibilidad efectiva de convertir las ganancias en bienes de capital importados, la disponibilidad de divisas no determina en términos absolutos los volúmenes de acumulación, pero decide en todo caso sobre las expansiones o contracciones de la reproducción. Es fácilmente constatable cómo, durante todo el período de industrialización sustitutiva, los auges o recesos de la actividad industrial a corto plazo estuvieron marcados por las fluctuaciones del precio externo del café23.
De este modo, el curso de la industrialización colombiana durante la etapa propiamente sustitutiva, estará determinada tanto por la composición y ritmo de la expansión del mercado como por las fluctuaciones del sector externo en cuanto la economía colombiana está sometida a la importación de bienes de capital, pasando así la producción a depender directamente de la disponibilidad de divisas.
A su vez, esta doble determinación impuesta sobre el aparato productivo conferirá a la economía colombiana un elevado grado de monopolización. En efecto, las restricciones del mercado llevaron tempranamente al sector industrial a una diversificación horizon­tal demasiado extensa que respondía, por supuesto, a la fragmen­tación del mercado. Simultáneamente, la incorporación de tecnolo­gía por parte de las unidades productivas creadas para sustituir la oferta externa, se caracterizaba por un alto grado de mecani­zación respecto a la oferta interna de factores productivos, lo cual se traducía en el montaje de escalas de planta, superiores a la capacidad de absorción de productos por el mercado. Al mismo tiempo, la adopción de estas escalas, por el mayor potencial productivo respecto a las demás preexistentes, les permitiría conformar elevadas barreras de entrada tanto por el inferior nivel de costos de las empresas establecidas con tecnología moderna, como por el tamaño del mercado que convertía las escalas de planta en la principal barrera. A ello debe sumarse la escasez de divisas con relación a los fondos internos de acumulación (lo que conduciría a un racionamiento de las mismas mediante el cual se tendía a no asignar cupos de importación para la ampliación de la capacidad productiva de la industria cuando en ella se presentase capacidad subutilizada), escasez que determinaba que el acceso a ellas se convirtiera en un requisito de penetración al aparato productivo.
Este proceso de monopolización se acentúa notoriamente a partir de la sustitución de bienes intermedios y de capital, ya que, como es obvio, la adopción de tecnología en estos sectores se iniciaba en el punto más alto de la curva de progreso tecnológi­co, al tiempo que la productividad era mucho mayor en las empre­sas que acusaban mayores tamaños. Por otra parte, las caracterís­ticas más visibles de este proceso de monopolización, son el alto grado de estabilidad de las estructuras monopolísticas (se estima que entre 1962 y 1968 la concentración aumentó en un 43.5% de las industrias, en el 17.5% de ellas disminuyó y en el 13% el grado de concentración permaneció constante) y un aumento del grado de concentración a partir del aumento de tamaño de las plantas, más que a través de la aglomeración alrededor de un tamaño determina­do. Ello es así porque al pasar el proceso sustitutivo a la producción de bienes más complejos, no es posible, por considera­ciones puramente tecnológicas, conformar tamaños pequeños (por ejemplo en la refinación de petróleo). Existe entonces un tamaño mínimo posible, y el volumen del merca­do determina el número de establecimientos que han de operar en la industria. Desde esta perspectiva, la monopolización y concentración indus­triales son técnicamente inevitables.
Sin duda, la característica más notable del desarrollo industrial durante esta etapa, es la manera como se desenvuelven las condi­ciones de absorción de mano de obra. La cuestión del empleo, en efecto, no sólo será reveladora del carácter de la acumulación nacional, sino que estará presente como el hecho social más relevante y al que se vinculan, de una u otra forma, la mayoría de los debates sobre la economía colombiana durante la década del sesenta. A mediados de esta década, el informe PREALC apuntaba lo que parecía ser la principal contradicción de la industria colombiana: "La tendencia es de que el sector moderno tiende a ampliar su participación en la industria colombiana en base a las grandes industrias que se están modernizando rápidamente. Este proceso ofrecería, hacia el futuro, un alza sostenida de la productividad; sin embargo, si se mantiene la restricción de un mercado de demanda restringida (sic), este proceso resultará en una decreciente absorción de mano de obra o bien en una pérdida de productividad potencial, debido a la incapacidad de absorción del mercado de manufacturas". Ambas cosas fueron, más o menos, las que ocurrieron. Entre 1953 y 1958, la tasa de crecimiento anual del empleo fabril fue de 3.5%, manteniéndose la misma tasa en promedio para el período 1958-1963. En el quinquenio siguien­te, se había reducido a sólo 1.5%, como consecuencia de la pérdi­da de dinamismo en la producción de bienes de consumo corriente, sector en el cual la tasa de absorción de empleo pasó del 2% entre 1958 y 1963 a sólo 0.8% entre 1963 y 1968. Como consecuen­cia refleja, se vería descender también la absorción en los sectores de bienes intermedios y de capital. Esta pérdida de dinamismo en la generación de empleo era tanto más grave cuanto que la población económicamente activa registraba un elevado crecimiento al tiempo que se acentuaba la descomposición campesi­na.
La creciente incapacidad de absorción de fuerza de trabajo por parte del sector industrial, en el cual, al menos teóricamente, descansaba esta responsabilidad, empezó a reflejarse en un aumen­to de desempleo abierto y del subempleo desde comienzos de la década del sesenta. La tasa de desempleo abierto aumentó de 1.2% en 1951 a 4.9% en 1964 según la información censal y en las cuatro ciudades más grandes se estimaba en 10% en 1963, 10.5% en 1966 y 13% en 1967. El subempleo se sitúa, según el censo de 1964, en 18.8% para el sector primario, el 17.55% para el sector secundario y el 17.18% en el sector terciario. Sin duda, la incapacidad de absorción de mano de obra y su resultado, el desempleo creciente, no eran más que el reflejo de la manera como se conformaba el proceso interno de acumulación de capital24.
En efecto, la expansión del empleo se ve estimulada por la velo­cidad de la acumulación, pero restringida por la forma que ésta asume en cuanto a la absorción del progreso técnico. El creci­miento poblacional constituye apenas un parámetro en la magnitud global del desempleo, lo mismo que la capacidad de la composición técnica del capital, que depende tanto del ritmo de acumulación, como de la tecnología disponible y a la cual, por razones perti­nentes a la maximización de la tasa de ganancia, se ajustan a las escalas de planta y la proporción de factores.
En la medida en que el crecimiento industrial avanzaba sobre una elevada concentración, ello planteaba un primer efecto sobre las tasas de absorción de empleo. El crecimiento de la producción recaía sustancialmente en las empresas grandes (no obstante la subutilización de capacidad), cuya capacidad de absorción era menor, al tiempo que aquellas empresas pequeñas, más "intensivas" en mano de obra, apenas si participaban en el incremento de producción. Si bien el mayor volumen de empleo absoluto descansa­ba sobre la gran empresa, ésta tenía un bajo aumento de empleo mientras que en la pequeña, la absorción era alta, pero la parti­cipación en el volumen absoluto de empleo generado, era demasia­do bajo como para que sus efectos se reflejaran sustancialmente en las tasas totales de absorción.
Por otra parte, los coeficientes del empleo por tamaño de las firmas se caracterizan por ser crecientes a medida que aumenta el tamaño, lo cual significa que los efectos de la expansión produc­tiva sobre el empleo, son contrarrestados por los aumentos de productividad inherentes al aumento del tamaño de las empresas. A su vez, si los incrementos de productividad son incompatibles con el crecimiento del empleo, ello es así porque el crecimiento de la demanda efectiva es menor que el crecimiento de la produc­tividad, por lo que la absorción tecnológica se resuelve en un decrecimiento en el coeficiente de empleo. Dicho de otra manera, dadas las limitaciones del mercado, la acumulación se resolvía toda en progreso técnico, en el que se incorporaban desde el comienzo los avances tecnológicos elaborados para mercados de dimensiones superiores, y casi nada en absorción de empleo25.
Así pues, el desempleo creciente no era más que el resultado de la concentración y de las condiciones de absorción del progreso técnico (subrayemos: no del progreso técnico en sí mismo), frente a un mercado limitado. De este modo, la forma que asumía el proceso de acumulación interna, y el cual teóricamente debía convertirse en un factor de expansión de empleo, se veía amplia­mente contrarrestado por el efecto de contracción que acompaña a la absorción de tecnología. Veremos luego cómo, a partir de 1967, manteniéndose las mismas condiciones de concentración y de tecnología aún más acentuadas, el empleo empieza a crecer al romperse la limitación de la demanda efectiva interna como conse­cuencia de la orientación de la industria hacia el mercado mun­dial.
Si bien el desempleo aparecía como la contradicción más preocu­pante de la economía nacional durante la década del sesenta, aparecía acompañándolo, en parte como su reverso dramático, el segundo gran problema nacional de la década: el problema agrario.
Si bien durante los primeros años de la década del cincuenta, la agricultura se había opuesto al desarrollo industrial en cuanto la insuficiencia en la oferta de materias primas para la indus­tria y la de bienes de consumo para los trabajadores urbanos, hacía que hubiese que desviar recursos hacia la importación de unas y otras, disminuyendo así la disponibilidad de divisas, elevando los costos y de paso, amenazando las ganancias indus­triales a través de las presiones inflacionarias y por tanto, salariales, inherentes a una insuficiencia en la oferta interna de bienes de consumo de origen agrícola, para fines de esta década, el problema había cambiado sustancialmente de sentido. La agricultura comercial acusó un notable desarrollo durante la década del cincuenta, vinculando las áreas planas al cultivo en forma mecanizada y desplazando de ellas a la ganadería extensi­va, lo que si bien reducía las necesidades de importación de bienes agrícolas, planteaba nuevos problemas.
De una parte, el avance de las explotaciones capitalistas en el campo, precipitaba la formación de vastos contingentes de mano de obra que no era absorbida por la industria al mismo ritmo de su expulsión del campo, y de otra, se empezaba a presenciar un creciente distanciamiento entre la agricultura comercial y la agricultura tradicional, distanciamiento que al tiempo que con­vertía en anacrónica la antigua relación latifundio-minifundio,
-perspectiva bajo la cual se miró el problema agrario en las tres décadas anteriores- se reflejaba no sólo en el desarrollo técnico de la agricultura productora de materias primas, sino en un reforzamiento de las características de la agricultura tradicio­nal, tras la cual se empezaba a ocultar la descomposición campe­sina en la forma de subempleo.
Desde luego, el problema agrario asumía muchas características, pero al buscar las causas del crecimiento del desempleo, la burguesía descubría de golpe la relación entre éste y el desarro­llo agrícola.
De hecho, la incapacidad de la industria para absorber producti­vamente la fuerza de trabajo desplazada del campo, se escondía tras la visión del problema agrario, el cual, al menos desde el punto de vista de la burguesía, no era definido ya por la pre­sencia del latifundio o por los efectos económicos de la concen­tración de la propiedad territorial, sino más bien, por la pre­sencia de una agricultura que por su rápido desarrollo conlleva­ba la imposibilidad de retener la fuerza de trabajo en el campo, acelerando con ello el desempleo urbano. Así, en vez de ver el desempleo como la incapacidad del capitalismo para absorber la descomposición campesina, se prefirió ver en ésta, y en la agri­cultura que la provocaba, la causa del desempleo y por supuesto, hacia ella debía apuntar la solución.
Lo que, en efecto, preocupaba a la burguesía de los años sesenta, no era tanto el desarrollo agrícola en cuanto tal, sino el desempleo urbano; Lleras Restrepo, gestor a nombre del partido liberal de la Reforma Agraria a comienzos de la década del sesen­ta, planteaba claramente los términos del problema: "En nuestro concepto -señalaba- lo que verosímilmente presenciará el país en los próximos años, no va a ser una demanda urbana de brazos para industrias y servicios útiles superior a la oferta sino por el contrario, un exceso de esta última sobremanera difícil de absor­ber. En tales condiciones, lo que tienda a vincular a la tierra la población campesina, puede considerarse como social y económi­camente útil, aun en el caso de que en algunos sectores rurales tuviera que prolongarse una economía de simple subsistencia"26.
La Reforma Agraria se convertía pues, para la burguesía, no en una alternativa de resolver lo que la agricultura en el terreno económico, tenía de problemático, sino más bien en una alterna­tiva política de resolver, disimulándolos, los efectos que el desarrollo capitalista tanto de la industria como de la agricul­tura traían consigo.
Las preocupaciones de la burguesía sobre el desarrollo de la economía colombiana girarían, hasta 1967, en torno a estas dos grandes cuestiones: el desempleo y las condiciones de la descom­posición campesina, a los cuales debe añadirse, en un plano de igual significación, la preocupación por los movimientos del comercio exterior y los aspectos inherentes a las limitaciones en la disponibilidad de divisas. Puede decirse que, en lo funda­mental, la estrategia general de la política económica, en cuanto expresó el orden de los asuntos que se consideran relevan­tes, se desenvolverá sobre el terreno propuesto por estos tres grandes problemas. La evolución de los diagnósticos contenidos en los informes de las diferentes misiones internacionales y en los planes de desarrollo dan cuenta -prescindiendo de la exactitud de los mismos diagnósticos en cuanto localicen o no el verdadero orden causal de los problemas- del modo como la burguesía identifica las limitaciones centrales de la economía, de la manera como se impone una interpretación de las relaciones existentes entre los fenómenos más relevantes. Por supuesto, tal identificación responde en último término, a la correlación de fuerzas políti­cas y muestra los intereses de clase que dominan en la formula­ción de la política económica. Más claramente, la evolución de los diagnósticos indicará, sin duda, los desplazamientos y puntos de interés de la burguesía en cada etapa de la industria­lización, al mismo tiempo que dará cuenta de la forma como se abordan las principales contradicciones resultantes del desarro­llo de la economía. Sin embargo, nuestro propósito se limita a señalar el terreno general al que apunta la política económica, prescindiendo, en razón del objeto de este ensayo, del tipo de intereses específicos de clase que la determinan.
Los informes de la década del cincuenta, tanto el de la misión Currie como el de la misión Lebret27, coincidían en que Colom­bia no tenía por entonces problemas de desempleo abierto. Por el contrario subrayaban, como un punto central del diagnóstico, la "irracional" utilización de la tierra en cuanto las llanuras fértiles se ocupaban en la ganadería extensiva, mientras que la mayoría de la población se amontonaba en las laderas en condi­ciones de miseria y de precaria productividad. Esta forma de utilización de la propiedad territorial habría de reflejarse, de un lado, en el divorcio de los dos recursos más abundantes, la tierra y la mano de obra en el sentido en que aquélla no se usaba para explotar productiva­mente la fuerza de trabajo, y de otro lado, en una presión sobre la importancia de materias primas, hecho que, según los informes, era uno de los factores determinantes de los altos costos indus­triales. Coincidían igualmente los informes, en que debía procu­rarse una mejor y más racional utilización de la tierra reuniendo el trabajo asalariado junto con las tierras más aptas, para desarrollar la explotación capitalista del campo.
Como ya indicamos, esta vía de la gran explotación sería el camino que tomaría el desarrollo agrícola, a partir de la década del cincuenta, y ello hacía que para comienzos de la década del sesenta, la cuestión de la "irracional" utilización de la tierra hubiera cedido en importancia, para ser ocupado su lugar por el desempleo como el elemento más problemático de la economía nacio­nal. En efecto, el plan decenal presentado a comienzos de la década, anotaba que: "El hecho que resalta más y el más inquie­tante es de que la cuota de nueva fuerza de trabajo absorbida por la industria fabril sea relativamente escasa frente a la creciente cantidad de gente en busca de empleos remunerativos". Esta baja absorción, atribuida a las deficiencias de la demanda interna, podían solucionarse, en opinión del plan decenal, me­diante una reforma agraria que al tiempo que se constituyera en una alternativa al desempleo, se convirtiera en una forma de elevar los ingresos campesinos permitiendo solucionar en parte las deficiencias de la demanda interna.
Quedaba planteado así, en este diagnóstico, el terreno sobre el que se desarrollarían uno de los debates de mayor trascendencia en cuanto representación de dos concepciones, hasta cierto punto irreconciliables, sobre el carácter y los límites de desarrollo del capitalismo nacional: el debate Lleras-Currie. Debate repre­sentativo porque las posiciones en torno a él indicarían las opciones económicas y políticas con que se enfrentaba la burgue­sía durante los años sesenta.
En último término, lo que estaba en discusión eran las alternati­vas de solución al desempleo. Para Lleras, retener la población en el campo a través de la Reforma Agraria, implicaba no sólo una opción inmediata, sino una particular solución del problema agrario: fortalecer el desarrollo agrícola por la vía de la pequeña propiedad campesina, postura reformista a la que, a la postre, se acogería la burguesía durante toda la década de los sesenta, como veremos luego a propósito de la política agraria.
Currie, por el contrario, optaba por la creación, en el sector urbano, de condiciones para una mayor absorción de mano de obra a través del estímulo a sectores con baja composición técnica del capital. Ello a su vez implicaba resolver el problema agrario por la vía de la gran propiedad y a través del fortalecimiento de empresas agrícolas típicamente capitalistas, acelerando con ello la descomposición campesina, hecho este que aceptaba como el curso normal del desarrollo capitalista, considerándolo incluso como conveniente, pues al ser absorbida productivamente esta descomposición, se ampliaba no sólo la esfera de explotación directa, sino que se lograba incorporar a una vasta población del mercado monetario.
Sin duda, el triunfo de la opción propuesta por Lleras obedecía a que era políticamente más realista que la de Currie: la exacerba­ción de las tensiones sociales en el campo, el temor a que revi­vieran los movimientos campesinos de los años treinta, las inva­siones de tierras que se adelantaron en algunos sitios del país y por supuesto, los temores que producía en la burguesía el ejemplo de la revolución cubana, constituían el marco político que hacía del reformismo agrario una opción políticamente más realista. Demasiado francamente, un parlamentario conservador sabía hacerse eco del sentimiento general de estas palabras: "No quiero ser ave de mal agüero, pero si el próximo congreso no aprueba una reforma agraria, la revolución es inevitable".
El triunfo del reformismo cancelaría el debate (revivido en algunos de sus aspectos durante la década de los setenta), aunque por supuesto, los problemas seguían vigentes. A lo largo de la década del sesenta, los resultados de la Reforma Agraria fueron demasiado precarios. La descomposición campesina seguía avanzan­do y el desempleo urbano acentuándose más alarmantemente aún. Para fines de la década, tanto el plan de desarrollo de la admi­nistración Lleras como el informe de la OIT sobre el empleo, continuaban subrayando el desempleo como el más esencial de los problemas. En estos diagnósticos, sin embargo, y reconociendo hasta cierto punto el fracaso reformista (fracaso en cuanto a solución al desempleo, no por supuesto en cuanto a sus implica­ciones políticas) se acentuaba la solución no ya en la Reforma Agraria, sino en los aumentos de la disponibilidad de capital y de divisas en relación a la mano de obra y en el ortodoxo expe­diente de estimular la incorporación de técnicas intensivas en mano de obra.
La década se cerraría pues, con el desempleo como la cuestión más relevante. Los otros dos limitantes, las deficiencias en la demanda interna y el comportamiento del sector externo, aparecen en los diagnósticos de uno u otro modo vinculados, o bien con el problema agrario o bien con el del empleo. El primero, la deman­da interna, aparecería bajo diferentes niveles de significación y de orden causal, en ocasiones proponiéndose como resultado de la concentración del ingreso o de la propiedad y a veces, como consecuencia de una viciosa propagación de los frutos del progre­so técnico. De cualquier modo, el mercado aparecería vinculado al debate central en cuanto plantearse resolver el desempleo desde el campo o desde los sectores urbanos, significaba también plantearse -y de manera explícita en las opciones indicadas- abrir el mercado interno desde los sectores urbanos o desde el sector agrícola, alternativa que aparecería más claramente postu­lada en los años sesenta. En cuanto al comportamiento del sector externo, o lo que es lo mismo, la escasez de divisas, no había debate posible, pues su solución se determinaba según las posibilidades de corto plazo y se prefirió manejarlo así, como un recurrente problema de coyuntura.
Esta evolución de los diagnósticos, si bien reflejaba un orden de problemas y una particular manera de abordarlos, brindaba apenas un terreno general en el que la política económica se desenvol­vía, a partir del hecho de que tales diagnósticos expresaban las preocupaciones públicas y situaban en lo económico las tensiones políticas resultantes de los problemas reales de la economía nacional. En cuanto a las recomendaciones derivadas de los diagnósticos, resulta sintomático que, salvo una que otra de orden administrativa o la ejecución de algunos proyectos específicos, ninguna de las políticas diseñadas en los planes o en los informes se haya puesto cabalmente en práctica.
En efecto, la política económica tomaba otro curso, a menudo contradictorio con el que señalaban los planes de desarrollo. Ello era así, porque las posibilidades de intervención del estado, si bien crecientemente ampliadas desde 1950, no llegaban a las grandes transformaciones del aparato productivo sino al manejo de variables a lo más sectoriales, a menudo incoherentes, pero que expresaban a su modo los bruscos virajes de las corre­laciones políticas que se movían en torno al Estado. Por su­puesto, estas posibilidades limitadas de intervención, ponían de manifiesto la debilidad del Estado, con relación al orden económico, pero mucho más que eso, mostraban la ausencia de una perspectiva de clase coherente con relación al aparato económi­co.
Podrían distinguirse dos niveles de la política económica: una política de largo plazo, dirigida a estimular la acumulación de capital o a compensar las deficiencias de ésta en el aparato productivo. En este nivel, la política se situaba preferente­mente en el plano agrario y en el monetario y crediticio conjun­tamente con algunos aspectos del sector externo. Un segundo nivel, la política de corto plazo, situada especialmente alrede­dor del sector externo, tendía a producir la estabilización bien fuera corrigiendo, dentro de ciertos límites, los virajes del comercio exterior, fundamentalmente las recurrentes fluctuacio­nes de la balanza de pagos, o efectuando eventuales ajustes en la producción de algunos sectores.
Desde luego, son muchos los aspectos de la política eco-nómica. Nos limitaremos, sin embargo, a las políticas agrarias, moneta­rias y crediticias y del sector externo, considerándolas como los más esenciales frentes de acción de la política económica.
Habíamos indicado cómo, durante la década del cincuenta, lo que aparece como más preocupante en la agricultura es la inadecuada utilización de la propiedad territorial, problema sometido a diferentes propuestas de solución enmarcadas todas sobre lo que Albert Hirschman ha llamado el empleo de las armas fiscales. En efecto, la dirección dominante de la política agraria durante esta década, consiste en aumentar la provisión de alimentos y de materias primas aprovechando los recursos agrarios disponibles, sin que la cuestión del mantenimiento de orden social estuviera determinando tal política. Si hubiéramos de calificarla, diríamos que durante la década del cincuenta, la política agraria era francamente "prusiana", al menos en sus propósitos.
Desde las recomendaciones del informe Currie, el empleo de las armas fiscales se dirigía a inducir aumentos de productividad en las explotaciones agrícolas. Esta propuesta consistía en un gravamen a las tierras que no estuvieran adecuadamente explota­das, a través de un impuesto predial cuya tasa iría aumentando a medida que los rendimientos de las tierras fértiles fuesen menores. Aunque benigna, la propuesta fue recibida con escepti­cismo por las obvias dificultades de evaluar la tierra. El gobierno de Rojas Pinilla decretó, en septiembre de 1953, que se incrementara automáticamente el valor de las tierras con arreglo a un coeficiente igual al del aumento del costo de la vida registrado desde el último avalúo de la tierra. El decreto, más bien divertido, fue contrarrestado a principios de 1954, cuando se dispuso, que a partir de entonces, el avalúo de las tierras rurales se haría por declaración del propietario ante las juntas municipales de catastro, bajo la amenaza, para reprimir la subvaluación, de que el valor declarado se tomaría como base de indemnización por parte del estado en caso de que las tierras fueran expropiadas, posibilidad que nadie tomaba en serio.
La medida, por supuesto, no produjo ningún efecto; pero la crisis del comercio exterior, iniciada en 1954, mostraba que la indus­tria no podía seguir sometida a las importaciones de alimentos y materias primas. Esto condujo al gobierno de la junta militar que sucedió a Rojas Pinilla, a renovar los esfuerzos a fin de fomentar el cultivo de tierras incultas: se obligaba a los pro­pietarios a incluir en su renta gravable un ingreso teórico procedente de sus tierras, después de una clasificación de las mismas según las características físicas de los suelos. Al mismo tiempo, se incentivaba a los terratenientes que realizaran obras de riego y avenamiento, mediante estímulos fiscales de carácter financiero y crediticio. Aún si la presión fiscal para elevar los rendimientos hubiera tenido efectos nulos, en opinión de Hirschman el avance de la modernización agrícola y el aumento de las inversiones en los cultivos comerciales se vio en parte estimulada por estas medidas28.
En los comienzos del Frente Nacional, se hizo una última tentati­va para emplear las armas fiscales. Manteniendo la misma línea del decreto anterior, se hacían más rigurosos los requisitos del cultivo de tierras; sin embargo, ya para entonces las condicio­nes económicas y políticas empezaban a cambiar, urgiendo las reformas, tal como lo veía el presidente Lleras Camargo al adver­tir las alternativas de la política agraria: "o la distribución a mano fuerte de la riqueza territorial, con la natural violencia que ello provoca, o la paciente continuada e inflexible acción estatal por medio de impuestos que van convirtiendo la tierra en un instrumentos de producción cuya tenencia se justifica económicamente por la renta que produce. En esa alternativa, los colombianos no deberían vacilar y estoy seguro de que no vacila­rán". Quizás lo que el presidente no entendía, era que si bien el problema continuaba vigente, los términos en que él lo plan­taba eran falsos: además de la utilización de la tierra, asunto solucionable por la vía fiscal, estaban otros, como la precipita­ción del desempleo urbano y la agudización de los conflictos sociales en el campo, que exigían, como contrapartida, concesio­nes de clase y por tanto, soluciones ya no fiscales sino políti­cas.
El viraje hacia el reformismo, tal vez demasiado radical frente a las tendencias anteriores, estaba determinado, más que por el fracaso de la vía fiscal, por las presiones sociales ya indica­das, que no admitían soluciones de orden técnico.
La Ley 135 de Reforma Agraria, que pretendía encaminar el des­arrollo agrícola por la vía de la mediana propiedad, aspiraba no sólo a amortiguar los riesgos políticos vigentes, sino a resolver en el plano económico las limitaciones del desarrollo capitalista. En opinión de Lleras Restrepo, el proceso de industrialización se veía amenazado por la estrechez del mercado interior de manufac­turas, la cual a su vez provenía fundamentalmente de los bajos ingresos campesinos. La distribución de la propiedad debía pues resolver la concentración de los ingresos, ampliando con ello el mercado de manufacturas. Por otra parte, la Reforma Agraria debía compensar los efectos de la penetración del capital al campo frenando el proceso migratorio, mediante la creación de empleos en las áreas rurales.
La alternativa que Lleras Restrepo planteó para el desarrollo de la agricultura la resume él mismo así: "No me seduce la perspec­tiva del gran capitalismo agrario, necesario sin duda en ciertas ramas, pero cuya generalización engendraría un estado social de características insoportables... más que un país de peones, Colombia debe ser un país de propietarios. En un país de gran­des empresas agrícolas explotadas por medio de asalariados, la oposición de intereses entre el trabajador y el propietario tiende a volverse cada vez más aguda".
El fracaso práctico de la Reforma Agraria, ponía en evidencia que la agricultura colombiana se enrutaba por el fortalecimiento y desarrollo de la gran propiedad capitalista continuando las tendencias de la década del cincuenta. A ello contribuía, más silenciosamente que la ley agraria, la política financiera y crediticia del estado que al mismo tiempo que proclamaba la distribución, se encargaba de financiar el desarrollo de la gran propiedad y de estimular el desarrollo técnico del campo. La política monetaria, encargada de acelerar el proceso de acumula­ción, se convertiría en el mecanismo fundamental de la política de financiación principalmente del sector agropecuario sin descartar su acción sobre otras esferas productivas.
Desde 1950, la política monetaria colombiana abandonó los tradi­cionales papeles de controlar la expansión primaria de dinero, de manejar las reservas internacionales y de mantener la estabilidad de precios, para convertirse, aún a costa del desbordamiento de los medios de pago, en el principal instrumento de manejo finan­ciero de la economía. En efecto, desde entonces se otorgaron al banco Emisor amplias facultades para realizar "una política de crédito y de cambios encaminada a estimular condiciones propicias al desarrollo ordenado de la economía", según reza el decreto de modificación de funciones del Banco de la República en 1951.
A partir de este papel, definido en el Decreto 756 de 1951, el Banco Emisor se encargaría de la regulación de los cupos de crédito al sistema bancario, del manejo discrecional de los encajes sin esperar los trámites legislativos, de disponer de tasas de interés del sistema bancario para aquellas obligaciones que pudieran ser descontadas en el Banco Emisor y de la amplia­ción de los cupos de crédito del gobierno, y además del manejo de las emisiones monetarias. El manejo financiero de la economía quedaría pues centralizado institucionalmente en el Banco de la República.
Esta centralización permitiría, en primer término, acentuar la orientación de los créditos hacia el financiamiento de mediano y largo plazo. La Ley 26 de 1959, establece la obligación, para los bancos oficiales, de destinar el 15% de los depósitos a la vista y a término al fomento del sector agropecuario y en 1963 se establece el encaje legal reducido para aquellos bancos que exhibieran un 30% de su cartera en créditos de fomento. Del mismo modo, se estableció para el sistema bancario un régimen de inversiones forzosas en bonos y otras obligaciones en la Caja Agraria, el Fondo Financiero Agrario, en cédulas del Banco Cen­tral Hipotecario y en acciones del Banco de la República.
Del mismo modo que el manejo de los encajes, encaminados a diri­gir a los créditos de fomento y no al control monetario, la política de redescuentos del Banco Emisor se encaminó al mismo propósito; las concesiones de cupos y tasas de redescuentos se fijaban con el criterio de facilitar los recursos del crédito para determinadas actividades. Como quiera que las tasas de redescuentos fueron siempre inferiores a las tasas de interés, el sistema bancario obtenía una ganancia por el hecho de hacer una operación contable, lo cual conducía a utilizar casi permanente­mente la totalidad del cupo de redescuentos, ya que éste no era utilizado como un recurso transitorio para cubrir bajas tempora­les con los depósitos, sino como un recurso permanente para aumentar las ganancias sobre el capital invertido en la activi­dad bancaria.
Indudablemente, esta orientación de la política monetaria venía a compensar la inexistencia, o cuando menos la debilidad, del mercado de capitales, financiando la formación de capital no con base en el ahorro privado, sino con base a los depósitos a la vista, y a la expansión de los medios de pago. Ello dio como resulta­do, en el plano de las operaciones del capital financiero, no sólo una alta concentración del crédito, fenómeno visible sobre todo en el sector agrícola sino la aparición y rápido fortaleci­miento de intermediarios financieros especializados en el crédi­to a mediano y a largo plazo, tanto para el sector agropecuario como para el industrial, al tiempo que se reducían los recursos de crédito de corto plazo obligando sobre todo a la pequeña industria a recurrir al mercado extrabancario para financiar el capital de trabajo.
Además de estimular por la vía del crédito la formación de capi­tal (especialmente en el sector agropecuario), la política mone­taria se encargaría de estimular las condiciones de acumulación por la vía inflacionaria promovida por la expansión de los medios de pago inherentes al mismo carácter de la política monetaria.
La inflación, en efecto, si bien no fue, al menos hasta 1970, demasiado severa si se la compara con la de otros países de América Latina (sólo durante tres años de período 1950-1970, superó el 20% manteniéndose durante los restantes entre el 10% y el 20% de incluso en algunos años con tasas inferiores al 10%), no se constituye en todo caso, en un resultado indeseado e impre­visto de la política monetaria, sino más bien en un deliberado propósito de adecuar el aparato productivo a las condiciones de sustitución de importaciones, convirtiéndola, conforme a las teorías entonces en boga, en un instrumento de desarrollo, aspecto que algún ministro sintetizó en la fórmula del "ideal de la vida cara".
Se pensaba, en efecto, a partir de un Keynesianismo extremo, que el proceso inflacionario debía revertir en una mayor utilización de la capacidad productiva del país, toda vez que con ello se presionaba hacia arriba la demanda. La vieja tesis de inflación con pleno empleo cobraba aquí toda su vigencia.
Tal como aparece más o menos explícitamente en las consideracio­nes de entonces sobre la política monetaria, la contribución del proceso inflacionario a la acumulación de capital se lograba de varios modos. Después de 1958, cuando el desaceleramiento de la economía amena­zaba las tasas de ganancia y el ritmo de las inversiones produc­tivas, los ascensos de precios, al aumentar los rendimientos monetarios del capital, compensan parcialmente los efectos de la contracción económica. De otro lado, la inflación contribuiría (tesis sostenida en Colombia desde el informe Currie en 1950) a incrementar la formación de capital en cuanto estimulaba el ahorro forzoso a través de las transferencias de los perceptores de ingreso fijo hacia los sectores en procesos de capitalización, aumentando así la proporción ahorrada del ingreso nacional total.
También la inflación contribuía a la acumulación, acaso de un modo no previsto, adecuando los perfiles de la demanda global a las condiciones en que se desarrollaba el aparato productivo, en dos sentidos más o menos complementarios y casi obvios: de un lado, la propia dinamización de esta última demanda, de la que dependería la continuidad del crecimiento, debía provenir de un fortalecimiento de los ingresos de los sectores medios y altos, a costa de los ingresos del grueso de la población consumidora de la producción masiva. En otro sentido, la reducción del gasto interno de consumo de la población consumidora de la producción masiva. En otro sentido, la reducción del gasto interno de consumo para compensar las necesidades de importación de bienes de capital, se lograba a través de la comprensión del ingreso real de los asalariados. Así, la inflación se encargaba de adecuar los patrones de gastos del ingreso, a las modalidades de inversión y también a dinamizar la demanda de bienes durables haciéndola corresponder con la estructura productiva industrial centrada particularmente en este tipo de bienes.
Así pues, la política monetaria enfrentaba la lentitud del proce­so de acumulación y llenaba los vacíos que éste creaba dentro del aparato productivo, no sólo subsidiando, y hasta cierto punto forzando, la formación de capital sino ajustando, en la medida en que ello era posible, las condiciones de circulación a los patrones de la acumulación industrial.
La política del sector externo se encargaría a su turno, de esta­bilizar, dentro de los límites impuestos por el propio poder del estado sobre la economía, estos patrones de acumulación.
No es difícil ver cómo, en lo fundamental, la política de corto plazo con relación al sector externo ha estado encaminada a moderar los efectos de sus fluctuaciones sobre la economía inter­na. Desde la posguerra hasta 1954, período de auge en los pre­cios internacionales del café, la política de comercio exterior y de cambios, se tradujo sin más restricciones en una marcada liberación de importaciones y en la reducción radical de los tipos múltiples de cambio. El subsiguiente descenso de los pre­cios llevó a reducir drásticamente las importaciones y a esta­blecer una política de estabilización a través de un nuevo régi­men cambiario de certificados, mediante los cuales se transaban la mayor parte de las operaciones del comercio exterior, y de un fondo de regulación cambiaria con el fin de evitar las fluctua­ciones bruscas del comercio de divisas y de controlar su utiliza­ción. De nuevo en 1959 se presenta, al unísono con la mejoría en los precios del café, una mayor liberación de importaciones y una expansión del gasto público. Sin embargo, en este período 1959-1962, se establecen nuevos instrumentos de política: se inicia la retención cafetera consiguiendo regularizar los pagos en el exterior y financiar sin presiones inflacionarias parte de los gastos públicos. Se logra reducir la adquisición pública de los excedentes no exportados de café y se dispone que los impor­tadores que han acumulado deudas en moneda extranjera pagarán en moneda nacional sus obligaciones encargándose el estado de los pagos al exterior.
Entre 1962 y 1967 el sector externo se desenvuelve en ciclos muy cortos y la política se vuelve oscilante, recurriendo bien a la devaluación, bien a medidas para reglamentar las exportaciones liberándolas o restringiéndolas, o bien ampliando el sistema de cambios múltiples o reajustando los aranceles. Quienes se han ocupado del tema, coinciden en señalar el carácter incoherente y cortoplacista (de "tira y afloja" según la conveniente expresión de la CEPAL) de la política del sector externo. Sin embargo, podía ser de otra manera y su carácter oscilante reflejaba bien el papel que desempeña y el tipo de ajuste que quiere producir, ordenando las medidas según la dirección de la coyuntura por la que atraviesa el sector externo, restringiendo o liberando las importaciones según la disponibilidad de divisas, salvando los desequilibrios que esto conlleva en el plano interno mediante el financiamiento externo que se encarga de mantener el ritmo de gastos públicos y preservando la liquidez en divisas para el aparato productivo, evitando presiones inflacionarias desde el sector externo, las cuales conllevan efectos obviamente diferentes a las surgidas de la política monetaria.
No obstante, mirada en perspectiva la política del sector exter­no, se ve en ella la consecuencia progresiva de la unidad en los instrumentos y en los propósitos, particularmente en lo que hace al control del fondo de divisas y al establecimiento de mecanis­mos de racionamiento y asignación de las divisas según las prio­ridades sectoriales.
Sin duda, ha sido en el manejo cambiario donde esta unidad ha sido mejor lograda. De hecho, el manejo de la tasa de cambio se convirtió, no sólo en el elemento más importante de la estabili­zación, sino en el eje principal de la política de protección a la industria relegando a un segundo plano la política arancela­ria. En efecto, después de la segunda guerra mundial, la protec­ción no se efectuó en lo fundamental a través del manejo arance­lario, sino a través de restricciones cuantitativas a las impor­taciones, como resultado de los desequilibrios en la balanza de pagos, ya que el arancel perdió su efectividad al implicar un nivel de protección menor que el proveniente de las restricciones cuantitativas.
Desde 1950 más o menos, se mantuvo en Colombia el sistema de tasa de cambio fija modificada por una devaluación al sobrevenir un desequilibrio, política que se mantuvo hasta 1967 año en que se cambió este sistema por una tasa de cambio flotante o variable. Aparte de los efectos del sistema en cuanto la corrección del nivel de la tasa de cambio por la devaluación, provocaba bruscas fluctuaciones en los ingresos ordinarios del estado, en los subsidios a las exportaciones y a la demanda por bienes domésti­cos competidores de las importaciones, tenía el mérito de sobre­valuar el tipo de cambio, subsidiando así la formación de capital a través del abaratamiento progresivo de los bienes de capital importados. A su turno, la política de la tasa de cambio fija debía necesariamente complementarse con un doble mecanismo: de un lado, con restricciones cuantitativas a las importaciones, racio­nando las divisas a discreción de las autoridades cambiarias y no a través de un sistema de precios y de otros, con el estableci­miento de un sistema de tipos múltiples de cambio tendiente a compatibilizar el control de las importaciones con los efectos de la devaluación sobre las exportaciones.
El manejo específico de estos instrumentos complementarios, estuvo afectado permanentemente no sólo por las fluctuaciones del sector externo, sino por presiones de sectores de la burguesía, por presiones surgidas de acontecimientos políticos generales, y por parte de acreedores internacionales, principalmente el Fondo Monetario Internacional, el Banco Internacional de Reconstruccio­nes y Fomento y el gobierno de los Estados Unidos.
El principal mecanismo de restricciones cuantitativas fue el establecimiento de licencias de importación y de cambio con base en la disponibilidad de divisas real y esperada. Este sistema permitió racionar efectivamente las divisas en función de los requerimientos del desarrollo industrial, asignándolas a los sectores que se consideran prioritarios y controlando la eficien­cia industrial negando la asignación allí donde existiera exceso de capacidad instalada. El otro mecanismo de restricciones cuantitativas, los depósitos previos a la importación, aunque introducido para tal efecto, se utiliza extensamente como un instrumento de política monetaria en cuanto es el único capaz de contrarrestar rápidamente una expansión monetaria excesiva.
En resumen, la política del sector externo, si bien atenuaba los efectos de las fluctuaciones de éste y en tal sentido era una política estabilizadora de corto plazo, apuntaba también a compa­tibilizar los requerimientos de importación y el racionamiento de las divisas con la defensa de los ingresos por exportaciones y la estabilidad de precios.
Vista en conjunto, la política económica del período de la indus­trialización sustitutiva de importaciones correspondía, en la medida en que las contradicciones generadas por el proceso indus­trial fueran superables o cuando menos corregibles, a subsanar parcialmente las deficiencias del proceso de acumulación. Es claro que la limitación más importante, la incapacidad de la industria para absorber productivamente la fuerza de trabajo, y su otra cara, el efecto explosivo de la descomposición campesina, escapaban en lo esencial a la acción de la política económica quedándose por lo tanto en el terreno del discurso político. En la medida en que las causas de tales limitaciones surgían de la propia estructura industrial, enfrentarlas eficazmente hubiera significado subvertir por entero los patrones de acumulación.
En cuanto a las limitaciones inherentes no a los patrones sino a los volúmenes de acumulación, resultantes tanto de la determina­ción del sector externo sobre la economía interna como de las condiciones de inversión interna, era posible, por supuesto, dentro de los límites impuestos por la debilidad del Estado frente al aparato económico, abordarlas a través de las políticas monetarias y de comercio exterior.
Así, la política monetaria se encarga de estimular la formación del capital y la inversión dentro del aparato productivo creando condiciones para el mantenimiento de la tasa de ganancias y al mismo tiempo acelerando por la vía del crédito, el desarrollo de la agricultura capitalista. De otro lado, a través de la inflación deliberadamente promovida, ajusta las condiciones de circulación adecuando tanto el volumen como la composición de la demanda global al carácter del aparato productivo.
En cuanto la reproducción industrial resulta determinada en sus movimientos cíclicos por la disponibilidad de divisas, la políti­ca de comercio exterior se centrará en la estabilización de estos movimientos, caracterizándose desde este ángulo por su acción a corto plazo. Del mismo modo, los mecanismos selectivos de impor­taciones se encargarán del racionamiento de divisas y de compati­bilizar el manejo de las importaciones con la estabilidad interna de precios y el ritmo de las exportaciones.
Las limitaciones que persisten, fundamentalmente las surgidas de las restricciones de la demanda efectiva y en alguna medida los resultantes de la disponibilidad de divisas, se intentará resol­ver, desde 1967 a partir de la exportación de manufacturas. Pero mucho más que la continuidad del modelo sustitutivo garantizada por el estatuto cambiario de 1967, lo que se inauguró con este, fue un nuevo curso de la economía colombiana, al menos como propósito de la política económica. Veremos esto en seguida.
Desde le expedición del Estatuto Cambiario de 1967, la política económica anuncia la inauguración de un nuevo curso de la econo­mía colombiana. Carlos Díaz Alejandro ha calificado, en una expresión precisa, las nuevas orientaciones de la política económica como el cambio de una política de sustitución de importacio­nes a una de promoción de exportaciones. Ello implica que el peso fundamental del conjunto de la acción estatal se dirigirá en adelante a promover las exportaciones y su diversificación, tanto buscando la penetración de mercados externos, como creando las condiciones internas necesarias para que la economía nacional adquiera posibilidades competitivas en el mercado mundial. Esto supone, a su vez, que las contradicciones creadas en torno a la política del sector externo se resolverán a favor de las exporta­ciones, ajustando a ellas el manejo de las importaciones y no como en la etapa anterior, en la cual se resolvían los conflictos a partir de las importaciones compatibilizando éstas en lo posi­ble con las exportaciones. Así pues, todo el marco de la políti­ca del sector externo y de sus instrumentos, sufrirán un viraje radical a partir de la promoción de exportaciones sustentada en el estatuto cambiario.
Por lo demás, es evidente que esta nueva orientación intentaba resolver al menos dos de las limitaciones de la economía colom­biana: la insuficiencia del mercado internacional, volcando la capacidad productiva hacia el mercado mundial y la disponibilidad de divisas haciendo que la industria se ganara en el exterior las necesarias para su reproducción y ampliación internas. La viabi­lidad de este modelo y las limitaciones que en lo interno pudiera efectivamente resolver, no dependería solamente de la política económica (la cual opera sólo como una condición necesaria pero no suficiente) sino, como veremos luego, de la profundización del desarrollo industrial interno, y sobre todo de los movimientos del mercado mundial.
Hasta 1967 las exportaciones se habían consolidado en torno al café y la diversificación y promoción de exportaciones distintas se sustentaban a medias sobre un precario andamiaje institucional (la junta y la superintendencia de comercio exterior y el servi­cio diplomático) sobre mercados relativamente limitados y sobre algunas medidas de orden fiscal. La junta militar que sucedió al gobierno de Rojas Pinilla, había instituido el llamado "Plan Vallejo", destinado inicialmente a estimular la transformación de materias primas importadas para luego exportarlas. En cuanto a los estímulos fiscales (Ley 81 de 1960), se estableció una exención total a la renta liquida prove­niente de exportaciones estimada en 40% del valor de las ventas brutas de los productos exportados.
Si bien las exportaciones distintas al café lograron un creci­miento relativamente significativo, hasta 1966-1969 representaban sólo el 28% de las exportaciones totales, porcentaje en el cual el mayor peso lo tenían los productos agrícolas. Aun así, se logró no sólo una relativamente mayor independencia del fondo de divisas respecto de las fluctuaciones del precio del café, sino una diversificación de los mercados perdiendo importancia relati­va en el total de exportaciones el Mercado Norteamericano. Sin embargo, en lo esencial, la proporción de la oferta interna destinada a las exportaciones continuaba siendo insignificante en relación a la destinada al mercado interno, lo cual hacía que la expansión de las exportaciones nuevas siguiera estando deter­minada por las condiciones de la oferta interna y no tanto por la demanda mundial.
La estrategia exportadora plasmada en el estatuto cambiario, más que crear modificaciones parciales en la promoción de exporta­ciones, intenta dirigir las condiciones productivas hacia la exportación, desplazando los recursos de capital desde las acti­vidades de sustitución de importaciones hacia los sectores exportadores, mediante un cambio en las condiciones de generación de la ganancia. Dicho de otra manera, apunta a convertir los sectores exportadores en sectores de punta de la acumulación.
En primer término, se modificó el incentivo fiscal a la exporta­ción reemplazando el existente por el certificado de abono tribu­tario (CAT), el cual se emite por un 15% del valor de venta de las exportaciones, el portador y como instrumento negociable en el mercado. Contabilizando las operaciones permisibles con el CAT, esto significa un subsidio neto a la exportación entre el 13.7 y el 18.3% y suponiendo una rotación del capital de dos veces por año, un incremento en la tasa de ganancia del orden del 35 al 40%.
Por otra parte, se amplió el "Plan Vallejo", cuya operancia era limitada a las industrias que ya habían realizado exportaciones impidiendo así la apertura de nuevos mercados, aparte de que por carácter de sistema de "admisión temporal", no recaía sobre las exportaciones nuevas de productos no manufacturados. La amplia­ción cobija a aquellos que exporten por segunda o tercera vez y funciona sobre la base de que una vez realizada la exportación, se pueden reclamar las ventajas para la nueva importación de materias primas a ser transformadas.
En cuanto a la política cambiaria, se eliminó la tasa fija para seguir un ajuste gradual del tipo de cambio mediante pequeñas devaluaciones sucesivas (frecuentemente diarias), que reflejaban mejor el movimiento de los costos internos y permitían un manejo más flexible de la tasa efectiva de cambio real para estimular, las exportaciones, sin los efectos traumáticos de una brusca devaluación. Se nota aquí un cambio esencial en cuanto dejan de subsidiarse las importaciones con la sobrevaluación cambiaria, para favorecer persistentemente las exportaciones con las deva­luaciones graduales.
En cuanto la estrategia exportadora debía fundamentarse en parte sobre la penetración del capital extranjero (veremos esto más adelante), el estatuto cambiario intentó ajustar las condiciones de esta penetración, tanto en lo que hace a la incorporación de tecnología, como a los efectos de repatriación de utilidades sobre la disponibilidad de divisas. Hasta 1967, las inversiones extranjeras, no estaban sometidas a mayores controles con rela­ción a la política cambiaria. El estatuto de control de cambios fijaría, además de incentivos especiales a los inversionistas vinculados a la actividad exportadora, un control a la forma de inversión (en bienes de capital, en materias primas en divisas o en reinversión de utilidades) en función de los efectos esperados sobre el aparato económico. En segundo lugar, se regula la remisión de utilidades fijándola en un tope del 14% y se contro­lan las salidas por regalías, licencias, etcétera.
En cuanto al andamiaje constitucional, habría que mencionar la creación del Fondo de Promoción de Exportaciones, la de un seguro a las exportaciones, el ingreso al Pacto Andino y el estableci­miento de puertos libres, es decir, un sistema administrativo que permite la rígida intervención del estado en la actividad expor­tadora. En este mismo orden, se reorganizó el sistema de crédito a la exportación mediante los reintegros anticipados, sistema mediante el cual los exportadores potenciales toman en calidad de préstamo (con tasa de interés por debajo de las vigentes en el mercado bancario) sumas en moneda extranjera y pagan estos prés­tamos con los ingresos provenientes de las exportaciones.
Hemos advertido ya que si bien los cambios en la orientación de la política económica eran un requisito necesario, ello no era suficiente para la expansión de las exportaciones. De un lado, era también necesaria una profundización del desarrollo indus­trial en el sentido de generar escalas de planta que permitieran las exportaciones industriales con menores costos, de adoptar progresivamente una tecnología que garantizase condiciones de competitividad en el mercado mundial, de la consolidación de la concentración y centralización del capital y de una penetración más intensa del capital extranjero, es decir, el desarrollo de condiciones internas que permitieran explotar efectivamente las ventajas competitivas existentes, particularmente el diferencial salarial y la productividad y bajos salarios en las ramas produc­tivas de materias primas para los productos exportables.
En efecto, si se quería someter el desarrollo industrial sobre las exportaciones no simplemente como el efecto marginal de una coyuntura favorable, sino como el efecto de la organización del aparato productivo encaminado a exportar, ello debía darse sobre condiciones internas particulares. Si bien la industria opera en lo interno bajo condiciones monopolísticas, se enfrenta al merca­do mundial en condiciones casi de competencia, lo que se traduce en ganancias decrecientes y bajo tales condiciones, la exporta­ción ocurrirá en términos de un excedente marginal después de cubrir el mercado interno y sólo cuando el exceso de capacidad sea tal que una mayor utilización implique costos marginales inferiores al beneficio marginal decreciente en el mercado mun­dial. Distinto es el caso cuando, tanto la organización de la industrial como la utilización de la capacidad se programan con miras al mercado externo, ya que la expansión productiva no está ligada a ganancias marginales sino, en la mayoría de los casos a un beneficio superior a la medida nacional.
En tal sentido, las condiciones previas ya indicadas, que se habían consolidado parcialmente a partir de la década del sesen­ta, serían fortalecidas a nivel de la ganancia por la política económica, que no haría más que apoyar las condiciones internas y provocar mediante una modificación en la relación ganancia inter­na-ganancia externa, el viraje exportador.
Pero por otro lado, la viabilidad de las exportaciones dependería sustancialmente de la coyuntura mundial que hacia 1970 empieza a mostrar sus efectos favorables sobre la economía colombiana. Apoyada sobre la política económica y sobre las posibilidades internas ya creadas, la industria colombiana, aprovecharía cabalmente los ascensos de precios resultantes de la expansión del mercado mundial, situación que se mantendría hasta 1974.
Entre 1970 y 1974, las exportaciones colombianas de manufacturas crecieron de 93,8 millones de dólares a 526.1 millones, es decir, un crecimiento del 503.5% para tasas medias anuales superiores al 100%.  Para 1974, las exportaciones distintas al café representaron el 55% del total, mientras que las de éste habían descendido a sólo el 43% y las de petróleo al 5%. Dentro de estas exportaciones nuevas, las de origen industrial representaban el 62.6% (27.4% semimanufacturas y 35.2% manufacturados) y el 37.4% estaban constituidas por productos básicos.
Más importante que la participación industrial en el total de las exportaciones (lo que en todo caso indica que efectivamente la industria se estaba ganando las divisas necesarias para su pro­ducción), es la participación de las exportaciones manufactureras dentro del total de la oferta industrial, pues ello indicará cómo las modificaciones en la esfera de la realización van a permitir a la industria superar, al menos por un breve período, las limi­taciones de la década anterior.
Algunas estimaciones sugieren que ya en 1970 las exportaciones representaban el 3.4% del valor de la producción bruta indus­trial, mientras que en 1974 representaban el 9.1% de la misma producción. En algunos renglones manufactureros cuyo peso es significativo en el conjunto de la estructura industrial, el mercado mundial representa una importante participación en el total de ventas: un 24% para los textiles, un 30% para las con­fecciones, un 40% para la producción de calzado, un 13.8% para las sustancias químicas industriales, un 49.5% para muebles y accesorios, un 15.3% para productos metálicos y maquinaria no eléctrica y un 9.4% para alimentos, para no mencionar sino las ramas más importantes del sector manufacturero.
Importa destacar en esta expansión de las exportaciones el papel jugado por la inversión extranjera. Sin duda, y en cuanto las empresas extranjeras puedan penetrar más fácilmente los mercados de exportación, cuentan con amplias facilidades financieras, con una tecnología más ajustada a las exigencias del mercado mundial y con escalas de planta superiores a las de las industrias nacio­nales, la estrategia exportadora debía sustentarse en buena parte sobre las actividades de las corporaciones multinacionales. En este sentido, la promoción de exportaciones coincide con los intereses del capital extranjero y lo convierte en el elementos principal de penetración al mercado mundial. Las empresas con inversión extranjera directa participan, tomado el conjunto de las actividades exportadoras del sector industrial colombiano, en 50. 6% y si se excluye la rama de alimentos, en un 61.94%. Por otra parte, en las ramas exportadoras más dinámicas, para 1974 las empresas extranjeras participan en el mercado en el 66% de las exportaciones totales de textiles, en el 89.9% de las de productos químicos, en el 96.7% de asbesto, cemento, etc.29.
Al resolver las limitaciones impuestas por el mercado interno, la orientación de la industria hacia las exportaciones no podía menos que reflejarse en el crecimiento del conjunto de la econo­mía y en un auge sin precedentes de la acumulación. El PIB total, creció después de 1970 a tasas cercanas o superiores al 9% y el PIB industrial, alrededor del 6.5%, al tiempo que se presencia una notable recuperación de la agricultura.
La limitación más importante, la capacidad de absorción de empleo de la industria, modificaría sustancialmente las tendencias de la década anterior. En 1971 la absorción era del 6.2%, en 1972 del 8.4% y en 1973 se sostenía en 7.6% mientras que la fuerza laboral crecía al 3.8%. En sólo tres años se crearon tantos o más em­pleos que en la década anterior, lo cual si bien no resolvió el problema del desempleo, como veremos luego, mostraba al menos cómo, a despecho de la elevada tecnología de las empresas expor­tadoras, de su carácter monopólico, de su elevada intensidad de capital etc., la ampliación de la esfera de realización permitía una mayor absorción resultante de un mayor dinamismo de la acumu­lación.
Este dinamismo va acompañado de algunas modificaciones en el interior del sector industrial. Por una parte, un cambio en la posición relativa de las ramas industriales, adquiriendo una mayor importancia los sectores más vinculados a las exportacio­nes, particularmente textiles y química, por otra parte, una mayor dinámica y un mayor peso absoluto de los sectores producto­res de bienes intermedios (en 1976 el 58.1% de las exportaciones nuevas son bienes intermedios, el 35% bienes de consumo y el 6.8% bienes de capital), para los cuales la demanda final interna no representa ya una limitación. También son significativos de estos cambios internos un notorio crecimiento de los tamaños promedios de planta, un considerable incremento del grado de concentración y una acelerada tecnificación en la mayoría de las ramas industriales.
Ahora bien, al tiempo que avanza la acumulación y se modifica internamente la composición de la industria van apareciendo nuevos elementos en los patrones de acumulación que van a confi­gurar el campo de acción de la política económica desde 1970. De una parte, un notable deterioro de los salarios reales, que para 1975, se habían reducido en 25.6% con relación a los niveles existentes en 1970. Esta contracción de los salarios, necesaria para mantener la competitividad internacional, es compensada en el plano de la demanda interna con el aumento del volumen total del empleo y por tanto de remuneraciones. De otra parte, el igualmente necesario aumento de la tasa de explotación, se produ­ce no sólo por el deterioro de los salarios agudizado por una represión sindical sin precedentes, sino por un aumento en la productividad de los sectores productores de bienes-salario, fundamentalmente en la agricultura aspecto en el que se concen­trará, como veremos luego, la política agraria.
Además, se presencia una reorientación de la actividad económica estatal tendiente a crear economías externas en el plano produc­tivo y financiero favorables a la nueva dinámica de la acumula­ción. Apertura de mercados externos estables, mecanismos finan­cieros para acelerar las tasas de rotación del capital, fortale­cimiento de los ingresos estatales, coerciones tributarias encaminadas a incrementar la eficiencia productivo etc., aspec­tos en los que nos detendremos más tarde a propósito de la política económica.
El auge de la acumulación se vería frenado a partir de 1974, prolongándose en buena parte hasta 1976, como consecuencia de la contracción de los mercados mundiales, ocasionando una aguda recesión cuyos síntomas empiezan a manifestarse en el segundo semestre de 197430.
Si el auge ponía en evidencia las virtudes de la estrategia exportadora, la recesión haría lo mismo con sus debilidades. En efecto, en la medida en que el auge se vinculaba al mercado mundial, una contracción de ésta indicaría la inestabilidad a que se ve sometido el aparato económico colombiano. Durante la sustitución de importaciones, una fluctuación del sector externo comprometía ciertamente la inversión, pero ello se podía compen­sar, en parte, bien con una reglamentación del uso de las divi­sas, bien recurriendo al endeudamiento externo o bien intensifi­cando la utilización de capacidad, moderándose así los efectos internos de la fluctuación. En esta última etapa, cuando lo que se pone en juego es la esfera de realización, la política económica es impotente para moderar internamente los efectos de la contracción del mercado mundial, haciendo que la crisis se propague más rápida y profundamente en el conjunto del aparato productivo. La alternativa, crear una dinámica de "reabsorción" a partir de la demanda interna, como la que se intentó en el plan de estabilización de fines de 1974, es un expediente limitado, aparte de que su operación sólo es eficaz en el muy corto plazo, aspecto que examinaremos más adelante. De cualquier modo, de no crearse condiciones de reabsorción poten­ciales en el mercado interno, la marcha de la economía Colombia­na se verá seguramente comprometida por la inestabilidad, ya que si bien los auges del mercado mundial provocan una aceleración de la acumulación con picos cada vez más altos, sus contracciones provocarán descensos mucho más traumáticos por la impotencia de la política económica para compensarlos.
La reorientación de la economía hacia las actividades de exporta­ción, cambiaría también la orientación de conjunto de la políti­ca económica. Hemos indicado ya el cambio sufrido por la política de comercio exterior en cuanto elemento fundamental para convertir las expor­taciones en el eje de la acumulación. En el plano de la política económica que recae sobre los aspectos internos de la economía, se empezarán a percibir, desde 1967, cambios encaminados a com­plementar decididamente las actividades del sector externo, lo que por supuesto implicará una modificación sustancial en la manera como se conciben los problemas legados por el modelo sustitutivo de importaciones, modificaciones que se producen dentro de un reforzamiento de la intervención estatal en la economía.
La Reforma constitucional de 1968, en lo pertinente a la política económica, ampliaba notablemente las facultades de intervención estatal. Muchas de las funciones que antes descansaban en el legislativo, pasaban a confiarse al ejecutivo, centralizando en éste un mayor poder decisorio y agilizando el manejo de los instrumentos de intervención. La planificación de la economía adquiría fuerza de Ley, las orientaciones respecto del Banco Emisor y del ahorro privado que antes eran privativas del legislativo correspondién­dole al ejecutivo la labor de inspección, pasaban ahora a ésta, facultándolo para la intervención ejercida como atribución cons­titucional propia en tanto que suprema autoridad administrativa, se le facultaba igualmente para organizar o reformar las disposi­ciones cambiarias internacionales y todos los aspectos relativos al comercio exterior, aranceles, tarifas y demás disposiciones concernientes al régimen de aduanas sin esperar los trámites legislativos para la ejecución de las disposiciones. Se convir­tió, además, la Junta Monetaria en la fuente principal de las facultades monetarias del estado, se concedió igualmente al ejecutivo mayor autonomía en materia tributaria y se le facultó para agilizar el manejo de los recursos fiscales y la ejecución presupuestal.
Por otra parte, se convirtieron algunas de las entidades públi­cas, sobre todo aquellas que tienen a su cargo las inversiones estatales, en "institutos descentralizados", quedando así las empresas industriales del estado convertidas en entida­des jurídicamente autónomas y económicamente semipúblicas en tanto funcionaran con fondos estatales y fondos privados, siendo el ejecutivo la suprema autoridad administrativa de ellas.
Esta reforma permitirá a la gestión estatal un control aún más estricto de la balanza de pagos, de las emisiones monetarias y del sistema de crédito, lo que se reflejaría en primer término, en un fortalecimiento de las funciones de la Junta Monetaria (creada en 1963 para centralizar en ella todo el conjunto de la política monetaria) confiándole la regulación general de los cam­bios internacionales, de los cupos de crédito, de las tasas de interés, el control de las operaciones de los intermediarios financieros etc., y, en segundo término, el fortalecimiento o creación de los fondos financieros (agrario, industrial, de desarrollo urbano etc.), centralizando en ellos tanto los ins­trumentos financieros como los fondos provenientes del endeuda­miento externo, al tiempo que las inversiones públicas de fomento se convertirán en una operación financiera manejada casi con los mismos criterios que los de las inversiones privadas, a través de estos fondos o de los institutos descentralizados. Este ordena­miento constitucional permitirá, sin duda, avanzar en el capita­lismo de estado, aunque situado éste, ciertamente, en la esfera de circulación de dinero y capitales encauzando las fuerzas que se mueven dentro del aparato productivo sin afectarlas de manera directa. Aún así, ello permitiría modificar el terreno en que se desenvuelve la aplicación de la política económica, que se enfrentaba ahora a los mismos problemas de la década anterior pero concebidos y manejados en una perspectiva distinta.
En efecto, aunque el desempleo y hasta cierto punto el problema agrario mantenían su vigencia31, tendían en todo caso a perder importancia a los ojos de la burguesía. La visión predominante­mente reformista del problema agrario durante la década del sesenta, empezaba a oscurecerse con la inocultable consolidación del desarrollo capitalista por la vía de la gran propiedad, acelerado por las nuevas modalidades de desarrollo exportador. En efecto, como se trataba de ampliar las exportaciones origina­das en la agricultura comercial, la política agraria debía con­centrarse preferentemente en el desarrollo de este tipo de agri­cultura. El reformismo perdía todo su sentido, pues los proble­mas de la concentración territorial, de la migración rural urba­na, del ahogo de la pequeña propiedad etc. (argumentos típicos del reformismo), dejaban de serlo para convertirse incluso en elementos favorables al desarrollo de las exportaciones de mate­rias primas agrícolas. Ello a su vez suponía aceptar -e incluso provocar- la descomposición campesina asumiendo que su curso natu­ral debía enfrentarse, no ya desde el campo, sino desde su otro polo, el de la absorción urbana a través del empleo. Por supues­to, este viraje en la concepción de los dos problemas obedecía a las mismas tendencias de la economía: la política reformista era contradictoria con la estrategia exportadora, en cuanto aquella desestimaba parcialmente (y si se quiere, en el plano de la coherencia psicológica que supone para los terratenientes la amenaza distributiva) el desarrollo de la agricultura comercial, desarrollo tanto más necesario, cuanto que las expor­taciones debían apoyarse no sólo en productos industriales, sino en una elevada productividad de los sectores productores de materias primas para las industrias de exportación, como una condición ineludible de la competitividad internacional.
El desempleo debía resolverse, pues, en las áreas urbanas a partir del mismo desarrollo industrial, a la vez que la política agraria se dirigía a desarrollar la agricultura capitalista en la gran propiedad. Tal es el sentido del plan de desarrollo de las "cuatro estrategias", presentado en 1971 y en el que se revivían, pero esta vez triunfantes, las ideas de Currie, presentadas en "operación colombiana" durante los años sesenta, texto éste que había propiciado el debate con el abanderado del reformismo, Lleras Restrepo.
En este plan, la estrechez del mercado interno (o las deficien­cias en la demanda efectiva, para usar la expresión allí utiliza­da), se postulaba como la restricción fundamental para el creci­miento de la economía, y se atribuía al desempleo abierto o al subempleo resultante de las bajas tasas de absorción productiva (o a una baja movilidad de la fuerza de trabajo, para usar de nuevo la expresión del plan). A su vez, el diagnóstico mostraba cómo las deficiencias en la demanda efectiva se reflejaban en la agricultura en tanto la ausencia de un amplio mercado para los productos agrícolas se reflejaba, de un lado, en bajos ingresos campesinos y de otro, en un freno a la descomposición, la cual, al producir un exceso de población en el campo, deprimía los salarios obstaculizando la tecnificación de la agricultura capi­talista. Así, en el orden causal propuesto por el plan, el desarrollo agrario debería impulsarse desde afuera de la agricul­tura y el desempleo debería ser resultado a partir de una mayor capacidad de la economía para generar empleos en los sectores urbanos, ampliando el sistema directo de explotación capitalista mediante la incorporación de la fuerza de trabajo, tanto al aparato productivo como al mercado.
Las estrategias propuestas empezaban por impulsar aquellos secto­res no agrícolas que cuentan con una elevada demanda potencial, una baja composición orgánica y bajos requerimientos de importa­ción, requisitos cumplidos fundamentalmente por el sector de la construcción. De la ampliación del empleo de este sector, debía seguirse una ampliación de la producción agrícola, una mejor distribución del ingreso resultante de una elevada productividad del empleo en relación con las ocupaciones anteriores y como resultado global, un mayor dinamismo de la economía que se haría posible gracias a la ampliación del mercado y de la aceleración de las demandas derivadas provenientes del impulso inicial del empleo. Ello, a su vez, debía complementarse con un impulso a las exportaciones, las cuales a la vez que resolverían las res­tricciones de divisas, acelerarían la absorción de empleo en los sectores exportadores.
Prescindiendo de cualquier discusión sobre la importancia analítica y sobre la eficacia de las "cuatro estrategias", ellas sirvieron al menos para mostrar un cambio en el orden del diag­nóstico, que ponían de manifiesto el viraje producido en las concepciones burguesas sobre la manera de percibir las contradic­ciones económicas fundamentales y al mismo tiempo, poner en evidencia el abandono definitivo del reformismo, ya innecesario en las condiciones económicas y políticas en que se desenvolvería el país desde los años sesenta.
De hecho, desde la administración Lleras Restrepo (no obstante haber sido éste el promotor de la Ley 135), se nota un viraje que sin cancelar del todo la reforma, cambiaba en todo caso el tono con que se habían propuesto originalmente. Para entonces, el mismo Lleras había cambiado de opinión sobre el problema agrario. En el mensaje presidencial dirigido a los partidos políticos señalaba: "La imagen de un país donde predomina una gran concen­tración de la propiedad territorial es completamente falsa... el fenómeno quedaría reducido a algunas regiones del país en las cuales quedan algunas islas del viejo feudalismo territorial. La reforma agraria integral no puede ser una brusca destrucción de todas las estructuras existentes, sino una evolución gradual y progresiva, sin excluir ciertas formas de capitalismo rural (ya que) éstas resultan ser las de mayor productividad".
Además de la creación de la Asociación de Usuarios Campesinos de la Reforma Agraria (ANUC), la gestión de Lleras Restrepo respecto de la política agraria apunta débilmente a la redistribución de tierras, pero esta vez como elemento coercitivo para el desarro­llo capitalista de la gran propiedad. En efecto, simultáneamente con los criterios de la expropiación, la política agraria pre­veía la celebración de contratos entre el Incora y los propieta­rios para adelantar programas de estímulo a la producción, garantizando la inexpropiabilidad de la tierra mientras se cum­plieran las obligaciones pactadas.
Durante el gobierno de Pastrana, después de algunos escarceos iniciales para impulsar la distribución de la tierra, el refor­mismo quedará definitivamente enterrado en el llamado "Acuerdo de Chicoral" expresándose formalmente en las Leyes 4ª y 5ª de 1973. La primera modifica los criterios de expropiación acor­dando condiciones más complejas para efectuarla en las tierras adecuadamente explotadas y flexibilizando los mecanismos de indemnización, todo lo cual hace la expropiación territorial poco menos que imposible. La Ley 4ª en último término, apunta a preci­sar (en cuanto para eludir la expropiación se deben cumplir un mínimo de productividad y de ganancia) cuál es el tipo de explo­tación capitalista del campo en el que piensa la burguesía. La Ley 5ª, por su parte, establece mecanismos de capitalización del sector agrario, reestructurando los mecanismos de crédito y procurando la transferencia masiva de recursos de capital al campo, apuntalando así su modernización y garantizando la efi­ciencia productiva mediante el aprovechamiento de la tierra y del trabajo asalariado.
Para complementar y consolidar aún más el desarrollo del campo por la vía de la gran propiedad capitalista, se expide finalmen­te la ley de aparcería (Ley sexta de 1975), buscando con ello, en lo esencial, impulsar la transición de aquellas modalidades precapitalistas aún subsistentes y en proceso de disolución, hacia formas plenamente capitalistas, legislando para distintas situaciones según los diferentes estudios de desarrollo que presenta la gran propiedad, promoviendo la habilitación de tie­rras en las regiones menos desarrolladas y asegurando a través de la aparcería (modalidad en la cual, según la ley, el aparcero aparece como tal o a veces como asalariado según las funciones que desempeñe en la explotación) la fuerza de trabajo permanente para la explotación, mediante la asignación de parcelas de pan coger en número y extensión proporcionales al tamaño de la explo­tación agrícola.
Como se ve, la evolución real de la política agraria de los últimos años apunta claramente a la consolidación del desarrollo de la gran propiedad capitalista, evolución que como ya hicimos notar, se corresponde con las necesidades de producir bienes agrícolas exportables y materias primas para la industria de exportación en condiciones que garanticen la competitividad internacional, tanto respecto a la productividad, como a la explotación de la mano de obra. Veremos después cómo el reciente programa de Desarrollo Rural Integrado (DRI), pese a su preocu­pación por la pequeña propiedad, apunta en el mismo sentido.
El campo que dentro de las preocupaciones de la burguesía había ocupado la cuestión agraria y el problema del desempleo en la década del sesenta, sería ocupado en la década del setenta por la inflación, la cual, sin provocar divergencias de opinión tan amplias como las suscitadas por los problemas anteriores, pondrá de manifiesto el nuevo tipo de contradicciones generadas por el desarrollo exportador.
Si bien, como se indicó atrás, la economía colombiana ha estado sometida a permanentes presiones inflacionarias desde 1950, ellas fueron relativamente moderadas hasta 1970. A partir de este año, empiezan a observarse ascensos progresivos del nivel de precios: en 1971 la inflación se estimaba en 17.5%; en 1972 en 29.2%; en 1973 en 35.2% moderándose ligeramente en 1975 y 1976 hasta llegar al desborde inflacionario del primer semestre de 1977.
La continuada aceleración del ritmo inflacionario, encuentra su causa fundamental en una incontrolada expansión de oferta mone­taria, lo cual no constituye otra cosa que la exacerbación de los efectos de la política monetaria, encaminada aún más radical­mente ahora que en los veinte años anteriores, a estimular la acumulación de capital. En efecto, la expansión de los medios de pago nace, en lo esencial -por lo menos hasta 1975- de un cubri­miento del déficit fiscal cuyo origen debe encontrarse en un aumento de los gastos del gobierno que no se ve compensado por los ingresos tributarios, y cuyo mayor peso recae sobre las inversiones públicas, que registran elevadas tasas de crecimiento desde 1971, a lo cual debe sumarse la amortización e interés de la deuda pública y el explicable aumento de los gastos en defensa y seguridad. El déficit se financia ante todo con préstamos externos tanto privado como público, factores que se convierten en elementos de expansión monetaria.
Por otra parte, el auge de las exportaciones provoca un permanen­te superávit en la balanza de pagos, cuyos efectos sobre la oferta monetaria pueden ser difícilmente contrarrestados, dado el carácter del régimen de cambios imperantes desde 1967, como veremos después. Finalmente, la última presión sobre los medios de pago surge de las operaciones de crédito del Banco de la República al sector privado, que tiene su fundamento, como ya hemos visto, en la política de redescuento iniciada desde 1950, pero que a partir de 1970, adquiere una mayor severidad en cuanto es necesario financiar la producción y las operaciones de expor­tación, lo cual supone una irrigación de crédito al sector cafe­tero, a la agricultura comercial, al Fondo de Promoción de Expor­taciones y a la industria a través de las instituciones financie­ras32. Desde 1971 hasta el presente, la política de contracción de los medios de pago ha sido contradictoria, fluctuando entre un manejo restriccionista de los encajes y expansiones efectivas producidas por los redes­cuentos y por las necesidades más o menos coyunturales, bien fiscales o bien crediticias, que sumadas unas con otras terminan por contrarrestar ampliamente las medidas de contracción moneta­ria.
Pero si bien son los propios mecanismos con los que se estimula la acumulación los que se encargan de impedir una contracción efectiva del circulante, también desde el lado del manejo de la balanza de pagos son los propios mecanismos encaminados a promo­ver las exportaciones, los que impiden la atenuación de los efectos de un superávit sobre la oferta monetaria. Hasta 1967, el persistente déficit en la balanza de pagos se convertía en un factor de contención de los medios de pago, en cuanto se reci­bían menos divisas que las que se entregaban, es decir, que como contrapartida se recibían más pesos que los que se entregaban siendo la diferencia una contracción neta del circulante. Cualquier superávit transitorio se reflejaría en consecuencia en una menor contracción y no en una mayor expansión. Después de 1967, el persistente superávit se traduce en la acumulación de reservas internacionales y en una expansión monetaria que difícilmente puede ser contrarrestada, ya que al ponerse en vigencia el estatuto cambiario, esto impide una reducción de la tasa de devaluación capaz de ampliar las importaciones y disminuir tanto las reservas como sus efectos. De otra parte, los mecanismos de control a las importaciones implican un retraso de ellas con relación a la disponibilidad de divisas, lo cual hace que, por ejemplo, los préstamos externos no se traduzcan a corto plazo en la compra de bienes importados, sino en un crecimiento de las reservas internacionales.
Evidentemente, para la burguesía la inflación es preocupante, en cuanto se refleje en presiones sindicales por el alza de sala­rios. Sin embargo, la lucha contra la inflación por la vía del control de los medios de pago se opone al modelo exportador, en cuanto éste se basa en buena parte en el manejo de la política monetaria y cambiaria, como ya indicamos. Esta contradicción se ha intentado resolver, parcialmente, no luchando contra la inflación, sino contra su efecto preocupante; el costo de la vida, dicho de otro modo, es admisible el ascenso del nivel general de precios (inflación), compensándolo en el nivel sala­rial por el abaratamiento relativo de los bienes-salario (con­trol del costo de vida) a través de un aumento en la productivi­dad sobre todo de los alimentos que provienen de la economía campesina. Así, la inflación debe ser absorbida por los consumi­dores de productos manufacturados, fundamentalmente los de grupos medianos y altos ingresos. Por lo demás, esta política -que, como dirán los expertos parafraseando al profesor Harrod, es una política inflacionaria por el lado de la demanda y defla­cionaria por el lado de los costos- es la única capaz de hacer compatibles la promoción de exportaciones con la inflación interna.
La administración López se inicia en plena recesión de 1974 y en medio de una agudización del proceso inflacionario. Abordará pues este doble problema con un doble plan: uno inmediato, el "plan de estabilización", tendiente tanto a moderar los impactos de la recesión como a corregir la situación financiera del gobierno y a reorganizar el sistema de estímulos a las exportaciones, plan éste de alcances seguramente mayores que el segundo, "para cerrar la brecha", de contenidos bastante ambiguos pero cuyo propósito último se concentrará, como veremos, en la política agraria.
Apenas iniciado el nuevo gobierno, fue decretada la "Emergencia Económica" cuyo contenido jurídico busca liberar al gobierno, en lo inmediato, de los compromisos políticos y de la lentitud de los procedimientos legislativos para acelerar la puesta en marcha de las reformas. Al amparo de este decreto, se redujo el CAT, se estableció el control de gastos de los institutos des­centralizados, se modificó el impuesto a las ventas, se elimina­ron algunos subsidios etc., medidas tendientes en buena parte a corregir las causas del déficit fiscal33.
Sin duda, la medida de mayor relevancia dentro del plan de estabilización fue la reforma tributaria y fiscal, que si bien en lo inmediato se dirigía a dotar el estado de una mayor capacidad financiera disminuyendo el peso que dentro de los ingresos fiscales tenían los recursos del crédito interno y externo, se proponía alcances mucho más amplios. De hecho, se trataba de cambiar parcialmente las condiciones de acumulación impulsando la eficiencia del aparato productivo, particularmente en sus vinculaciones con el comercio exterior, disminuyendo al mismo tiempo los estímulos gubernamentales a las exportaciones.
El establecimiento del impuesto de ganancia ocasional (las prove­nientes de la venta de bienes que el contribuyente haya poseído, por dos años o más, las ganancias de las UPAC, las originadas en la liquidación de sociedades y las herencias, donaciones e indem­nizaciones por despido injustificado), y la extensión de la renta presuntiva, a los sectores distintos al agropecuario, inducía a una mayor acumulación productiva y a una mayor eficiencia técni­ca.
El sistema tributario anterior estimulaba las actividades especu­lativas gracias a la exención a las ganancias de capital inverti­do en bienes muebles y en activos financieros y a la exención virtual de las ganancias en la compra de bienes inmuebles, estimuladas por su valorización inflacionaria, con el obvio efecto de reducir los fondos de acumulación productiva mediante el desplazamiento de capitales hacia la esfera especulativa. La acción coordinada de la renta presuntiva sobre el patrimonio líquido y el impuesto de ganancias ocasionales, frenaba en buena parte tales desplazamientos. Como lo describe un funcionario del gobierno: "La operación de los dos instrumentos fiscales señala­dos, en el caso de la tierra, por ejemplo, disminuiría la renta­bilidad de los propietarios que mantienen los predios rurales y urbanos con fines exclusivamente especulativos puesto que, o bien se revalúan estos predios sometiéndose a mayores tasas impositi­vas en el impuesto de patrimonio y por acción de la renta presun­tiva mínima o bien se mantiene a un costo más bajo exponiéndose a una mayor tributación en el futuro a través del impuesto de ganancias ocasionales... en efecto, el propietario, en estas circunstancias, se verá obligado o bien a producir más, bien a vender a menos precio a quien quiera que puede poner a producir las tierras en forma más eficiente, o bien a que la propiedad cumpla al menos la función social de tributar si es que no ha de cumplir la función social más importante de producir y generar empleo".
En el plano financiero, la reforma tendía a fortalecer el capital financiero y las sociedades anónimas. Las ganancias en el merca­do de acciones, obtenidas más que por la eficiencia de la empre­sa, por el reajuste inflacionario del valor de las acciones, al ser gravadas en los reajustes, conducen a las empresas a reajus­tar a su vez los dividendos para compensar los efectos del grava­men, al mismo tiempo que se les obliga a recurrir al capital financiero y bancario al ver reducidos sus propios fondos de financiación.
Por otro lado, la reducción del CAT consolida la eficiencia industrial al eliminar las empresas que operando ineficientemente lograban subsistir cobijadas por el subsidio a la exportación.
Así, el plan de Estabilización, a la vez que fortalecía las finanzas del gobierno logrando mayor autonomía en la interven­ción, forzaba la acumulación en términos de eficiencia productiva y no en términos de rendimiento monetario del capital estimulados por la inflación, al tiempo que fortalecía la mediación del capital financiero en la esfera de las inversiones.
El plan de Desarrollo "para cerrar la brecha", venía de cierto modo a complementar y globalizar los propósitos del plan de estabilización, proponiendo convertir el sector exportador en el sector más dinámico de la economía, a través de la apertura de nuevos mercados externos, del fortalecimiento del mercado de capitales, de la liberación de exportaciones, de una aceleración en la tasa de devaluación capaz de compensar la reducción del CAT y de una amplia transferencia de recursos institucionales para la creación y financiación de la actividad exportadora.
Sin duda, el elemento más destacado del plan lo constituye la política agrícola34. Desempolvando las viejas propuestas de la OIT, el plan se orienta hacia la retención de la población en el campo mediante la creación de empleos en él, volviendo así al terreno de los años setenta pero esta vez sin los embelecos de la Reforma Agraria. Veremos esto en seguida.
Planeación Nacional reconoce que, "dadas las actuales condiciones de desarrollo del país, el sector industrial, por más rápido que crezca, no será capaz de absorber por sí solo, en un tiempo prudencial, la oferta de mano de obra que espera obtener un empleo remunerador.
En las últimas décadas, las fuerzas económicas, políticas y sociales han estimulado las corrientes migratorias hacia las grandes ciudades, privando al campo, a las poblaciones rurales y a las pequeñas ciudades, de buena parte de sus elementos más dinámicos y creativos (sic). Este fenómeno ha ejercido y ejerce en la actualidad, una presión que supera ampliamente las capacidades financieras y administrativas de los centros urbanos para dotar de empleo y de servicios públicos a una gran masa de emigrantes. El costo social en términos de desasosiego y frustra­ción (sic) aumenta cada vez más en esta situación". Se evocan fácilmente los términos de la intervención de Lleras Restrepo en la exposición de motivos del proyecto de ley sobre Reforma Agra­ria en 1961. Para hacer aún más palpable la semejanza, citemos de nuevo a Planeación Nacional, cuando al proponer la reducción de las tasas migratorias, señala: "Para lograr tal propósito se requiere dotar al sector rural de los elementos indispensables para que alimente a los colombianos y a la vez ofrezca a sus habitantes mayores oportunidades de empleo junto con los mejores ingresos y servicios básicos; es decir en definitiva, mayores incentivos para permanecer en el campo" 35  (los destacados son nuestros). Desde el punto de vista del empleo, el propósito es el mismo que el de la política agraria de los años sesenta. Sin embargo, en la medida en que ya ésta no se apoya en el Reformis­mo, el papel que se le asigna a la economía campesina resulta esencialmente diferente. El instrumento de esta política, el programa de Desarrollo Rural Integrado (DRI), se convierte en un mecanismo de retención de la fuerza de trabajo en el campo pero ya no para prolongar la economía de simple subsistencia, como lo quería Lleras Restrepo, sino para integrarla al mercado, fortaleciendo la producción de bienes-salario de origen agrícola.
En efecto y a diferencia de los diagnósticos de los años sesenta, el propósito explícito del DRI es la vinculación del campesino a la producción para el mercado creándole condiciones de supervi­vencia a la economía campesina, no a través de reparto de tie­rras, lo cual garantizaría una producción de subsistencia, sino a través del fortalecimiento de condiciones internas de esta econo­mía campesina, lo cual garantiza un  ingreso de subsistencia, mediante la integración a la esfera de la circulación. Puesto en otros términos, la política de los años sesenta sustrae la mano de obra del mercado de trabajo para evitar el desempleo abierto (es lo que significa producción de subsistencia), hacién­dole cumplir a la economía campesina el papel de rebajar el valor de los bienes salario.
Por otra parte, el propósito mismo de la política, supone que el programa se adelantará con prioridad para ciertas esferas de la economía, aquellas que están en capacidad de aprovechar, bien sea por la extensión de la propiedad o bien por el nivel técnico preexistente, las condiciones que el programa les brinda. Ello quiere decir que el programa se dirige al campesinado medio que acrecentará la utilización de trabajo asalariado acelerando la desaparición del campesinado pobre.
De este modo, el DRI complementa el desarrollo de la gran propie­dad, en cuanto a través de la conservación y fortalecimiento de aquellos sectores de la economía campesina capaces de vincularse al mercado, se produce una especialización en el interior de la agricultura encargándose aquella de la producción de alimentos y eliminando la competencia que esto supone para la agricultura comercial, lo cual agiliza en ésta la producción de exportación al no tener que dedicar recursos a la producción de alimentos para consumo interno y finalmente, acelerando la disolución de los sectores productivamente rezagados ampliando la disponibili­dad de trabajo asalariado para ambos tipos de agricultura.
Vista en perspectiva, la intervención estatal, expresada en la política económica, ha ido desplazando su papel, ajustándose progresivamente a la profundización de la acumulación y a las modificaciones del aparato productivo. Este desplazamiento, por cierto, no se ha sucedido mediante cambios demasiado radicales en períodos cortos, sino más bien mediante transformaciones graduales no siempre inmediatamente perceptibles, pero que refle­jan, en buena parte, un proceso de consolidación notablemente limitado en cuanto a la autonomía de la intervención estatal respecto del aparato productivo. Ello quizá responda en parte, a que las graduales modificaciones del estado se han producido a través de una relativa estabilidad en la correlación de fuerzas políticas de las fracciones de la burguesía y bajo un dominio político de éstas altamente centralizado (casi que a partir de grupos familiares), que limita las posibilidades de acción autónoma del Estado en cuanto tal y en cuanto superestructura, lo que, incluso desde una perspectiva estrictamente burguesa, no se expresa más que en la debilidad del estado para acelerar las transformaciones necesarias en el aparato productivo, a nombre ciertamente de la burguesía como clase, pero por encima de los intereses inmediatos de las fracciones dominantes de ésta.
La acción del Estado, mediatizada así por el estrecho dominio que sobre él ejercen los grupos dominantes de la burguesía, no se dirige siquiera a la estatización de sectores productivos que pudieran considerarse estratégicos (salvo algunos sectores de servicios, y una que otra actividad industrial en asocio del capital extranjero), sino que se circunscribe, en lo fundamental, a la esfera de la circulación del capital, particularmente a la órbita del capital financiero, reestructurando a partir de ellas las condiciones en que opera el capital privado.
Si durante la fase propiamente sustitutiva las funciones económi­cas del estado se ocupaban, en un sentido global, de consolidar el proceso de industrialización acelerando la formación de capi­tal, fortaleciendo las condiciones de valorización del capital local y amortiguando los efectos de las crisis externas, después de 1967 se ocuparon progresivamente, más que de acrecentar direc­tamente los volúmenes de acumulación -aunque ello no deje de ser importante- de impulsar las transferencias de capital y de plus­valía hacia los sectores exportadores con el empeño de convertir­los en los sectores de punta de la acumulación industrial, y de crear condiciones complementarias a este propósito en aquellos sectores no vinculados directamente al sector externo. El tras­fondo ideológico neoliberal en el que progresivamente se va inscribiendo la política económica (el hecho es más evidente a partir del plan de estabilización de 1974), hace que estas trans­ferencias de capital deban desarrollarse hasta lograr las condi­ciones de competitividad en los mercados internacionales, lo cual supone, a su vez en el manejo interno de la política económica, que la acumulación no se desarrolle ya más a partir de los subsi­dios a la formación de capital (a través del subsidio a las tasas de interés y del abaratamiento del componente importado del capital constante), sino a partir de la eficiencia del aparato productivo. En este sentido, no se trata ya de una intervención a posteriori que corrija las fallas de la iniciativa privada (como en la fase sustitutiva) sino más bien de una intervención ex aute, como dirían los economistas, que fije las reglas del juego en que ha de operar el capital privado, garantizándole a éste particularmente unas mejores condiciones de explotación de la fuerza de trabajo.
La eficacia de esta dirección neoliberal de la política económica dependerá, en un futuro próximo, tanto de si en verdad la acumu­lación ha llegado a un grado de consolidación tal que pueda ya operar sin los estímulos directos de la acción estatal, como de los cambios en el sector externo, ante los cuales la burguesía deberá escoger, entre mantener la estabilidad interna económica y política a costa de un menor dinamismo en la acumulación, o persistir en la inestabilidad interna inherente a los movimientos cíclicos del mercado mundial a costa de un acentuamiento de su capacidad represiva, pero que le permita aprovechar las coyunturas favorables del sector externo.