No. 8
HACER ENSAYO Y ENVIAR A CORREO ELECTRÓNICO Y SUSTENTAR
Carta de
Einstein a Freud
Caputh, cerca de Potsdam, 30 de julio de 1932
Estimado profesor Freud:
La propuesta de la Liga de las Naciones y de su Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en París para que invite a alguien, elegido por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre cualquier problema que yo desee escoger me brinda una muy grata oportunidad de debatir con usted una cuestión que, tal como están ahora las cosas, parece el más imperioso de todos los problemas que la civilización debe enfrentar. El problema es este: ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra? Es bien sabido que, con el avance de la ciencia moderna, este ha pasado a ser un asunto de vida o muerte para la civilización tal cual la conocemos; sin embargo, pese al empeño que se ha puesto, todo intento de darle solución ha terminado en un lamentable fracaso.
Creo, además, que aquellos que tienen por deber abordar profesional y prácticamente el problema no hacen sino percatarse cada vez más de su impotencia para ello, y albergan ahora un intenso anhelo de conocer las opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer científico, pueden ver los problemas del mundo con la perspectiva que la distancia ofrece. En lo que a mí atañe, el objetivo normal de mi pensamiento no me hace penetrar las oscuridades de la voluntad y el sentimiento humanos. Así pues, en la indagación que ahora se nos ha propuesto, poco puedo hacer más allá de tratar de aclarar la cuestión y, despejando las soluciones más obvias, permitir que usted ilumine el problema con la luz de su vasto saber acerca de la vida pulsional del hombre. Hay ciertos obstáculos psicológicos cuya presencia puede borrosamente vislumbrar un lego en las ciencias del alma, pero cuyas interrelaciones y vicisitudes es incapaz de imaginar; estoy seguro de que usted podrá sugerir métodos educativos, más o menos ajenos al ámbito de la política, para eliminar esos obstáculos.
Siendo inmune a las inclinaciones nacionalistas, veo personalmente una manera simple de tratar el aspecto superficial (o sea, administrativo) del problema: la creación, con el consenso internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir cualquier conflicto que surgiere entre las naciones. Cada nación debería avenirse a respetar las órdenes emanadas de este cuerpo legislativo, someter toda disputa a su decisión, aceptar sin reserva sus dictámenes y llevar a cabo cualquier medida que el tribunal estimare necesaria para la ejecución de sus decretos. Pero aquí, de entrada, me enfrento con una dificultad; un tribunal es una institución humana que, en la medida en que el poder que posee resulta insuficiente para hacer cumplir sus veredictos, es tanto más propenso a que estos últimos sean desvirtuados por presión extrajudicial. Este es un hecho que debemos tener en cuenta; el derecho y el poder van inevitablemente de la mano, y las decisiones jurídicas se aproximan más a la justicia ideal que demanda la comunidad (en cuyo nombre e interés se pronuncian dichos veredictos) en tanto y en cuanto esta tenga un poder efectivo para exigir respeto a su ideal jurídico. Pero en la actualidad estamos lejos de poseer una organización supranacional competente para emitir veredictos de autoridad incontestable e imponer el acatamiento absoluto a la ejecución de estos. Me veo llevado, de tal modo, a mi primer axioma: el logro de seguridad internacional implica la renuncia incondicional, en una cierta medida, de todas las naciones a su libertad de acción, vale decir, a su soberanía, y está claro fuera de toda duda que ningún otro camino puede conducir a esa seguridad.
El escaso éxito que tuvieron, pese a su evidente honestidad, todos los esfuerzos realizados en la última década para alcanzar esta meta no deja lugar a dudas de que hay en juego fuertes factores psicológicos, que paralizan tales esfuerzos. No hay que andar mucho para descubrir algunos de esos factores. El afán de poder que caracteriza a la clase gobernante de todas las naciones es hostil a cualquier limitación de la soberanía nacional. Este hambre de poder político suele medrar gracias a las actividades de otro grupo guiado por aspiraciones puramente mercenarias, económicas. Pienso especialmente en ese pequeño pero resuelto grupo, activo en toda nación, compuesto de individuos que, indiferentes a las consideraciones y moderaciones sociales, ven en la guerra, en la fabricación y venta de armamentos, nada más que una ocasión para favorecer sus intereses particulares y extender su autoridad personal.
Ahora bien, reconocer este hecho obvio no es sino el primer paso hacia una apreciación del actual estado de cosas. Otra cuestión se impone de inmediato: ¿Cómo es posible que esta pequeña camarilla someta al servicio de sus ambiciones la voluntad de la mayoría, para la cual el estado de guerra representa pérdidas y sufrimientos? (Al referirme a la mayoría, no excluyo a los soldados de todo rango que han elegido la guerra como profesión en la creencia de que con su servicio defienden los más altos intereses de la raza, y de que el ataque es a menudo el mejor método de defensa.) Una respuesta evidente a esta pregunta parecería ser que la minoría, la clase dominante hoy, tiene bajo su influencia las escuelas y la prensa, y por lo general también la Iglesia. Esto les permite organizar y gobernar las emociones de las masas, y convertirlas en su instrumento.
Sin embargo, ni aun esta respuesta proporciona una solución completa. De ella surge esta otra pregunta: ¿Cómo es que estos procedimientos logran despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo, hasta llevarlos a sacrificar su vida? Sólo hay una contestación posible: porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción. En épocas normales esta pasión existe en estado latente, y únicamente emerge en circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo ponerla en juego y exaltarla hasta el poder de una psicosis colectiva. Aquí radica, tal vez, el quid de todo el complejo de factores que estamos considerando, un enigma que el experto en el conocimiento de las pulsiones humanas puede resolver.
Y así llegamos a nuestro último interrogante: ¿Es posible controlar la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de las psicosis del odio y la destructividad? En modo alguno pienso aquí solamente en las llamadas «masas ¡letradas». La experiencia prueba que es más bien la llamada «intelectualidad» la más proclive a estas desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual no tiene contacto directo con la vida al desnudo ' sino que se topa con esta en su forma sintética más sencilla: sobre la página impresa.
Para terminar: hasta ahora sólo me he referido a las guerras entre naciones, a lo que se conoce como conflictos internacionales. Pero sé muy bien que la pulsión agresiva opera bajo otras formas y en otras circunstancias. (Pienso en las guerras civiles, por ejemplo, que antaño se debían al fervor religioso, pero en nuestros días a factores sociales; o, también, en la persecución de las minorías raciales.) No obstante, mi insistencia en la forma más típica, cruel y extravagante de conflicto entre los hombres ha sido deliberada, pues en este caso tenemos la mejor oportunidad de descubrir la manera y los medios de tornar imposibles todos los conflictos armados.
Sé que en sus escritos podemos hallar respuestas, explícitas o tácitas, a todos los aspectos de este urgente y absorbente problema. Pero sería para todos nosotros un gran servicio que usted expusiese el problema de la paz mundial a la luz de sus descubrimientos más recientes, porque esa exposición podría muy bien marcar el camino para nuevos y fructíferos modos de acción.
Caputh, cerca de Potsdam, 30 de julio de 1932
Estimado profesor Freud:
La propuesta de la Liga de las Naciones y de su Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en París para que invite a alguien, elegido por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre cualquier problema que yo desee escoger me brinda una muy grata oportunidad de debatir con usted una cuestión que, tal como están ahora las cosas, parece el más imperioso de todos los problemas que la civilización debe enfrentar. El problema es este: ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra? Es bien sabido que, con el avance de la ciencia moderna, este ha pasado a ser un asunto de vida o muerte para la civilización tal cual la conocemos; sin embargo, pese al empeño que se ha puesto, todo intento de darle solución ha terminado en un lamentable fracaso.
Creo, además, que aquellos que tienen por deber abordar profesional y prácticamente el problema no hacen sino percatarse cada vez más de su impotencia para ello, y albergan ahora un intenso anhelo de conocer las opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer científico, pueden ver los problemas del mundo con la perspectiva que la distancia ofrece. En lo que a mí atañe, el objetivo normal de mi pensamiento no me hace penetrar las oscuridades de la voluntad y el sentimiento humanos. Así pues, en la indagación que ahora se nos ha propuesto, poco puedo hacer más allá de tratar de aclarar la cuestión y, despejando las soluciones más obvias, permitir que usted ilumine el problema con la luz de su vasto saber acerca de la vida pulsional del hombre. Hay ciertos obstáculos psicológicos cuya presencia puede borrosamente vislumbrar un lego en las ciencias del alma, pero cuyas interrelaciones y vicisitudes es incapaz de imaginar; estoy seguro de que usted podrá sugerir métodos educativos, más o menos ajenos al ámbito de la política, para eliminar esos obstáculos.
Siendo inmune a las inclinaciones nacionalistas, veo personalmente una manera simple de tratar el aspecto superficial (o sea, administrativo) del problema: la creación, con el consenso internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir cualquier conflicto que surgiere entre las naciones. Cada nación debería avenirse a respetar las órdenes emanadas de este cuerpo legislativo, someter toda disputa a su decisión, aceptar sin reserva sus dictámenes y llevar a cabo cualquier medida que el tribunal estimare necesaria para la ejecución de sus decretos. Pero aquí, de entrada, me enfrento con una dificultad; un tribunal es una institución humana que, en la medida en que el poder que posee resulta insuficiente para hacer cumplir sus veredictos, es tanto más propenso a que estos últimos sean desvirtuados por presión extrajudicial. Este es un hecho que debemos tener en cuenta; el derecho y el poder van inevitablemente de la mano, y las decisiones jurídicas se aproximan más a la justicia ideal que demanda la comunidad (en cuyo nombre e interés se pronuncian dichos veredictos) en tanto y en cuanto esta tenga un poder efectivo para exigir respeto a su ideal jurídico. Pero en la actualidad estamos lejos de poseer una organización supranacional competente para emitir veredictos de autoridad incontestable e imponer el acatamiento absoluto a la ejecución de estos. Me veo llevado, de tal modo, a mi primer axioma: el logro de seguridad internacional implica la renuncia incondicional, en una cierta medida, de todas las naciones a su libertad de acción, vale decir, a su soberanía, y está claro fuera de toda duda que ningún otro camino puede conducir a esa seguridad.
El escaso éxito que tuvieron, pese a su evidente honestidad, todos los esfuerzos realizados en la última década para alcanzar esta meta no deja lugar a dudas de que hay en juego fuertes factores psicológicos, que paralizan tales esfuerzos. No hay que andar mucho para descubrir algunos de esos factores. El afán de poder que caracteriza a la clase gobernante de todas las naciones es hostil a cualquier limitación de la soberanía nacional. Este hambre de poder político suele medrar gracias a las actividades de otro grupo guiado por aspiraciones puramente mercenarias, económicas. Pienso especialmente en ese pequeño pero resuelto grupo, activo en toda nación, compuesto de individuos que, indiferentes a las consideraciones y moderaciones sociales, ven en la guerra, en la fabricación y venta de armamentos, nada más que una ocasión para favorecer sus intereses particulares y extender su autoridad personal.
Ahora bien, reconocer este hecho obvio no es sino el primer paso hacia una apreciación del actual estado de cosas. Otra cuestión se impone de inmediato: ¿Cómo es posible que esta pequeña camarilla someta al servicio de sus ambiciones la voluntad de la mayoría, para la cual el estado de guerra representa pérdidas y sufrimientos? (Al referirme a la mayoría, no excluyo a los soldados de todo rango que han elegido la guerra como profesión en la creencia de que con su servicio defienden los más altos intereses de la raza, y de que el ataque es a menudo el mejor método de defensa.) Una respuesta evidente a esta pregunta parecería ser que la minoría, la clase dominante hoy, tiene bajo su influencia las escuelas y la prensa, y por lo general también la Iglesia. Esto les permite organizar y gobernar las emociones de las masas, y convertirlas en su instrumento.
Sin embargo, ni aun esta respuesta proporciona una solución completa. De ella surge esta otra pregunta: ¿Cómo es que estos procedimientos logran despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo, hasta llevarlos a sacrificar su vida? Sólo hay una contestación posible: porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción. En épocas normales esta pasión existe en estado latente, y únicamente emerge en circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo ponerla en juego y exaltarla hasta el poder de una psicosis colectiva. Aquí radica, tal vez, el quid de todo el complejo de factores que estamos considerando, un enigma que el experto en el conocimiento de las pulsiones humanas puede resolver.
Y así llegamos a nuestro último interrogante: ¿Es posible controlar la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de las psicosis del odio y la destructividad? En modo alguno pienso aquí solamente en las llamadas «masas ¡letradas». La experiencia prueba que es más bien la llamada «intelectualidad» la más proclive a estas desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual no tiene contacto directo con la vida al desnudo ' sino que se topa con esta en su forma sintética más sencilla: sobre la página impresa.
Para terminar: hasta ahora sólo me he referido a las guerras entre naciones, a lo que se conoce como conflictos internacionales. Pero sé muy bien que la pulsión agresiva opera bajo otras formas y en otras circunstancias. (Pienso en las guerras civiles, por ejemplo, que antaño se debían al fervor religioso, pero en nuestros días a factores sociales; o, también, en la persecución de las minorías raciales.) No obstante, mi insistencia en la forma más típica, cruel y extravagante de conflicto entre los hombres ha sido deliberada, pues en este caso tenemos la mejor oportunidad de descubrir la manera y los medios de tornar imposibles todos los conflictos armados.
Sé que en sus escritos podemos hallar respuestas, explícitas o tácitas, a todos los aspectos de este urgente y absorbente problema. Pero sería para todos nosotros un gran servicio que usted expusiese el problema de la paz mundial a la luz de sus descubrimientos más recientes, porque esa exposición podría muy bien marcar el camino para nuevos y fructíferos modos de acción.
Atentamente,
Albert Einstein
Carta de Freud a Einstein
Viena, setiembre de
1932
Estimado profesor Einstein
Estimado profesor Einstein
Cuando me enteré de
que usted se proponía invitarme a un intercambio de ideas sobre un tema que le
interesaba y que le parecía digno del interés de los demás, lo acepté de buen
grado. Esperaba que escogería un problema situado en la frontera de lo
cognoscible hoy, y hacia el cual cada uno de nosotros, el físico y el
psicólogo, pudieran abrirse una particular vía de acceso, de suerte que se
encontraran en el mismo suelo viniendo de distintos lados. Luego me sorprendió
usted con el problema planteado: qué puede hacerse para defender a los hombres
de los estragos de la guerra. Primero me aterré bajo la impresión de mí -a
punto estuve de decir «nuestra»- incompetencia, pues me pareció una tarea
práctica que es resorte de los estadistas. Pero después comprendí que usted no
me planteaba ese problema como investigador de la naturaleza y físico, sino
como un filántropo que respondía a las sugerencias de la Liga de las Naciones
en una acción semejante a la de Fridtjof Nansen, el explorador del Polo, cuando
asumió la tarea de prestar auxilio a los hambrientos y a las víctimas sin techo
de la Guerra Mundial. Recapacité entonces, advirtiendo que no se me invitaba a
ofrecer propuestas prácticas, sino sólo a indicar el aspecto que cobra el
problema de la prevención de las guerras para un abordaje psicológico.
Pero también sobre esto lo ha dicho usted casi todo en su carta. Me ha ganado el rumbo de barlovento, por así decir, pero de buena gana navegaré siguiendo su estela y me limitaré a corroborar todo cuanto usted expresa, procurando exponerlo más ampliamente según mi mejor saber -o conjeturar-.
Comienza usted con el nexo entre derecho y poder. Es ciertamente el punto de partida correcto para nuestra indagación. ¿Estoy autorizado a sustituir la palabra «poder» por «violencia» {«Gewalt»}, más dura y estridente? Derecho y violencia son hoy opuestos para nosotros. Es fácil mostrar que uno se desarrolló desde la otra, y si nos remontamos a los orígenes y pesquisamos cómo ocurrió eso la primera vez, la solución nos cae sin trabajo en las manos. Pero discúlpeme sí en lo que sigue cuento, como si fueran algo nuevo, cosas que todos saben y admiten; es la trabazón argumental la que me fuerza a ello.
Pues bien; los conflictos de intereses entre los hombres se zanjan en principio mediante la violencia. Así es en todo el reino animal, del que el hombre no debiera excluirse; en su caso se suman todavía conflictos de opiniones, que alcanzan hasta el máximo grado de la abstracción y parecen requerir de otra técnica para resolverse. Pero esa es una complicación tardía. Al comienzo, en una pequeña horda de seres humanos, era la fuerza muscular la que decidía a quién pertenecía algo o de quién debía hacerse la voluntad. La fuerza muscular se vio pronto aumentada y sustituida por el uso de instrumentos: vence quien tiene las mejores armas o las emplea con más destreza. Al introducirse las armas, ya la superioridad mental empieza a ocupar el lugar de la fuerza muscular bruta; el propósito último de la lucha sigue siendo el mismo: una de las partes, por el daño que reciba o por la paralización de sus fuerzas, será constreñida a deponer su reclamo o su antagonismo. Ello se conseguirá de la manera más radical cuando la violencia elimine duraderamente al contrincante, o sea, cuando lo mate. Esto tiene la doble ventaja de impedir que reinicie otra vez su oposición y de que su destino hará que otros se arredren de seguir su ejemplo. Además, la muerte del enemigo satisface una inclinación pulsional que habremos de mencionar más adelante. Es posible que este propósito de matar se vea contrariado por la consideración de que puede utilizarse al enemigo en servicios provechosos si, amedrentado, se lo deja con vida. Entonces la violencia se contentará con someterlo en vez de matarlo. Es el comienzo del respeto por la vida del enemigo, pero el triunfador tiene que contar en lo sucesivo con el acechante afán de venganza del vencido y así resignar una parte de su propia seguridad.
He ahí, pues, el estado originario, el imperio del poder más grande, de la violencia bruta o apoyada en el intelecto. Sabemos que este régimen se modificó en el curso del desarrollo, cierto camino llevó de la violencia al derecho. ¿Pero cuál camino? Uno solo, yo creo. Pasó a través del hecho de que la mayor fortaleza de uno podía ser compensada por la unión de varios débiles. «L'union fait la force». La violencia es quebrantada por la unión, y ahora el poder de estos unidos constituye el derecho en oposición a la violencia del único. Vemos que el derecho es el poder de una comunidad. Sigue siendo una violencia pronta a dirigirse contra cualquier individuo que le haga frente; trabaja con los mismos medios, persigue los mismos fines; la diferencia sólo reside, real y efectivamente, en que ya no es la violencia de un individuo la que se impone, sino la de la comunidad. Ahora bien, para que se consume ese paso de la violencia al nuevo derecho es preciso que se cumpla una condición psicológica. La unión de los muchos tiene que ser permanente, duradera. Nada se habría conseguido si se formara sólo a fin de combatir a un hiperpoderoso y se dispersara tras su doblegamiento. El próximo que se creyera más potente aspiraría de nuevo a un imperio violento y el juego se repetiría sin término. La comunidad debe ser conservada de manera permanente, debe organizarse, promulgar ordenanzas, prevenir las sublevaciones temidas, estatuir órganos que velen por la observancia de aquellas -de las leyes- y tengan a su cargo la ejecución de los actos de violencia acordes al derecho. En la admisión de tal comunidad de intereses se establecen entre los miembros de un grupo de hombres unidos ciertas ligazones de sentimiento, ciertos sentimientos comunitarios en que estriba su genuina fortaleza.
Opino que con ello ya está dado todo lo esencial: el doblegamiento de la violencia mediante el recurso de trasferir el poder a una unidad mayor que se mantiene cohesionada por ligazones de sentimiento entre sus miembros. Todo lo demás son aplicaciones de detalle y repeticiones. Las circunstancias son simples mientras la comunidad se compone sólo de un número de individuos de igual potencia. Las leyes de esa asociación determinan entonces la medida en que el individuo debe renunciar a la libertad personal de aplicar su fuerza como violencia, a fin de que sea posible una convivencia segura. Pero semejante estado de reposo {Ruhezustand} es concebible sólo en la teoría; en la realidad, la situación se complica por el hecho de que la comunidad incluye desde el comienzo elementos de poder desigual, varones y mujeres, padres e hijos, y pronto, a consecuencia de la guerra y el sometimiento, vencedores y vencidos, que se trasforman en amos y esclavos. Entonces el derecho de la comunidad se convierte en la expresión de las desiguales relaciones de poder que imperan en su seno; las leyes son hechas por los dominadores y para ellos, y son escasos los derechos concedidos a los sometidos. A partir de allí hay en la comunidad dos fuentes de movimiento en el derecho {Rechtsunruhe}, pero también de su desarrollo. En primer lugar, los intentos de ciertos individuos entre los dominadores para elevarse por encima de todas las limitaciones vigentes, vale decir, para retrogradar del imperio del derecho al de la violencia; y en segundo lugar, los continuos empeños de los oprimidos para procurarse más poder y ver reconocidos esos cambios en la ley, vale decir, para avanzar, al contrario, de un derecho desparejo a la igualdad de derecho. Esta última corriente se vuelve particularmente sustantiva cuando en el interior de la comunidad sobrevienen en efecto desplazamientos en las relaciones de poder, como puede suceder a consecuencia de variados factores históricos. El derecho puede entonces adecuarse poco a poco a las nuevas relaciones de poder, o, lo que es más frecuente, si la clase dominante no está dispuesta a dar razón de ese cambio, se llega a la sublevación, la guerra civil, esto es, a una cancelación temporaria del derecho y a nuevas confrontaciones de violencia tras cuyo desenlace se instituye un nuevo orden de derecho. Además, hay otra fuente de cambio del derecho, que sólo se exterioriza de manera pacífica: es la modificación cultural de los miembros de la comunidad; pero pertenece a un contexto que sólo más tarde podrá tomarse en cuenta.
Vemos, pues, que aun dentro de una unidad de derecho no fue posible evitar la tramitación violenta de los conflictos de intereses. Pero las relaciones de dependencia necesaria y de recíproca comunidad que derivan de la convivencia en un mismo territorio propician una terminación rápida de tales luchas, y bajo esas condiciones aumenta de continuo la probabilidad de soluciones pacíficas. Sin embargo, un vistazo a la historia humana nos muestra una serie incesante de conflictos entre un grupo social y otro o varios, entre unidades mayores y menores, municipios, comarcas, linajes, pueblos, reinos, que casi siempre se deciden mediante la confrontación de fuerzas en la guerra. Tales guerras desembocan en el pillaje o en el sometimiento total, la conquista de una de las partes. No es posible formular un juicio unitario sobre esas guerras de conquista. Muchas, como las de los mongoles y turcos, no aportaron sino infortunio; otras, por el contrarío, contribuyeron a la trasmudación de violencia en derecho, pues produjeron unidades mayores dentro de las cuales cesaba la posibilidad de emplear la violencia y un nuevo orden de derecho zanjaba los conflictos. Así, las conquistas romanas trajeron la preciosa pax romana para los pueblos del Mediterráneo. El gusto de los reyes franceses por el engrandecimiento creó una Francia floreciente, pacíficamente unida. Por paradójico que suene, habría que confesar que la guerra no sería un medio inapropiado para establecer la anhelada paz «eterna», ya que es capaz de crear aquellas unidades mayores dentro de las cuales una poderosa violencia central vuelve imposible ulteriores guerras. Empero, no es idónea para ello, pues los resultados de la conquista no suelen ser duraderos; las unidades recién creadas vuelven a disolverse las más de las veces debido a la deficiente cohesión de la parte unida mediante la violencia. Además, la conquista sólo ha podido crear hasta hoy uniones parciales, si bien de mayor extensión, cuyos conflictos suscitaron más que nunca la resolución violenta. Así, la consecuencia de todos esos empeños guerreros sólo ha sido que la humanidad permutara numerosas guerras pequeñas e incesantes por grandes guerras, infrecuentes, pero tanto más devastadoras.
Aplicado esto a nuestro presente, se llega al mismo resultado que usted obtuvo por un camino más corto. Una prevención segura de las guerras sólo es posible si los hombres acuerdan la institución de una violencia central encargada de entender en todos los conflictos de intereses. Evidentemente, se reúnen aquí dos exigencias: que se cree una instancia superior de esa índole y que se le otorgue el poder requerido. De nada valdría una cosa sin la otra. Ahora bien, la Liga de las Naciones se concibe como esa instancia, mas la otra condición no ha sido cumplida; ella no tiene un poder propio y sólo puede recibirlo sí los miembros de la nueva unión, los diferentes Estados, se lo traspasan. Por el momento parece haber pocas perspectivas de que ello ocurra. Pero se miraría incomprensivamente la institución de la Liga de las Naciones si no se supiera que estamos ante un ensayo pocas veces aventurado en la historia de la humanidad -o nunca hecho antes en esa escala-. Es el intento de conquistar la autoridad -es decir, el influjo obligatorio-, que de ordinario descansa en la posesión del poder, mediante la invocación de determinadas actitudes ideales. Hemos averiguado que son dos cosas las que mantienen cohesionada a una comunidad: la compulsión de la violencia y las ligazones de sentimiento -técnicamente se las llama identificaciones- entre sus miembros. Ausente uno de esos factores, es posible que el otro mantenga en pie a la comunidad. Desde luego, aquellas ideas sólo alcanzan predicamento cuando expresan importantes relaciones de comunidad entre los miembros. Cabe preguntar entonces por su fuerza. La historia enseña que de hecho han ejercido su efecto. Por ejemplo, la idea panhelénica, la conciencia de ser mejores que los bárbaros vecinos, que halló expresión tan vigorosa en las anfictionías, los oráculos y las olimpíadas, tuvo fuerza bastante para morigerar las costumbres guerreras entre los griegos, pero evidentemente no fue capaz de prevenir disputas bélicas entre las partículas del pueblo griego y ni siquiera para impedir que una ciudad o una liga de ciudades se aliara con el enemigo persa en detrimento de otra ciudad rival. Tampoco el sentimiento de comunidad en el cristianismo, a pesar de que era bastante poderoso, logró evitar que pequeñas y grandes ciudades cristianas del Renacimiento se procuraran la ayuda del Sultán en sus guerras recíprocas. Y por lo demás, en nuestra época no existe una idea a la que pudiera conferirse semejante autoridad unificadora. Es harto evidente que los ideales nacionales que hoy imperan en los pueblos los esfuerzan a una acción contraria. Ciertas personas predicen que sólo el triunfo universal de la mentalidad bolchevique podrá poner fin a las guerras, pero en todo caso estamos hoy muy lejos de esa meta y quizá se lo conseguiría sólo tras unas espantosas guerras civiles. Parece, pues, que el intento de sustituir un poder objetivo por el poder de las ideas está hoy condenado al fracaso. Se yerra en la cuenta si no se considera que el derecho fue en su origen violencia bruta y todavía no puede prescindir de apoyarse en la violencia.
Ahora puedo pasar a comentar otra de sus tesis. Usted se asombra de que resulte tan fácil entusiasmar a los hombres con la guerra y, conjetura, algo debe de moverlos, una pulsión a odiar y aniquilar, que transija con ese azuzamiento. También en esto debo manifestarle mi total acuerdo. Creemos en la existencia de una pulsión de esa índole y justamente en los últimos años nos hemos empeñado en estudiar sus exteriorizaciones. ¿Me autoriza a exponerle, con este motivo, una parte de la doctrina de las pulsiones a que hemos arribado en el psicoanálisis tras muchos tanteos y vacilaciones?
Suponemos que las pulsiones del ser humano son sólo de dos clases: aquellas que quieren conservar y reunir -las llamamos eróticas, exactamente en el sentido de Eros en El banquete de Platón, o sexuales, con una conciente ampliación del concepto popular de sexualidad-, y otras que quieren destruir y matar; a estas últimas las reunimos bajo el título de pulsión de agresión o de destrucción. Como usted ve, no es sino la trasfiguración teórica de la universalmente conocida oposición entre amor y odio; esta quizá mantenga un nexo primordial con la polaridad entre atracción y repulsión, que desempeña un papel en la disciplina de usted. Ahora permítame que no introduzca demasiado rápido las valoraciones del bien y el mal. Cada una de estas pulsiones es tan indispensable como la otra; de las acciones conjugadas y contrarias de ambas surgen los fenómenos de la vida. Parece que nunca una pulsión perteneciente a una de esas clases puede actuar aislada; siempre está conectada -decimos: aleada- con cierto monto de la otra parte, que modifica su meta o en ciertas circunstancias es condición indispensable para alcanzarla. Así, la pulsión de autoconservación es sin duda de naturaleza erótica, pero justamente ella necesita disponer de la agresión si es que ha de conseguir su propósito. De igual modo, la pulsión de amor dirigida a objetos requiere un complemento de pulsión de apoderamiento si es que ha de tomar su objeto. La dificultad de aislar ambas variedades de pulsión en sus exteriorizaciones es lo que por tanto tiempo nos estorbó el discernirlas.
Si usted quiere dar conmigo otro paso le diré que las acciones humanas permiten entrever aún una complicación de otra índole. Rarísima vez la acción es obra de una única moción pulsional, que ya en sí y por sí debe estar compuesta de Eros y destrucción. En general confluyen para posibilitar la acción varios motivos edificados de esa misma manera. Ya lo sabía uno de sus colegas, un profesor Lichtenberg, quien en tiempos de nuestros clásicos enseñaba física en Gotinga; pero acaso fue más importante como psicólogo que como físico. Inventó la Rosa de los Motivos al decir: «Los móviles {Bewegungsgründe} por los que uno hace algo podrían ordenarse, pues, como los 32 rumbos de la Rosa de los Vientos, y sus nombres, formarse de modo semejante; por ejemplo, "pan-panfama" o "fama-famapan"». Entonces, cuando los hombres son exhortados a la guerra, puede que en ellos responda afirmativamente a ese llamado toda una serie ¿le motivos, nobles y vulgares, unos de los que se habla en voz alta y otros que se callan. No tenemos ocasión de desnudarlos todos. Por cierto que entre ellos se cuenta el placer de agredir y destruir; innumerables crueldades de la historia y de la vida cotidiana confirman su existencia y su intensidad. El entrelazamiento de esas aspiraciones destructivas con otras, eróticas e ideales, facilita desde luego su satisfacción. Muchas veces, cuando nos enteramos de los hechos crueles de la historia, tenemos la impresión de que los motivos ideales sólo sirvieron de pretexto a las apetencias destructivas; y otras veces, por ejemplo ante las crueldades de la Santa Inquisición, nos parece como si los motivos ideales se hubieran esforzado hacía adelante, hasta la conciencia, aportándoles los destructivos un refuerzo inconciente. Ambas cosas son posibles.
Tengo reparos en abusar de su interés, que se dirige a la prevención de las guerras, no a nuestras teorías. Pero querría demorarme todavía un instante en nuestra pulsión de destrucción, en modo alguno apreciada en toda su significatividad. Pues bien; con algún gasto de especulación hemos arribado a la concepción de que ella trabaja dentro de todo ser vivo y se afana en producir su descomposición, en reconducir la vida al estado de la materia inanimada. Merecería con toda seriedad el nombre de una pulsión de muerte, mientras que las pulsiones eróticas representan {repräsentieren} los afanes de la vida. La pulsión de muerte deviene pulsión de destrucción cuando es dirigida hacia afuera, hacia los objetos, con ayuda de órganos particulares. El ser vivo preserva su propia vida destruyendo la ajena, por así decir. Empero, una porción de la pulsión de muerte permanece activa en el interior del ser vivo, y hemos intentado deducir toda una serie de fenómenos normales y patológicos de esta interiorización de la pulsión destructiva. Y hasta hemos cometido la herejía de explicar la génesis de nuestra conciencia moral por esa vuelta de la agresión hacia adentro. Como usted habrá de advertir, en modo alguno será inocuo que ese proceso se consume en escala demasiado grande; ello es directamente nocivo, en tanto que la vuelta de esas fuerzas pulsionales hacia la destrucción en el mundo exterior aligera al ser vivo y no puede menos que ejercer un efecto benéfico sobre él. Sirva esto como disculpa biológica de todas las aspiraciones odiosas y peligrosas contra las que combatimos. Es preciso admitir que están más próximas a la naturaleza que nuestra resistencia a ellas, para la cual debemos hallar todavía una explicación. Acaso tenga usted la impresión de que nuestras teorías constituyen una suerte de mitología, y en tal caso ni siquiera una mitología alegre. Pero, ¿no desemboca toda ciencia natural en una mitología de esta índole? ¿Les va a ustedes de otro modo en la física hoy?
De lo anterior extraemos esta conclusión para nuestros fines inmediatos: no ofrece perspectiva ninguna pretender el desarraigo de las inclinaciones agresivas de los hombres. Dicen que en comarcas dichosas de la Tierra, donde la naturaleza brinda con prodigalidad al hombre todo cuanto le hace falta, existen estirpes cuya vida trascurre en la mansedumbre y desconocen la compulsión y la agresión. Difícil me resulta creerlo, me gustaría averiguar más acerca de esos dichosos. También los bolcheviques esperan hacer desaparecer la agresión entre los hombres asegurándoles la satisfacción de sus necesidades materiales y, en lo demás, estableciendo la igualdad entre los participantes de la comunidad. Yo lo considero una ilusión, Por ahora ponen el máximo cuidado en su armamento, y el odio a los extraños no es el menos intenso de los motivos con que promueven la cohesión de sus seguidores., Es claro que, como usted mismo puntualiza, no se trata de eliminar por completo la inclinación de los hombres a agredir; puede intentarse desviarla lo bastante para que no deba encontrar su expresión en la guerra.
Desde nuestra doctrina mitológica de las pulsiones hallamos fácilmente una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la guerra. Si la aquiescencia a la guerra es un desborde de la pulsíón de destrucción, lo natural será apelar a su contraría, el Eros. Todo cuanto establezca ligazones de sentimiento entre los hombres no podrá menos que ejercer un efecto contrario a la guerra. Tales ligazones pueden ser de dos clases. En primer lugar, vínculos como los que se tienen con un objeto de amor, aunque sin metas sexuales. El psicoanálisis no tiene motivo para avergonzarse por hablar aquí de amor, pues la religión dice lo propio: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Ahora bien, es fácil demandarlo, pero difícil cumplirlo (ver nota). La otra clase de ligazón de sentimiento es la que se produce por identificación. Todo lo que establezca sustantivas relaciones de comunidad entre los hombres provocará esos sentimientos comunes, esas identificaciones. Sobre ellas descansa en buena parte el edificio de la sociedad humana.
Una queja de usted sobre el abuso de la autoridad me indica un segundo rumbo para la lucha indirecta contra la inclinación bélica. Es parte de la desigualdad innata y no eliminable entre los seres humanos que se separen en conductores y súbditos. Estos últimos constituyen la inmensa mayoría, necesitan de una autoridad que tome por ellos unas decisiones que las más de las veces acatarán incondicionalmente. En este punto habría que intervenir; debería ponerse mayor cuidado que hasta ahora en la educación de un estamento superior de hombres de pensamiento autónomo, que no puedan ser amedrentados y luchen por la verdad, sobre quienes recaería la conducción de las masas heterónomas. No hace falta demostrar que los abusos de los poderes del Estado {Staatsgewalt} y la prohibición de pensar decretada por la Iglesia no favorecen una generación así. Lo ideal sería, desde luego, una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida pulsional a la dictadura de la razón. Ninguna otra cosa sería capaz de producir una unión más perfecta y resistente entre los hombres, aun renunciando a las ligazones de sentimiento entre ellos (ver nota). Pero con muchísima probabilidad es una esperanza utópica. Las otras vías de estorbo indirecto de la guerra son por cierto más transitables, pero no prometen un éxito rápido. No se piensa de buena gana en molinos de tan lenta molienda que uno podría morirse de hambre antes de recibir la harina.
Como usted ve, no se obtiene gran cosa pidiendo consejo sobre tareas prácticas urgentes al teórico alejado de la vida social. Lo mejor es empeñarse en cada caso por enfrentar el peligro con los medios que se tienen a mano. Sin embargo, me gustaría tratar todavía un problema que usted no planteó en su carta y que me interesa particularmente: ¿Por qué nos sublevamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos otros? ¿Por qué no la admitimos como una de las tantas penosas calamidades de la vida? Es que ella parece acorde a la naturaleza, bien fundada biológicamente y apenas evitable en la práctica. Que no le indigne a usted mi planteo. A los fines de una indagación como esta, acaso sea lícito ponerse la máscara de una superioridad que uno no posee realmente. La respuesta sería: porque todo hombre tiene derecho a su propia vida, porque la guerra aniquila promisorias vidas humanas, pone al individuo en situaciones indignas, lo compele a matar a otros, cosa que él no quiere, destruye preciosos valores materiales, productos del trabajo humano, y tantas cosas más. También, que la guerra en su forma actual ya no da oportunidad ninguna para cumplir el viejo ideal heroico, y que debido al perfeccionamiento de los medios de destrucción una guerra futura significaría el exterminio de uno de los contendientes o de ambos. Todo eso es cierto y parece tan indiscutible que sólo cabe asombrarse de que las guerras no se hayan desestimado ya por un convenio universal entre los hombres. Sin embargo, se puede poner en entredicho algunos de estos puntos. Es discutible que la comunidad no deba tener también un derecho sobre la vida del individuo; no es posible condenar todas las clases de guerra por igual; mientras existan reinos y naciones dispuestos a la aniquilación despiadada de otros, estos tienen que estar armados para la guerra. Pero pasemos con rapidez sobre todo eso, no es la discusión a que usted me ha invitado. Apunto a algo diferente; creo que la principal razón por la cual nos sublevamos contra la guerra es que no podemos hacer otra cosa. Somos pacifistas porque nos vemos precisados a serlo por razones orgánicas. Después nos resultará fácil justificar nuestra actitud mediante argumentos.
Esto no se comprende, claro está, sin explicación. Opino lo siguiente: Desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad el proceso del desarrollo de la cultura. (Sé que otros prefieren llamarla «civilización».) A este proceso debemos lo mejor que hemos llegado a ser y una buena parte de aquello a raíz de lo cual penamos. Sus ocasiones y comienzos son oscuros, su desenlace incierto, algunos de sus caracteres muy visibles. Acaso lleve a la extinción de la especie humana, pues perjudica la función sexual en más de una manera, y ya hoy las razas incultas y los estratos rezagados de la población se multiplican con mayor intensidad que los de elevada cultura. Quizás este proceso sea comparable con la domesticación de ciertas especies animales; es indudable que conlleva alteraciones corporales; pero el desarrollo de la cultura como un proceso orgánico de esa índole no ha pasado a ser todavía una representación familiar (ver nota). Las alteraciones psíquicas sobrevenidas con el proceso cultural son llamativas e indubitables. Consisten en un progresivo desplazamiento de las metas pulsionales y en una limitación de las mociones pulsionales. Sensaciones placenteras para nuestros ancestros se han vuelto para nosotros indiferentes o aun insoportables; el cambio de nuestros reclamos ideales éticos y estéticos reconoce fundamentos orgánicos. Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen los más importantes: el fortalecimiento del intelecto, que empieza a gobernar a la vida pulsional, y la interiorización de la inclinación a agredir, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas. Ahora bien, la guerra contradice de la manera más flagrante las actitudes psíquicas que nos impone el proceso cultural, y por eso nos vemos precisados a sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no la soportamos más. La nuestra no es una mera repulsa intelectual y afectiva: es en nosotros, los pacifistas, una intolerancia constitucional, una idiosincrasia extrema, por así decir. Y hasta parece que los desmedros estéticos de la guerra no cuentan mucho menos para nuestra repulsa que sus crueldades.
¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros también se vuelvan pacifistas? No es posible decirlo, pero acaso no sea una esperanza utópica que el influjo de esos dos factores, el de la actitud cultural y el de la justificada angustia ante los efectos de una guerra futura, haya de poner fin a las guerras en una época no lejana. Por qué caminos o rodeos, eso no podemos colegirlo. Entretanto tenemos derecho a decirnos: todo lo que promueva el desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra (ver nota).
Saludo a usted cordialmente, y le pido me disculpe si mi exposición lo ha desilusionado.
Pero también sobre esto lo ha dicho usted casi todo en su carta. Me ha ganado el rumbo de barlovento, por así decir, pero de buena gana navegaré siguiendo su estela y me limitaré a corroborar todo cuanto usted expresa, procurando exponerlo más ampliamente según mi mejor saber -o conjeturar-.
Comienza usted con el nexo entre derecho y poder. Es ciertamente el punto de partida correcto para nuestra indagación. ¿Estoy autorizado a sustituir la palabra «poder» por «violencia» {«Gewalt»}, más dura y estridente? Derecho y violencia son hoy opuestos para nosotros. Es fácil mostrar que uno se desarrolló desde la otra, y si nos remontamos a los orígenes y pesquisamos cómo ocurrió eso la primera vez, la solución nos cae sin trabajo en las manos. Pero discúlpeme sí en lo que sigue cuento, como si fueran algo nuevo, cosas que todos saben y admiten; es la trabazón argumental la que me fuerza a ello.
Pues bien; los conflictos de intereses entre los hombres se zanjan en principio mediante la violencia. Así es en todo el reino animal, del que el hombre no debiera excluirse; en su caso se suman todavía conflictos de opiniones, que alcanzan hasta el máximo grado de la abstracción y parecen requerir de otra técnica para resolverse. Pero esa es una complicación tardía. Al comienzo, en una pequeña horda de seres humanos, era la fuerza muscular la que decidía a quién pertenecía algo o de quién debía hacerse la voluntad. La fuerza muscular se vio pronto aumentada y sustituida por el uso de instrumentos: vence quien tiene las mejores armas o las emplea con más destreza. Al introducirse las armas, ya la superioridad mental empieza a ocupar el lugar de la fuerza muscular bruta; el propósito último de la lucha sigue siendo el mismo: una de las partes, por el daño que reciba o por la paralización de sus fuerzas, será constreñida a deponer su reclamo o su antagonismo. Ello se conseguirá de la manera más radical cuando la violencia elimine duraderamente al contrincante, o sea, cuando lo mate. Esto tiene la doble ventaja de impedir que reinicie otra vez su oposición y de que su destino hará que otros se arredren de seguir su ejemplo. Además, la muerte del enemigo satisface una inclinación pulsional que habremos de mencionar más adelante. Es posible que este propósito de matar se vea contrariado por la consideración de que puede utilizarse al enemigo en servicios provechosos si, amedrentado, se lo deja con vida. Entonces la violencia se contentará con someterlo en vez de matarlo. Es el comienzo del respeto por la vida del enemigo, pero el triunfador tiene que contar en lo sucesivo con el acechante afán de venganza del vencido y así resignar una parte de su propia seguridad.
He ahí, pues, el estado originario, el imperio del poder más grande, de la violencia bruta o apoyada en el intelecto. Sabemos que este régimen se modificó en el curso del desarrollo, cierto camino llevó de la violencia al derecho. ¿Pero cuál camino? Uno solo, yo creo. Pasó a través del hecho de que la mayor fortaleza de uno podía ser compensada por la unión de varios débiles. «L'union fait la force». La violencia es quebrantada por la unión, y ahora el poder de estos unidos constituye el derecho en oposición a la violencia del único. Vemos que el derecho es el poder de una comunidad. Sigue siendo una violencia pronta a dirigirse contra cualquier individuo que le haga frente; trabaja con los mismos medios, persigue los mismos fines; la diferencia sólo reside, real y efectivamente, en que ya no es la violencia de un individuo la que se impone, sino la de la comunidad. Ahora bien, para que se consume ese paso de la violencia al nuevo derecho es preciso que se cumpla una condición psicológica. La unión de los muchos tiene que ser permanente, duradera. Nada se habría conseguido si se formara sólo a fin de combatir a un hiperpoderoso y se dispersara tras su doblegamiento. El próximo que se creyera más potente aspiraría de nuevo a un imperio violento y el juego se repetiría sin término. La comunidad debe ser conservada de manera permanente, debe organizarse, promulgar ordenanzas, prevenir las sublevaciones temidas, estatuir órganos que velen por la observancia de aquellas -de las leyes- y tengan a su cargo la ejecución de los actos de violencia acordes al derecho. En la admisión de tal comunidad de intereses se establecen entre los miembros de un grupo de hombres unidos ciertas ligazones de sentimiento, ciertos sentimientos comunitarios en que estriba su genuina fortaleza.
Opino que con ello ya está dado todo lo esencial: el doblegamiento de la violencia mediante el recurso de trasferir el poder a una unidad mayor que se mantiene cohesionada por ligazones de sentimiento entre sus miembros. Todo lo demás son aplicaciones de detalle y repeticiones. Las circunstancias son simples mientras la comunidad se compone sólo de un número de individuos de igual potencia. Las leyes de esa asociación determinan entonces la medida en que el individuo debe renunciar a la libertad personal de aplicar su fuerza como violencia, a fin de que sea posible una convivencia segura. Pero semejante estado de reposo {Ruhezustand} es concebible sólo en la teoría; en la realidad, la situación se complica por el hecho de que la comunidad incluye desde el comienzo elementos de poder desigual, varones y mujeres, padres e hijos, y pronto, a consecuencia de la guerra y el sometimiento, vencedores y vencidos, que se trasforman en amos y esclavos. Entonces el derecho de la comunidad se convierte en la expresión de las desiguales relaciones de poder que imperan en su seno; las leyes son hechas por los dominadores y para ellos, y son escasos los derechos concedidos a los sometidos. A partir de allí hay en la comunidad dos fuentes de movimiento en el derecho {Rechtsunruhe}, pero también de su desarrollo. En primer lugar, los intentos de ciertos individuos entre los dominadores para elevarse por encima de todas las limitaciones vigentes, vale decir, para retrogradar del imperio del derecho al de la violencia; y en segundo lugar, los continuos empeños de los oprimidos para procurarse más poder y ver reconocidos esos cambios en la ley, vale decir, para avanzar, al contrario, de un derecho desparejo a la igualdad de derecho. Esta última corriente se vuelve particularmente sustantiva cuando en el interior de la comunidad sobrevienen en efecto desplazamientos en las relaciones de poder, como puede suceder a consecuencia de variados factores históricos. El derecho puede entonces adecuarse poco a poco a las nuevas relaciones de poder, o, lo que es más frecuente, si la clase dominante no está dispuesta a dar razón de ese cambio, se llega a la sublevación, la guerra civil, esto es, a una cancelación temporaria del derecho y a nuevas confrontaciones de violencia tras cuyo desenlace se instituye un nuevo orden de derecho. Además, hay otra fuente de cambio del derecho, que sólo se exterioriza de manera pacífica: es la modificación cultural de los miembros de la comunidad; pero pertenece a un contexto que sólo más tarde podrá tomarse en cuenta.
Vemos, pues, que aun dentro de una unidad de derecho no fue posible evitar la tramitación violenta de los conflictos de intereses. Pero las relaciones de dependencia necesaria y de recíproca comunidad que derivan de la convivencia en un mismo territorio propician una terminación rápida de tales luchas, y bajo esas condiciones aumenta de continuo la probabilidad de soluciones pacíficas. Sin embargo, un vistazo a la historia humana nos muestra una serie incesante de conflictos entre un grupo social y otro o varios, entre unidades mayores y menores, municipios, comarcas, linajes, pueblos, reinos, que casi siempre se deciden mediante la confrontación de fuerzas en la guerra. Tales guerras desembocan en el pillaje o en el sometimiento total, la conquista de una de las partes. No es posible formular un juicio unitario sobre esas guerras de conquista. Muchas, como las de los mongoles y turcos, no aportaron sino infortunio; otras, por el contrarío, contribuyeron a la trasmudación de violencia en derecho, pues produjeron unidades mayores dentro de las cuales cesaba la posibilidad de emplear la violencia y un nuevo orden de derecho zanjaba los conflictos. Así, las conquistas romanas trajeron la preciosa pax romana para los pueblos del Mediterráneo. El gusto de los reyes franceses por el engrandecimiento creó una Francia floreciente, pacíficamente unida. Por paradójico que suene, habría que confesar que la guerra no sería un medio inapropiado para establecer la anhelada paz «eterna», ya que es capaz de crear aquellas unidades mayores dentro de las cuales una poderosa violencia central vuelve imposible ulteriores guerras. Empero, no es idónea para ello, pues los resultados de la conquista no suelen ser duraderos; las unidades recién creadas vuelven a disolverse las más de las veces debido a la deficiente cohesión de la parte unida mediante la violencia. Además, la conquista sólo ha podido crear hasta hoy uniones parciales, si bien de mayor extensión, cuyos conflictos suscitaron más que nunca la resolución violenta. Así, la consecuencia de todos esos empeños guerreros sólo ha sido que la humanidad permutara numerosas guerras pequeñas e incesantes por grandes guerras, infrecuentes, pero tanto más devastadoras.
Aplicado esto a nuestro presente, se llega al mismo resultado que usted obtuvo por un camino más corto. Una prevención segura de las guerras sólo es posible si los hombres acuerdan la institución de una violencia central encargada de entender en todos los conflictos de intereses. Evidentemente, se reúnen aquí dos exigencias: que se cree una instancia superior de esa índole y que se le otorgue el poder requerido. De nada valdría una cosa sin la otra. Ahora bien, la Liga de las Naciones se concibe como esa instancia, mas la otra condición no ha sido cumplida; ella no tiene un poder propio y sólo puede recibirlo sí los miembros de la nueva unión, los diferentes Estados, se lo traspasan. Por el momento parece haber pocas perspectivas de que ello ocurra. Pero se miraría incomprensivamente la institución de la Liga de las Naciones si no se supiera que estamos ante un ensayo pocas veces aventurado en la historia de la humanidad -o nunca hecho antes en esa escala-. Es el intento de conquistar la autoridad -es decir, el influjo obligatorio-, que de ordinario descansa en la posesión del poder, mediante la invocación de determinadas actitudes ideales. Hemos averiguado que son dos cosas las que mantienen cohesionada a una comunidad: la compulsión de la violencia y las ligazones de sentimiento -técnicamente se las llama identificaciones- entre sus miembros. Ausente uno de esos factores, es posible que el otro mantenga en pie a la comunidad. Desde luego, aquellas ideas sólo alcanzan predicamento cuando expresan importantes relaciones de comunidad entre los miembros. Cabe preguntar entonces por su fuerza. La historia enseña que de hecho han ejercido su efecto. Por ejemplo, la idea panhelénica, la conciencia de ser mejores que los bárbaros vecinos, que halló expresión tan vigorosa en las anfictionías, los oráculos y las olimpíadas, tuvo fuerza bastante para morigerar las costumbres guerreras entre los griegos, pero evidentemente no fue capaz de prevenir disputas bélicas entre las partículas del pueblo griego y ni siquiera para impedir que una ciudad o una liga de ciudades se aliara con el enemigo persa en detrimento de otra ciudad rival. Tampoco el sentimiento de comunidad en el cristianismo, a pesar de que era bastante poderoso, logró evitar que pequeñas y grandes ciudades cristianas del Renacimiento se procuraran la ayuda del Sultán en sus guerras recíprocas. Y por lo demás, en nuestra época no existe una idea a la que pudiera conferirse semejante autoridad unificadora. Es harto evidente que los ideales nacionales que hoy imperan en los pueblos los esfuerzan a una acción contraria. Ciertas personas predicen que sólo el triunfo universal de la mentalidad bolchevique podrá poner fin a las guerras, pero en todo caso estamos hoy muy lejos de esa meta y quizá se lo conseguiría sólo tras unas espantosas guerras civiles. Parece, pues, que el intento de sustituir un poder objetivo por el poder de las ideas está hoy condenado al fracaso. Se yerra en la cuenta si no se considera que el derecho fue en su origen violencia bruta y todavía no puede prescindir de apoyarse en la violencia.
Ahora puedo pasar a comentar otra de sus tesis. Usted se asombra de que resulte tan fácil entusiasmar a los hombres con la guerra y, conjetura, algo debe de moverlos, una pulsión a odiar y aniquilar, que transija con ese azuzamiento. También en esto debo manifestarle mi total acuerdo. Creemos en la existencia de una pulsión de esa índole y justamente en los últimos años nos hemos empeñado en estudiar sus exteriorizaciones. ¿Me autoriza a exponerle, con este motivo, una parte de la doctrina de las pulsiones a que hemos arribado en el psicoanálisis tras muchos tanteos y vacilaciones?
Suponemos que las pulsiones del ser humano son sólo de dos clases: aquellas que quieren conservar y reunir -las llamamos eróticas, exactamente en el sentido de Eros en El banquete de Platón, o sexuales, con una conciente ampliación del concepto popular de sexualidad-, y otras que quieren destruir y matar; a estas últimas las reunimos bajo el título de pulsión de agresión o de destrucción. Como usted ve, no es sino la trasfiguración teórica de la universalmente conocida oposición entre amor y odio; esta quizá mantenga un nexo primordial con la polaridad entre atracción y repulsión, que desempeña un papel en la disciplina de usted. Ahora permítame que no introduzca demasiado rápido las valoraciones del bien y el mal. Cada una de estas pulsiones es tan indispensable como la otra; de las acciones conjugadas y contrarias de ambas surgen los fenómenos de la vida. Parece que nunca una pulsión perteneciente a una de esas clases puede actuar aislada; siempre está conectada -decimos: aleada- con cierto monto de la otra parte, que modifica su meta o en ciertas circunstancias es condición indispensable para alcanzarla. Así, la pulsión de autoconservación es sin duda de naturaleza erótica, pero justamente ella necesita disponer de la agresión si es que ha de conseguir su propósito. De igual modo, la pulsión de amor dirigida a objetos requiere un complemento de pulsión de apoderamiento si es que ha de tomar su objeto. La dificultad de aislar ambas variedades de pulsión en sus exteriorizaciones es lo que por tanto tiempo nos estorbó el discernirlas.
Si usted quiere dar conmigo otro paso le diré que las acciones humanas permiten entrever aún una complicación de otra índole. Rarísima vez la acción es obra de una única moción pulsional, que ya en sí y por sí debe estar compuesta de Eros y destrucción. En general confluyen para posibilitar la acción varios motivos edificados de esa misma manera. Ya lo sabía uno de sus colegas, un profesor Lichtenberg, quien en tiempos de nuestros clásicos enseñaba física en Gotinga; pero acaso fue más importante como psicólogo que como físico. Inventó la Rosa de los Motivos al decir: «Los móviles {Bewegungsgründe} por los que uno hace algo podrían ordenarse, pues, como los 32 rumbos de la Rosa de los Vientos, y sus nombres, formarse de modo semejante; por ejemplo, "pan-panfama" o "fama-famapan"». Entonces, cuando los hombres son exhortados a la guerra, puede que en ellos responda afirmativamente a ese llamado toda una serie ¿le motivos, nobles y vulgares, unos de los que se habla en voz alta y otros que se callan. No tenemos ocasión de desnudarlos todos. Por cierto que entre ellos se cuenta el placer de agredir y destruir; innumerables crueldades de la historia y de la vida cotidiana confirman su existencia y su intensidad. El entrelazamiento de esas aspiraciones destructivas con otras, eróticas e ideales, facilita desde luego su satisfacción. Muchas veces, cuando nos enteramos de los hechos crueles de la historia, tenemos la impresión de que los motivos ideales sólo sirvieron de pretexto a las apetencias destructivas; y otras veces, por ejemplo ante las crueldades de la Santa Inquisición, nos parece como si los motivos ideales se hubieran esforzado hacía adelante, hasta la conciencia, aportándoles los destructivos un refuerzo inconciente. Ambas cosas son posibles.
Tengo reparos en abusar de su interés, que se dirige a la prevención de las guerras, no a nuestras teorías. Pero querría demorarme todavía un instante en nuestra pulsión de destrucción, en modo alguno apreciada en toda su significatividad. Pues bien; con algún gasto de especulación hemos arribado a la concepción de que ella trabaja dentro de todo ser vivo y se afana en producir su descomposición, en reconducir la vida al estado de la materia inanimada. Merecería con toda seriedad el nombre de una pulsión de muerte, mientras que las pulsiones eróticas representan {repräsentieren} los afanes de la vida. La pulsión de muerte deviene pulsión de destrucción cuando es dirigida hacia afuera, hacia los objetos, con ayuda de órganos particulares. El ser vivo preserva su propia vida destruyendo la ajena, por así decir. Empero, una porción de la pulsión de muerte permanece activa en el interior del ser vivo, y hemos intentado deducir toda una serie de fenómenos normales y patológicos de esta interiorización de la pulsión destructiva. Y hasta hemos cometido la herejía de explicar la génesis de nuestra conciencia moral por esa vuelta de la agresión hacia adentro. Como usted habrá de advertir, en modo alguno será inocuo que ese proceso se consume en escala demasiado grande; ello es directamente nocivo, en tanto que la vuelta de esas fuerzas pulsionales hacia la destrucción en el mundo exterior aligera al ser vivo y no puede menos que ejercer un efecto benéfico sobre él. Sirva esto como disculpa biológica de todas las aspiraciones odiosas y peligrosas contra las que combatimos. Es preciso admitir que están más próximas a la naturaleza que nuestra resistencia a ellas, para la cual debemos hallar todavía una explicación. Acaso tenga usted la impresión de que nuestras teorías constituyen una suerte de mitología, y en tal caso ni siquiera una mitología alegre. Pero, ¿no desemboca toda ciencia natural en una mitología de esta índole? ¿Les va a ustedes de otro modo en la física hoy?
De lo anterior extraemos esta conclusión para nuestros fines inmediatos: no ofrece perspectiva ninguna pretender el desarraigo de las inclinaciones agresivas de los hombres. Dicen que en comarcas dichosas de la Tierra, donde la naturaleza brinda con prodigalidad al hombre todo cuanto le hace falta, existen estirpes cuya vida trascurre en la mansedumbre y desconocen la compulsión y la agresión. Difícil me resulta creerlo, me gustaría averiguar más acerca de esos dichosos. También los bolcheviques esperan hacer desaparecer la agresión entre los hombres asegurándoles la satisfacción de sus necesidades materiales y, en lo demás, estableciendo la igualdad entre los participantes de la comunidad. Yo lo considero una ilusión, Por ahora ponen el máximo cuidado en su armamento, y el odio a los extraños no es el menos intenso de los motivos con que promueven la cohesión de sus seguidores., Es claro que, como usted mismo puntualiza, no se trata de eliminar por completo la inclinación de los hombres a agredir; puede intentarse desviarla lo bastante para que no deba encontrar su expresión en la guerra.
Desde nuestra doctrina mitológica de las pulsiones hallamos fácilmente una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la guerra. Si la aquiescencia a la guerra es un desborde de la pulsíón de destrucción, lo natural será apelar a su contraría, el Eros. Todo cuanto establezca ligazones de sentimiento entre los hombres no podrá menos que ejercer un efecto contrario a la guerra. Tales ligazones pueden ser de dos clases. En primer lugar, vínculos como los que se tienen con un objeto de amor, aunque sin metas sexuales. El psicoanálisis no tiene motivo para avergonzarse por hablar aquí de amor, pues la religión dice lo propio: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Ahora bien, es fácil demandarlo, pero difícil cumplirlo (ver nota). La otra clase de ligazón de sentimiento es la que se produce por identificación. Todo lo que establezca sustantivas relaciones de comunidad entre los hombres provocará esos sentimientos comunes, esas identificaciones. Sobre ellas descansa en buena parte el edificio de la sociedad humana.
Una queja de usted sobre el abuso de la autoridad me indica un segundo rumbo para la lucha indirecta contra la inclinación bélica. Es parte de la desigualdad innata y no eliminable entre los seres humanos que se separen en conductores y súbditos. Estos últimos constituyen la inmensa mayoría, necesitan de una autoridad que tome por ellos unas decisiones que las más de las veces acatarán incondicionalmente. En este punto habría que intervenir; debería ponerse mayor cuidado que hasta ahora en la educación de un estamento superior de hombres de pensamiento autónomo, que no puedan ser amedrentados y luchen por la verdad, sobre quienes recaería la conducción de las masas heterónomas. No hace falta demostrar que los abusos de los poderes del Estado {Staatsgewalt} y la prohibición de pensar decretada por la Iglesia no favorecen una generación así. Lo ideal sería, desde luego, una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida pulsional a la dictadura de la razón. Ninguna otra cosa sería capaz de producir una unión más perfecta y resistente entre los hombres, aun renunciando a las ligazones de sentimiento entre ellos (ver nota). Pero con muchísima probabilidad es una esperanza utópica. Las otras vías de estorbo indirecto de la guerra son por cierto más transitables, pero no prometen un éxito rápido. No se piensa de buena gana en molinos de tan lenta molienda que uno podría morirse de hambre antes de recibir la harina.
Como usted ve, no se obtiene gran cosa pidiendo consejo sobre tareas prácticas urgentes al teórico alejado de la vida social. Lo mejor es empeñarse en cada caso por enfrentar el peligro con los medios que se tienen a mano. Sin embargo, me gustaría tratar todavía un problema que usted no planteó en su carta y que me interesa particularmente: ¿Por qué nos sublevamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos otros? ¿Por qué no la admitimos como una de las tantas penosas calamidades de la vida? Es que ella parece acorde a la naturaleza, bien fundada biológicamente y apenas evitable en la práctica. Que no le indigne a usted mi planteo. A los fines de una indagación como esta, acaso sea lícito ponerse la máscara de una superioridad que uno no posee realmente. La respuesta sería: porque todo hombre tiene derecho a su propia vida, porque la guerra aniquila promisorias vidas humanas, pone al individuo en situaciones indignas, lo compele a matar a otros, cosa que él no quiere, destruye preciosos valores materiales, productos del trabajo humano, y tantas cosas más. También, que la guerra en su forma actual ya no da oportunidad ninguna para cumplir el viejo ideal heroico, y que debido al perfeccionamiento de los medios de destrucción una guerra futura significaría el exterminio de uno de los contendientes o de ambos. Todo eso es cierto y parece tan indiscutible que sólo cabe asombrarse de que las guerras no se hayan desestimado ya por un convenio universal entre los hombres. Sin embargo, se puede poner en entredicho algunos de estos puntos. Es discutible que la comunidad no deba tener también un derecho sobre la vida del individuo; no es posible condenar todas las clases de guerra por igual; mientras existan reinos y naciones dispuestos a la aniquilación despiadada de otros, estos tienen que estar armados para la guerra. Pero pasemos con rapidez sobre todo eso, no es la discusión a que usted me ha invitado. Apunto a algo diferente; creo que la principal razón por la cual nos sublevamos contra la guerra es que no podemos hacer otra cosa. Somos pacifistas porque nos vemos precisados a serlo por razones orgánicas. Después nos resultará fácil justificar nuestra actitud mediante argumentos.
Esto no se comprende, claro está, sin explicación. Opino lo siguiente: Desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad el proceso del desarrollo de la cultura. (Sé que otros prefieren llamarla «civilización».) A este proceso debemos lo mejor que hemos llegado a ser y una buena parte de aquello a raíz de lo cual penamos. Sus ocasiones y comienzos son oscuros, su desenlace incierto, algunos de sus caracteres muy visibles. Acaso lleve a la extinción de la especie humana, pues perjudica la función sexual en más de una manera, y ya hoy las razas incultas y los estratos rezagados de la población se multiplican con mayor intensidad que los de elevada cultura. Quizás este proceso sea comparable con la domesticación de ciertas especies animales; es indudable que conlleva alteraciones corporales; pero el desarrollo de la cultura como un proceso orgánico de esa índole no ha pasado a ser todavía una representación familiar (ver nota). Las alteraciones psíquicas sobrevenidas con el proceso cultural son llamativas e indubitables. Consisten en un progresivo desplazamiento de las metas pulsionales y en una limitación de las mociones pulsionales. Sensaciones placenteras para nuestros ancestros se han vuelto para nosotros indiferentes o aun insoportables; el cambio de nuestros reclamos ideales éticos y estéticos reconoce fundamentos orgánicos. Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen los más importantes: el fortalecimiento del intelecto, que empieza a gobernar a la vida pulsional, y la interiorización de la inclinación a agredir, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas. Ahora bien, la guerra contradice de la manera más flagrante las actitudes psíquicas que nos impone el proceso cultural, y por eso nos vemos precisados a sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no la soportamos más. La nuestra no es una mera repulsa intelectual y afectiva: es en nosotros, los pacifistas, una intolerancia constitucional, una idiosincrasia extrema, por así decir. Y hasta parece que los desmedros estéticos de la guerra no cuentan mucho menos para nuestra repulsa que sus crueldades.
¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros también se vuelvan pacifistas? No es posible decirlo, pero acaso no sea una esperanza utópica que el influjo de esos dos factores, el de la actitud cultural y el de la justificada angustia ante los efectos de una guerra futura, haya de poner fin a las guerras en una época no lejana. Por qué caminos o rodeos, eso no podemos colegirlo. Entretanto tenemos derecho a decirnos: todo lo que promueva el desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra (ver nota).
Saludo a usted cordialmente, y le pido me disculpe si mi exposición lo ha desilusionado.
Sigmund Freud
TRABAJO No. 9
HACER ENSAYO Y ENVIAR AL CORREO ELECTRÓNICO Y SUSTENTAR
EL
BENEFICIO ES LO QUE CUENTA; Neoliberalismo y orden global.
Noam Chomsky. C
Robert W. McChesney:
en Noam Chomsky: El
beneficio es lo que cuenta. Neoliberalismo y orden global
El neoliberalismo es la política que define el
paradigma económico de
nuestro tiempo: se trata de
las políticas y los procedimientos mediante los que se permite que un número
relativamente pequeno de intereses privados controle todo lo posible la vida
social con objeto de maximizar sus beneficios particulares.
Asociado en un principio con Reagan y Thatcher, el neoliberalismo ha sido
durante las dos últimas décadas la orientación global predominante, económica y
política, que han adoptado los partidos de centro y buena parte de la izquierda
tradicional, así como la derecha. Estos partidos y las políticas que realizan
representan los intereses inmediatos de los inversores sumamente acaudalados y
de menos de un millar de grandes corporaciones.
Fuera de los estudiosos y de los que forman parte
del mundo de los negocios, el término neoliberalismo es en gran medida
desconocido y no lo utiliza el común de la gente, sobre todo en Estados Unidos.
Por el contrario, las iniciativas neoliberales se presentan como políticas de
libre mercado que fomentan la iniciativa privada y la libertad del consumidor,
premian la responsabilidad personal así como la iniciativa empresarial y
socavan la inoperancia de los gobiernos incompetentes, burocráticos y
parasitarios, que nunca hacen nada bueno ni cuando ponen empeño, lo que rara
vez ocurre. La labor de una generación de relaciones públicas financiadas por
las corporaciones ha otorgado a estos términos e ideas un aura sacra. Como
consecuencia, sus alegatos rara vez es menester defenderlos y se invocan para
justificar cualquier cosa, desde para bajar los impuestos de los ricos y
arrumbar las normas ambientales hasta para desmantelar la enseñanza pública y
los programas de prestaciones sociales. De hecho, cualquier actividad que
interfiera el predominio de las corporaciones sobre la sociedad resulta
automáticamente sospechosa, puesto que interferiría el funcionamiento del
mercado libre, que se postula el único asignador racional, justo y democrático
de bienes y servicios. Cuando son elocuentes, los partidarios del
neoliberalismo dan la impresión de estar haciendo un inmenso servicio a los
pobres, al medio ambiente y a todo lo demás mientras realizan políticas que
benefician a la minoría acaudalada.
Las consecuencias económicas de estas políticas
han sido más o menos las mismas en todas partes y exactamente las que cabía
esperar: un impresionante aumento de la desigualdad social y económica, un
marcado aumento de las pérdidas de las naciones y pueblos más pobres del mundo,
un desastre en las condiciones ambientales generales, una economía mundial
inestable y una bonanza sin precedentes para los ricos. Enfrentados a estos
hechos, los defensores del orden neoliberal alegan que los despojos de la buena
vida se extenderán indefectiblemente a las grandes masas de población,
¡mientras no se interfieran las políticas neoliberales que exacerban estos
problemas!
Al final, los neoliberales no ofrecen ni pueden
ofrecer una defensa empírica del mundo que estan construyendo. Por el
contrario, ofrecen -no, exigen- una fe religiosa en la infalibilidad del
mercado no regulado, derivada de teorías decimonónicas que poco tienen que ver
con el mundo actual. La baza definitiva de los defensores del neoliberalismo
consiste, no obstante, en que no hay alternativa. Las sociedades comunistas,
las socialdemocracias e incluso los países con modestas prestaciones sociales,
como Estados Unidos, han fracasado todos, proclaman los neoliberales, y sus
ciudadanos han aceptado el neoliberalismo como el único decurso viable. Puede
que sea imperfecto, pero es el único sistema económico posible.
En momentos anteriores del siglo xx, algunos
críticos calificaron al fascismo de «capitalismo sin miramientos», queriendo
decir que el fascismo era capitalismo puro, sin derechos ni organizaciones
democráticas. En realidad, sabemos que el fascismo es inmensamente más
complejo. El neoliberalismo es de hecho, por otra parte, «capitalismo sin
miramientos». Representa una era en la que las fuerzas empresariales son mas
poderosas y más agresivas, y se enfrentan a una oposición nunca antes menos
organizada. En este clima político se proponen sistematizar su poder político
en todos los frentes posibles y, como consecuencia, hacer cada vez más difícil
cuestionar el capital y casi imposible la mera existencia de fuerzas
democráticas, no mercantiles ni partidarias del mercado.
Precisamente en esta opresión de las fuerzas no
partidarias del mercado vemos como opera el neoliberalismo, no sólo como
sistema económico sino en tanto que también sistema político y cultural. Aquí
son llamativas las diferencias con el fascismo, con su desprecio por la
democracia formal y su muy activa movilización social basada en el racismo y el
nacionalismo. El neoliberalismo funciona mejor dentro de la democracia formal
con elecciones, pero con la población alejada de la información y del acceso a
los foros públicos necesarios para participar significativamente en la toma de
decisiones. Como dijo el gurú neoliberal Milton Friedman en su Capitalismo
y libertad (Capitalism and Freedom), puesto que obtener
beneficios es la esencia de la democracia, todo gobierno que sigue políticas
contrarias al mercado es antidemocrático, con independencia del apoyo popular
bien informado de que disfrute. Por lo tanto, lo mejor es restringir los
gobiernos a la tarea de proteger la propiedad privada y hacer cumplir los
contratos, limitando el debate político a temas de menor enjundia. (Las
cuestiones importantes, la producción y distribución de los recursos, así como
la organización social, deben determinarlas las fuerzas del mercado.)
Equipados con su perversa concepción de la
democracia, los neoliberales como Friedman no sintieron ningún escrúpulo ante
el derrocamiento militar, en 1973, del gobierno chileno democráticamente
elegido de Allende, puesto que Allende estaba obstaculizando el control de la
sociedad chilena por el capital. Después de quince años de una dictadura a
menudo brutal y salvaje -todo en nombre del mercado democrático y libre, en
1989 se restauró la democracia formal con una constitución que hace a los
ciudadanos enormemente más difícil, si no imposible, poner en cuestión el
predominio militar-capitalista en la sociedad chilena. Esto es la democracia
neoliberal en cuatro palabras: debates triviales sobre asuntos secundarios a
cargo de partidos que fundamentalmente persiguen las mismas políticas
favorables al capital, pese a las diferencias formales y las polémicas
electorales. La democracia es permisible mientras el control del capital quede
excluido de las deliberaciones populares y de los cambios, es decir, mientras
no sea una democracia.
El sistema neoliberal tiene, por lo tanto, unas
secuelas importantes y necesarias: una ciudadanía despolitizada, caracterizada
por la apatía y el cinismo. Si los comicios democráticos afectan poco a la vida
social, es irracional dedicarles demasiada atención; en Estados Unidos, el
semillero de la democracia liberal, la participación en las elecciones al
Congreso de 1998 batió un record de mínimos, concurriendo sólo un tercio de
quienes tenían derecho a votar. Aunque a veces dé lugar a preocupación en los
partidos establecidos que, como el Demócrata en Estados Unidos, tienden a
atraer los votos de los desposeídos, la escasa concurrencia a las elecciones
tiende a ser aceptada y fomentada por el poder vigente como algo que está muy
bien, puesto que nada tiene de sorprendente que los no votantes pertenezcan de
manera desproporcionada a las clases pobres y trabajadoras. Las medidas
políticas que podrían hacer crecer rápidamente el interés de los votantes y los
índices de participación son bloqueadas antes de que salgan a la arena pública.
En Estados Unidos, por ejemplo, los dos principales partidos, dominados por el
mundo financiero, con el apoyo de la comunidad empresarial, se han negado a
reformar las leyes que hacen prácticamente imposible crear nuevos partidos
políticos (que pudieran concitar intereses no financieros) y que sean eficaces.
Aunque existe una notable insatisfacción, a menudo señalada, con los
republicanos y con los demócratas, la política electoral es uno de los terrenos
donde significan poco las nociones de competencia y libertad para elegir. En
algunos aspectos, el calibre de los debates y las opciones que ofrecen las
elecciones neoliberales tienden a parecerse más a los del estado comunista de
partido único que a los de una genuina democracia.
Pero lo dicho apenas es un indicio de las
perniciosas consecuencias que tiene el neoliberalismo para la cultura política
comunitaria. Por una parte, la desigualdad social generada por las políticas
neoliberales mina cualquier intento de realizar la igualdad legal necesaria
para que la democracia sea creible. Las grandes corporaciones tienen recursos
para influir en los medios de información y aplastar la actividad política, y
es, por consiguiente, lo que hacen. En los procesos electorales
estadounidenses, por poner un solo ejemplo, la cuarta parte del 1 por 100 de
los norteamericanos más ricos aporta el 80 por 100 de todas las donaciones
políticas individuales y las empresas superan a los trabajadores por un margen
de 10 a 1. Bajo el neoliberalismo todo esto tiene sentido, puesto que las
elecciones reflejan los principios del mercado, con lo que las donaciones
equivalen a inversiones. En consecuencia, esto refuerza para la mayor parte de
la gente la irrelevancia de la política electoral y asegura el mantenimiento
del indiscutido dominio de las grandes empresas.
Por otra parte, para ser eficaz, la democracia
requiere que la gente se sienta conectada con sus conciudadanos y que esta
conexión se manifieste mediante distintas organizaciones e instituciones no
dependientes del mercado. Una cultura política vibrante necesita agrupaciones
cívicas, bibliotecas, escuelas públicas, asociaciones de vecinos, cooperativas,
lugares públicos de reunión, organizaciones de voluntarios y sindicatos que
proporcionen al ciudadano medio la posibilidad de encontrarse, comunicarse e
interactuar con sus conciudadanos. La democracia neoliberal, con su creencia en
el mercado über alles, condena a muerte todo esto. En lugar de
ciudadanos, produce galerías comerciales. El resultado neto es una sociedad
atomizada, compuesta de individuos inconexos que se sienten desmoralizados y
socialmente impotentes.
En suma, el neoliberalismo es el enemigo inmediato
y principal de la genuina democracia participatoria, no sólo
en Estados Unidos, sino en todo el planeta, y seguirá siéndolo en el futuro
previsible.
TRABAJO No. 10 HAGA UN MAPA CONCEPTUAL Y UNA LINEA DE TIEMPO
PRESENTAR EN FISICO
síntesis de Historia Política Contemporánea
En las primeras décadas del siglo XX, Colombia conoce por primera vez
desde la Independencia cierto grado de estabilidad política y social. Es la
república conservadora. En el occidente del país se ha completado el proceso de
colonización antioqueña, que a través de la producción cafetera vincula a esta
región a la economía monetaria, y donde el trabajo y la propiedad corren en
buena medida a la par. En las regiones centrales, escenario de la conquista
española sobre el país de los chibchas, la fuerza de trabajo de un campesinado
mestizo es tributaria de un reducido grupo social que esgrime sus diferencias
de raza y que funda su jerarquía económica en el control jurídico-político de
la tierra, asegurado en el presente y para el porvenir por títulos que, como
los de Nozdrev, trascienden todo límite visible, cobijando las tierras abiertas
y las por abrir. Este campesinado, reclutado por los latifundios en calidad de
aparceros y agregados, reparte su tiempo de trabajo entre una producción de
subsistencia y otra mercantil, principalmente de exportación, que conforma el
grueso de la renta de los terratenientes, los cuales son así los únicos que se
vinculan al mercado y a la economía monetaria. En relación con este
ordenamiento socioeconómico, levantado sobre el hecho jurídico de la propiedad,
la institución estatal funciona como una herramienta fundamental. Los
terratenientes perciben rentas y controlan las palancas del Estado, del que
dependen la validez de sus títulos y la fuerza para imponer su respeto a los campesinos.
El carácter sagrado de la propiedad es la regla de oro de la república
conservadora. La propiedad ha de parecer tanto más sagrada cuanto más dudosos
en justicia resultan sus títulos, y los propietarios tanto más respetables
cuando más obscuros sus orígenes. El campesinado, intimidado por el dominio
secular de sus señores, es cuidadosamente adoctrinado en la virtud religiosa de
la obediencia, con lo que la Iglesia Católica prolonga en pleno siglo XX su
viejo carácter de brazo espiritual de la Conquista.
II
El equilibrio de esta formación social se rompió en la década de 1920,
cuando el capitalismo norteamericano en expansión vino a irrigar los estrechos
canales de nuestra vida económica con importantes masas de inversión. Las
concesiones petroleras se vieron acompañadas por el pago de la indemnización
por Panamá, diferida durante muchos lustros y ahora otorgada con la mira puesta
en aquellas concesiones. Prestamistas norteamericanos abrieron créditos que
parecían ilimitados a particulares pero sobre todo a los diversos niveles del
gobierno: municipal, departamental y nacional. Nuevas actividades económicas,
muy especialmente la de obras públicas, se sumaron a las tradicionales de la
agricultura y el comercio. Para operar en las obras públicas y en las
actividades urbanas estimuladas por la afluencia de capital extranjero, la
fuerza de trabajo fue extraída de donde se encontraba, de la agricultura, con
el atractivo de una remuneración monetaria que competía ventajosamente con la
sujeción personal y la producción de subsistencia a que estaba reducido buena
parte del campesinado. Este desplazamiento de fuerza laboral, que los
terratenientes trataron de frenar con la colaboración de las autoridades
locales y en lugar del cual propusieron la alternativa, de la inmigración,
planteó un problema novedoso a la producción agraria colombiana: el de
abastecer de alimentos a una población creciente por fuera de la agricultura, y
ello con una fuerza de trabajo agraria relativamente disminuida. Era pues necesario
elevar la oferta de alimentos elevando la productividad agraria. Pero la
aristocracia territorial, que con sólo sus títulos jurídicos y sin ningún
esfuerzo propiamente económico concentraba y enajenaba los excedentes de una
agricultura dejada en manos de campesinos, no mostró el menor afán en mejorar
los métodos y técnicas de producción en respuesta a la demanda expandida. Los
terratenientes continuaron sacando al mercado interno los mismos o menores
volúmenes de producción y copando con alzas de precios los incrementos de la
demanda. Para combatir la inflación persistente que convertía en ingreso y
consumo de terratenientes unos recursos originalmente destinados al desarrollo,
los dirigentes económicos y políticos que ya entonces se identificaban con la
modernización del país echaron mano de la Ley de Emergencia, por la cual se
permitía la importación de productos agrarios competitivos. A los ojos de
muchos resultó claro que el régimen territorial prevaleciente en regiones estratégicas
del país comprometía gravemente las perspectivas de un desarrollo capitalista
que no tuviera como único radio de operación el comercio de exportación. Ojos
más avizores, como los de nuestro máximo conductor político Alfonso López
Pumarejo, comprobaban que la experiencia histórica que acababa de hacerse era
el prólogo al derrumbe inminente de la república conservadora.
III
Los conservadores, divididos, perdieron el poder en 1930, y desde
entonces iban a perder también de manera definitiva sus mayorías electorales:
el predominio de sus principios doctrinarios dependían en medida considerable
del control estrechamente personal ejercido por los terratenientes sobre los
campesinos, y este control se fundaba a su turno en un régimen agrario que no
debía prolongarse si se aspiraba a desarrollar nuevas actividades económicas
que operaran como otras tantas fuentes de acumulación de capital. Cuando,
después de la gran crisis del capitalismo, los dirigentes del país pusieron los
resortes del Estado al servicio de la causa de la industrialización, se hizo
todavía más evidente la necesidad de modificar en un sentido liberalizador las
condiciones económicas y sociales de los trabajadores. Era necesario interesar
a estos en aumentar la producción comercializable, era necesario favorecer su
inserción en la economía monetaria, así como garantizar su movilidad
ocupacional. Vistas en la perspectiva de los terratenientes, las modificaciones
requeridas aparecían como otros tantos recortes a sus prerrogativas: ya no
podrían pretenderse dueños de todas las tierras, cultas e incultas, lo que les
había permitido extender sus demandas de tributación a las áreas colonizables;
ya no podrían disponer tan libremente de la suerte de sus agregados y aparceros
y fijarles sus condiciones bajo la amenaza de expulsarlos sin pago alguno, ya
no podrían atarlos a la tierra con el apoyo incondicional de las autoridades.
Para que la fuerza de trabajo campesina produjera más, para que se inscribiera
en la economía monetaria y demandara artículos industriales y para que
ingresara en un mercado de trabajo en el que pudiera ser contratada por quien
mejor la remunerara, o sea por quien en principio pudiera hacerla rendir más,
para lograr todo esto era preciso que el Estado interviniera como un protector
de los trabajadores frente al dominio de tipo señorial ejercido por los grandes
propietarios.
Correspondió a los liberales impulsar en sus primeros lustros el proceso
de industrialización. Bajo el nombre de Revolución en Marcha adelantaron un
movimiento político que tomó cuerpo en una legislación que limitaba y
condicionaba los derechos de los latifundistas sobre la tierra y la población.
A fin de romper las viejas formas de jerarquización social, los liberales
alentaron la organización y la iniciativa política de las masas. Bajo la
república liberal, la Oficina de Trabajo se convirtió en un instituto para el
fomento de la sindicalización. Las reivindicaciones de los campesinos
organizados en ligas -que se reducían generalmente a dos: la afirmación de la
propiedad de las parcelas o del derecho de sembrar en ellas productos
comercializables- fueron miradas con simpatía por los poderes públicos, que
abandonaron su presteza tradicional en acudir con las armas al llamado de los
terratenientes. El pacto tácito que llegó a vincular al Estado liberal con las
masas trabajadoras no duró. El temor ante la insurgencia popular y la alarma
ante la tolerancia del Estado invadieron rápidamente sectores cada vez más
amplios de las jerarquías sociales, que llegaron a considerar al propio Presidente
López como un aventurero irresponsable. Este había cometido un grave error:
sobreestimar la capacidad de su propio partido para soportar a la vez la
rebeldía de las masas y el pánico naciente en los altos estratos sociales. Fue
así como el partido liberal, en el nivel de sus cuadros dirigentes, se contagió
de la angustia conservadora ante los movimientos de masas incitados por la
Revolución en Marcha, con lo que uno y otro partido acabaron por convertirse en
voceros pasivos de los sobresaltos de las capas superiores. El liberalismo
renegó de la empresa histórica en que lo embarcara su máximo conductor, y éste,
consciente de que sin el apoyo entusiasta de sus copartidarios le era imposible
perseverar en su camino y garantizar ese control final sobre las masas que
tanto preocupaba a todos los sectores dominantes, no tuvo otra salida que la de
claudicar, renunciando a la presidencia antes de cumplir su segundo mandato.
IV
Jorge Eliécer Gaitán fue el heredero del movimiento popular a cuya
dirección habían renunciado los ideólogos burgueses del liberalismo. Era un
orador que manejaba con virtuosismo los efectos capaces de conmover a las
gentes del pueblo, un político de origen pequeño burgués cuyo enorme deseo de
prestigio y de poder casaba muy naturalmente con las confusas pasiones reinvidicatorias
de un proletario y un subproletario urbanos en formación. Su prédica contra
las oligarquías y por los intereses del pueblo, vagamente definidos, sus
promesas de colocar decididamente el Estado del lado de los pobres y en
oposición a los ricos, tuvieron la más tumultuosa acogida en un momento
histórico en que las masas eran dejadas en la estacada por los estadistas que
diez años atrás las habían convocado. Los mismos dirigentes liberales que ayer
no más llenaban las plazas debieron abandonar estas al caudillo y a sus
seguidores y hasta el tránsito por las calles de la capital les fue vedado por
la agresividad de las hordas gaitanistas. El pueblo confiaba en un milagro:
que la presencia del caudillo al frente del timón del Estado realizaría de
manera incuestionada todas las aspiraciones que por siglos habían dormitado y
que sólo recientemente habían comenzado a formularse. El único obstáculo que
parecía atravesarse en esta vía, eran las oligarquías tanto conservadoras como
liberales que el puño levantado del caudillo y su consigna: ¡a la carga!
prometían derrocar. Eran tantas las expectativas suscitadas por el caudillo y
tan ardorosas las pasiones encendidas por su oratoria que, de haber ganado las
elecciones de 1946 y de haber pretendido todavía satisfacerlas, la hora de la
violencia habría cambiado apenas en algunos meses pero su marco político habría
sido distinto. La biografía política de Gaitán, marcada por el radicalismo
populista cuando apenas buscaba audiencia, e inclinada inequívocamente a la
conciliación tan pronto ganó cierta autoridad en el liberalismo, permite sin
embargo suponer que su conducta en la Presidencia habría ido en el sentido de
la última inclinación, reforzada además por la dificultad práctica de dar
cumplimiento a unas promesas que, si conceptualmente parecían confusas,
emocionalmente resultaban excesivas. El hecho fue que los dirigentes del país,
los burgueses y los terratenientes, los ideólogos del conservatismo y del
liberalismo no se mostraron dispuestos a permitir el libre curso de esta
aventura. En lo inmediato, el liberalismo se dividió para las elecciones
presidenciales de 1946, entre los seguidores del caudillo y los de un aparato
oficial que acababa de renegar del reformismo lopista y que de momento no tenía
nada positivo que ofrecer. Y así, la pausa que este partido había querido antes
marcar con el gobierno de Eduardo Santos (1938-42), pasó en derecho a ser
presidida por los conservadores, en cuyas manos se hizo escabrosa.
V
Los conservadores ganaron las elecciones de 1946 con el nombre de
Mariano Ospina Pérez, un hombre de negocios que estaba destinado a servir de
puente al ideólogo Laureano Gómez, como en 1930 Olaya había hecho de puente
para el arribo al poder de Alfonso López. Los dirigentes liberales más
conscientes y temerosos de los riesgos de la aventura caudillista del
gaitanismo se marginaron de la lucha. Gaitán asumió entonces la dirección del
partido con poderes absolutos. Su asesinato, que el gobierno atribuyó con todo
descaro al comunismo, produjo en las principales ciudades del país un estallido
colosal de cólera anárquica que provocó el terror de las clases dominantes, a
la vez que mostró la impotencia política de las masas. Para conjurar la crisis
a través de un arreglo con el régimen conservador, el liberalismo no tuvo de
nuevo otros personeros que los dirigentes que habían sido desplazados por
Gaitán. La colaboración liberal que entonces se intentó, no podía durar mucho
como quiera que ella estaba lejos de favorecer los planes de Laureano Gómez,
jefe indiscutido del conservatismo. Al calor de las batallas libradas contra el
reformismo lopista y luego, ante el peligro del sesgo antidemocrático que
Gaitán había dado al liberalismo, el monstruo, como lo llamaban adversarios y
amigos, se había radicalizado por la derecha, lo que tenía que resultar temible
dados su apasionamiento y su capacidad de maniobra política, no igualados por
nadie. Desde esta posición, y con alguna razón histórica, Laureano Gómez se
negaba a diferenciar entre liberales ortodoxos y liberales populistas, entre lo
que había sido el partido de Alfonso López y lo que el mismo partido había
llegado a ser bajo la dirección de Gaitán, sosteniendo que en el reformismo
agitacional del primero, se gestaba la corriente que sin puntos de solución
conducía al revolucionarismo irresponsable del segundo. Llevando más lejos aún
su reducción temperamental, Gómez identificaba así mismo, bajo la imagen de un
basilisco, que se hizo famosa, al liberalismo en bloque con el comunismo ateo
y la anarquía. El partido del populacho era uno solo, y ese partido era el
responsable de todos los hechos que en los últimos tiempos habían representado
una perturbación del orden, incluidos el estallido nueveabrilero, los incendios
generalizados y los saqueos, los ataques al clero, y ese fenómeno alarmante
como ningún otro, de que en el momento más álgido de la subversión, las fuerzas
de policía reclutadas por el Estado liberal hubieran puesto las armas en manos
de los amotinados. Era preciso pues, desterrar al partido liberal del escenario
político colombiano e impedirle a cualquier costo el acceso a los cargos del
Estado, posición desde la cual había alentado e insolentado a las masas. De
inmediato, y para cerrarle el camino a las urnas, los dirigentes conservadores
impartieron en todo el país la orden de privar de sus cédulas de ciudadanía a
los seguidores del liberalismo. Los procedimientos violentos que acompañaron
necesariamente esta operación, se convirtieron en pocos meses en una campaña
sistemática de exterminio de liberales, promovida desde los más altos niveles
oficiales y adelantada por una policía que pronto comenzó a reclutarse por
méritos criminales. Iniciada de esta manera la violencia, el gran burgués que
era Ospina Pérez pudo ceder en 1950 el paso a Laureano Gómez, el ideólogo
fascistizado. Ya a la cabeza del Estado, Gómez emprendió la tarea ambiciosa de
modificar de arriba a abajo la estructura institucional del país, empezando
por el orden político constitucional. Los lineamientos de la república
democrática debían ser por completo abandonados, ya que este régimen, fundado
en los perniciosos conceptos de la soberanía popular y de la mitad más uno de
las voluntades, consagraba el poder del obscuro e inepto vulgo, como lo
demostraban por demás los recientes desplazamientos electorales en favor del
liberalismo, que parecían irreversibles. Los mejores debían gobernar, y ellos
no eran otros que los que al detentar las posiciones del mando en la vida
económica e institucional, integraban la cúspide de la pirámide social. En
lugar del sufragio universal, el Estado debía encontrar en buena parte su base
en los representantes de los gremios económicos, de corporaciones como la
iglesia y de instituciones como las ligas profesionales y las universidades. La
representación propiamente política si había alguna, quedaba limitada a los
gestores de este ordenamiento, o sea el caudillo y a las personas designadas
por él. Entre tanto, el Estado conservador seguía enfriando con las armas
policiales y pronto también con las del Ejército a las masas para él demasiado
recalentadas por el Estado liberal. Los jefes liberales, angustiados e
impotentes, vacilaban entre estimular la resistencia inevitable de un pueblo
acosado, que fácilmente empezaba a desarrollar apetitos sangrientos, o
marginarse de una lucha cuyos términos conducían rápidamente a los combatientes
liberales a posiciones políticas clasistas y anticapitalistas. Esta vacilación
fue considerada por los gobernantes como un compromiso con la subversión y
castigada con atentados e incendios de residencias en cabeza de los jefes
liberales, quienes así, prácticamente, fueron llevados a tomar el segundo
camino: el del marginamiento de la lucha y el exilio. No se respetó ni a los ex
Presidentes liberales ni a los órganos de la gran prensa. En la drástica y
descomunal tarea que Laureano Gómez se había impuesto se fue perfilando sin embargo
un proceso: a medida que se evidenciaba el carácter y el costo de sus ambiciones
aumentaba su aislamiento.
VI
En 1953 fue Laureano Gómez quien debió tomar el camino del exilio. Su
esquema constitucional corporativo, sus ataques contra el sistema democrático
con idénticos argumentos que los enarbolados por los fascistas europeos, su
pretensión de fundir en un solo cuerpo el mando socioeconómico y la conducción
político-ideológica, en fin, la perpetuación de su poder personal como
constructor del nuevo andamiaje, repugnaban a sectores de su propio partido que
confiaban aún en la funcionalidad de los principios democráticos y
republicanos, no importa que para ellos esto no representara otra cosa que la
fe en la capacidad de las jerarquías sociales para infundir sus principios a
las masas por otros métodos que los de sangre y fuego. Los demócratas conservadores
llegaron a ver la aventura derechista de Gómez con alarma parecida a la que
pocos años atrás experimentaran los jefes liberales, ante los deslizamientos
izquierdistas de su partido. Fue así, como en el propio seno del conservatismo,
y bajo el comando del ex Presidente Mariano Ospina Pérez, empezó a gestarse un
movimiento de oposición, que tenía sobre cualquier otro, la enorme ventaja de
no poder ser aniquilado a nombre de la religión y el anticomunismo. Para ser
eficaz, y dadas las especiales condiciones políticas del país, esta corriente
oposicionista se abstenía de toda argumentación ideológica y programática, reduciendo
su desafío al caudillo a la enunciación del nombre de Ospina Pérez como
candidato para las elecciones que deberían realizarse en 1954. Y ello bastó
para producir el choque. Laureano Gómez se levantó de su lecho de enfermo y
pronunció un encendido discurso en el que, contra toda evidencia, denunciaba
los fermentos liberalizantes y anarquizantes que el movimiento ospinista
pretendía inyectar en el seno de la pura doctrina conservadora. Entretanto,
rumores sordos corrían en los cuarteles. El recrudecimiento de la violencia en
campos y ciudades, la amenazante propagación de las guerrillas, hicieron que el
sostenimiento del régimen recayera sobre las fuerzas militares de una manera
tanto más exclusiva cuanto que los gobernantes, fieles a sus convicciones
antidemocráticas, habían renunciado a todo tipo de seducciones en relación con
lo que se llama la opinión, pública. Puesto que el caudillo había prescindido
de toda legalidad política fundada en el juego de las corrientes de opinión y
promovido de otro lado condiciones de guerra civil generalizada que convertían
al Ejército en el pilar prácticamente exclusivo del Estado, tendría que haberse
dado una compactación ideológica más nítida e invasora para que no se produjera
lo inevitable: que los militares acabaran por arrogarse todos los privilegios
del poder y no sólo sus costos de sostenimiento.
VII
Fue así como ascendió al poder Gustavo Rojas Pinilla, satisfaciendo no
sólo las demandas de sus compañeros de filas, sino también las expectativas de
todos los dirigentes políticos extraños al grupo de Gómez. Mientras los
conservadores ospinistas entraban a formar parte del gobierno del General, los
jefes liberales proclamaron a éste salvador de la patria y émulo del
Libertador. Se contaba generalmente con que el gobierno de los militares
habría de servir de puente para el rápido restablecimiento de la democracia y
el retorno de los civiles a la dirección del Estado. Pero el General, un
hombre absolutamente corriente que había llegado al poder empujado desde todos
lados para ser allí objeto de las más extravagantes lisonjas, se embriagó
inevitablemente de gloria y muy pronto comenzó a dar pasos encaminados a
convertir su mandato golpista en un puente, no para los ideólogos civiles, sino
para su propia elección y reelección presidencial. Primero trabajó sobre la
línea de dejar de lado a ambas colectividades políticas fundando para su propio
uso un tercer partido con base en el binomio pueblo-fuerzas armadas, lo que
alarmó por supuesto a todos los políticos, excepción hecha de los descastados,
y lo que determinó su primer choque importante con la Iglesia. Organizó así
mismo su propia constituyente sobre el resto de la que había montado Gómez con
miras a la reforma corporativista, y encomendó a ella la función de legalizar
su continuación en el poder. La clase dirigente colombiana, la que tenía el
poder económico, la cultural los medios de información, empezó a hablar
entonces de libertades y derechos civiles, percibiendo como una vergüenza y una
real derrota que el país que ella manejaba en todos los demás órdenes, pasara
indefinidamente al control de los hombres de armas en el punto central del
poder del Estado. Fue así como, al paso que los decretos leyes recaían como
órdenes castrenses sobre los diversos terrenos de la vida social, en particular
sobre el económico, aquella clase comenzó a mirar de nuevo hacia los políticos
liberales y conservadores, salidos generalmente de su propia entraña y que
eran, de conformidad con las tradiciones civilistas del país, sus personeros
autorizados para el manejo de los asuntos públicos. Para que su retorno al
poder se identificara con un anhelo nacional, a unos y otros políticos se
exigió ante todo el logro de un acuerdo que, moderando los ímpetus partidistas,
les permitiera proponer al país la tarea de poner fin a la violencia.
VIII
El 10 de mayo de 1957, fecha de la caída de Rojas, tuvo su coronación
la empresa política más idílica que ha conocido la nación colombiana de los
tiempos modernos. Para derribar el régimen de los militares se congregaron en
un solo frente los empresarios de la banca, de la industria y del comercio: los
liberales de los más diversos matices; los conservadores del oro puro y de la
escoria, es decir, los expulsados del poder por Rojas y los que habían entrado
con él; la iglesia, por supuesto; en fin, los comunistas y los estudiantes.
Durante meses, los hijos y las mujeres de la burguesía habían practicado
métodos conspirativos, mientras que los marxistas agitaban la consigna de las
libertades democráticas. A la hora cero, con el estandarte de un candidato
conservador, simpático a fuer de folclórico, los empresarios pararon la
economía y los estudiantes invadieron las calles. Substituido Rojas por una
junta de cinco militares que debían, ellos sí, servir de puente para el retorno
de los civiles al poder, se dio comienzo a un complicado tejemaneje político al
cabo del cual resultó evidente, que los conservadores no estaban en condiciones
de aspirar al próximo turno presidencial, sobre todo, por el resentimiento de
Laureano Gómez con el sector de su partido comprometido en el golpe de Rojas.
En un acto de odio político suicida, el caudillo, que había regresado del
exilio gracias a la gestión de Alberto Lleras, lanzó la candidatura de éste en
lugar de la del conservador Valencia. Los efectos de esta maniobra
espectacular, recibida por lo demás con alivio en amplios sectores ciudadanos,
iban en adelante a gravitar pesadamente sobre la suerte de la corriente
laureanista, y ello a despecho de que el gobierno a elegir iniciaba tan sólo
una serie pactada de administraciones conjuntas a la cabeza de las cuales se
alternarían liberales y conservadores. Para la militancia conservadora, lo que
quedaba claro en todo esto, era que los liberales recuperaban la presidencia,
gracias al patrocinio del jefe que todavía cuatro años atrás les enseñaba a
asimilarlos al comunismo ateo, llamando a su exterminio en nombre de la salud
de la república.
IX
El Frente Nacional, cuya tarea más inmediata consistía en expulsar a
los militares del poder y restituir en él a los políticos civiles, lo que por
otra parte se anunciaba con demasiada crudeza en su primer nombre de Frente
Civil, tuvo su principal constructor en Alberto Lleras Camargo. Fue éste el
contrahombre de Gaitán en las filas del liberalismo, al menos si se consideran
las cosas en una perspectiva un poco amplia. Abandonado por el liberalismo el
reformismo de López y salido éste de la presidencia sin concluir el período,
había recaído en el joven Lleras Camargo la designación para gobernar en el año
restante. Mientras las masas urbanas desengañadas engrosaban con rabia la
corriente gaitanista, Lleras probaba al país que existían en el liberalismo
otras vertientes capaces de separar el Estado de todo contacto demasiado
estrecho con las masas y de poner incluso a éstas en su sitio cada vez que
pareciera necesario para el mantenimiento del orden. En contraste con la
benevolencia lopista frente al movimiento obrero, correspondió a Lleras quebrar
desde el Estado una de sus organizaciones de vanguardia, la de los trabajadores
del río Magdalena. Con su comportamiento en el gobierno, era como si dijera al
país que también en el liberalismo predominaba la convicción de que debía
volverse por los fueros autoritarios del Estado, lo que en ese momento histórico
apenas podía tener el sentido de acreditar la propaganda de los conservadores
y favorecer el retorno de éstos al poder. La conducta del Presidente Lleras
frente al decisivo debate electoral de 1946 había sido de una pulcritud como
sólo se ve en Colombia cuando los mandatarios de turno carecen de toda simpatía
con sus copartidarios que aspiran a reemplazarlos. Una alambrada de garantías
hostiles, tal era para el candidato oficial del liberalismo, Gabriel Turbay, la
imparcialidad del Presidente Lleras. Estos antecedentes conservatizantes se
vieron en seguida reforzados por el desempeño, todavía menos heroico, de la
Secretaría de la reaccionaria OEA en los mismos años en que los liberales eran
masacrados en Colombia en nombre del anticomunismo. Por estos títulos, pero
también por su innegable habilidad política, Alberto Lleras Camargo apareció
en 1957 como el hombre indicado para organizar y dirigir el asalto combinado
contra el régimen de los militares, así como para poner en marcha el difícil
montaje institucional que debía hacer posible el gobierno de los dos partidos.
X
El contenido del pacto frentenacionalista se deduce en su especificidad
de la evolución política a la que en cierta forma vino a dar conclusión. Hasta
este momento, era opinión corriente considerar al liberalismo como el partido
del pueblo y al conservatismo como el del orden, definiciones que no pueden
ser tomadas a la letra pero que tampoco deben ser desestimadas. Es el hecho que
a través de nuestra historia estos dos partidos representaron funciones
contrarias pero también complementarias, alternándose de manera dramática y
espontánea en la conducción del Estado. Este curso ciego fue el que el Frente
Nacional oficializó: la complementariedad se convirtió en coalición paritaria y
la sucesión de los contrarios a través de largos períodos históricos, se
volvió norma de alternación presidencial. En sus dos etapas de predominio,
treinta años en el siglo XIX a partir de 1850 y quince en el siglo XX a partir
de 1930, el liberalismo colombiano había realizado unas rupturas y promovido
unos cambios que secreta o inconscientemente eran anhelados por el conjunto de
la clase dominante y que en última instancia, y no sin chocar por tanto con
estrechos intereses adquiridos, estaban destinados a contribuir a la expansión
de esa clase. Como quiera que todo verdadero cambio, exige una movilización de
las energías generales de la sociedad, un llamado a las instancias privatizadas
para que afirmen y trasmuten políticamente sus intereses, instintos y deseos,
el liberalismo había debido, tanto en el siglo pasado como en el presente,
estimular el revolucionarismo de sectores medios o populares para enfrentar con
él, ora a los esclavistas y a la Iglesia terrateniente, ora a los latifundistas
semifeudales. Por haber buscado dar libre circulación mercantil a la tierra y a
la fuerza de trabajo, que eran los dos recursos fundamentales del país, el
liberalismo se llamaba el partido de la libertad, y por haber procurado con
esto mismo el uso de ambos recursos por quien mejor los retribuyera y explotara
se llamaba el partido del progreso. Los cortes históricos que marcó en 1850 y
1930 y los cambios que en estas fechas inició, representaban hasta tal punto
una necesidad general que en ambos momentos el partido conservador le cedió
por su propio impulso, o falta de impulso, el paso, por el hecho enteramente
lógico de que este último partido, de pretender por su propia cuenta
realizarlos, habría perdido su identidad ideológica y con ello desaparecido de
la escena. El conservatismo, de su lado, acreditaba sus títulos de partido del
orden y de la autoridad, porque a él le había correspondido en derecho
administrar las largas pausas en el revolucionarismo, pausas cuya oportunidad
se hacía manifiesta cuando su doble histórico había llevado las reformas hasta
el punto que resultaban posibles y era llegada la hora de la desmovilización y
de la explotación rutinaria de la etapa alcanzada. Entonces se acentuaba la
defensa de la autoridad constituida, tanto en el orden del poder político,
centralizado en el Estado, como en el del poder socioeconómico, que
representaba un control descentralizado, pero por ello mismo más estrecho
sobre la vida de las masas populares. La división electoral fue el
procedimiento sistemático por el cual el partido en el gobierno facilitaba su
propio relevo, al comprender que otra tarea se había hecho necesaria y que por
índole, debía ser desempeñada según los principios del contrario. Esto no había
impedido nunca la feroz resistencia de sectores del partido relevado, poco
dados a aceptar la necesidad de una evolución histórica que señalaba la
parcialidad de su doctrina, resistencia que indefectiblemente se equilibraba
con el surgimiento en el mismo partido de corrientes modernas que aprendían a
resignarse con el usufructo de las ganancias generales y que extraían así del
interés material, una suerte de ecuanimidad filosófica. Los conservadores
compraron los bienes expropiados a la Iglesia, los liberales prosperaron en los
negocios bajo la Regeneración y en las décadas que siguieron, los conservadores
se hicieron industriales o arrendaron sus fincas a capitalistas luego de las
reformas lopistas. Cuando mayor era la moderación política de los copartidarios
resignados, más desesperada y agresiva se hacía la oposición de los
doctrinarios, por cuenta de los cuales corría el trabajo arduo de la
negatividad y la diferenciación y con ello la salvaguardia de la identidad
partidaria. A lo largo de la historia nuestras dos colectividades políticas se
construyeron como partidos y anclaron en el alma popular, gracias sobre todo, a
esta pasión dualista y diferenciativa que polarizaba sus distintas actuaciones
en gobiernos cerradamente homogéneos y oposiciones ardorosas, y que imponía sus
opuestas afiliaciones a los colombianos con bautismos de sangre. La furia de
esta diferencia alcanzó su clímax en la década de la violencia iniciada en la
parte media del gobierno de Ospina Pérez. Esta vez, en contraste con las
anteriores, la apelación a las armas se originó en el gobierno. El brazo del
Estado se extendió por los campos en una función de verdugo que desató el
pánico y el sadismo entre el pueblo, y ello con tales dimensiones de caos y
atrocidad, que no son para ser descritas brevemente. Es cierto, que el pacto
frentenacionalista se propuso entre otras cosas atajar esta suerte de psicosis
colectiva, y que en buena parte lo logró. Pero es también cierto, que la
violencia llegó a ser esta vez mucho más que una lucha entre los dos partidos
tradicionales, que en su curso el Estado acabó por perder todo peso moral
mientras que grandes sectores populares levantados en armas, se beneficiaban
de la más profunda legalidad, a la vez que se daban sus propios jefes.
XI
Hacia 1957, cuando fue pactado el Frente Nacional, el viejo López
pensaba que no había ya ningún problema nacional decisivo que separara a los
dos partidos tradicionales. Por el mismo tiempo, Laureano Gómez, que acababa de
regresar del exilio, comunicaba que lo más importante que había aprendido en
estos años dramáticos era que la libertad de expresión, específicamente la de
prensa, debía ser defendida a toda costa. Después del cataclismo, López daba
muestras de un realismo, que por el hecho de ser tal, no dejaba de resultar
conservador, mientras que Gómez expresaba convicciones liberalizantes. En el
fondo de estas paradójicas evoluciones se perfilaban claramente los nuevos
contornos de un país, en que el señorío de la tierra había sido substituido por
la propiedad del capital como fuente principal de poder, y en que pocas trabas
quedaban que se opusieran a este relevo en el orden de las instituciones o
simplemente de los usos sociales. Al hacer suyo este terreno, los liberales y
los conservadores tenían que comprender que la más sangrienta de todas sus batallas,
había venido para presidir el descubrimiento de una realidad nacional, frente
a la cual se destacaban sus puntos de contacto mientras sus diferencias
parecían mínimas. El propósito de enmienda y las demás virtudes a que se
consagraron a partir de entonces los políticos de ambos partidos, se
manifestaron en esfuerzos diversos, según la modalidad de los excesos en que
habían caído o que habían podido atribuírseles. Los liberales, como quien
accede a la madurez, iban a dar muestras de especial responsabilidad en sus
actuaciones, buscando corregir la mala imagen que de ellos hubieran podido
formarse las fuerzas más preocupadas por el orden. Los conservadores, por su
parte, adoptando aires de cordura, iban a proclamar con insistencia su adhesión
a la democracia, su respeto por los derechos civiles y su voluntad de compartir
el territorio patrio con todos los seguidores del partido rival. Dentro del
esquema ideológico frentenacionalista, cada partido iba a servir de garante de
los buenos propósitos del contrario. Con su gobierno paritario, su política
coaligada y sus campañas electorales conjuntas, los conservadores iban a decir
a las clases altas que los liberales ya no eran unos alborotadores, mientras
que los liberales iban a tratar de convencer a las masas de que los
conservadores no amenazaban sus vidas. La tarea de devolver el crédito al
rival, era en verdad mucho más difícil para el liberalismo para hacer votar a
los seguidores de su partido mayoritario por el candidato conservador en el
turno de la presidencia. Esto explica que bajo el Frente Nacional, mientras los
liberales pudieron llevar a la presidencia a sus más destacados conductores, en
los dos turnos que correspondieron a los conservadores, la selección del candidato
fue hecha por el otro partido con el criterio principal de encontrar la persona
que le inspirara menos miedo. Así, los más caracterizados jefes del
conservatismo, Ospina Pérez y Gómez Hurtado, debieron deponer sus aspiraciones
y someterse al hecho de que su partido fuera representado en la presidencia por
figuras ideológicamente desdibujadas. El costo evidente que este arreglo iba a
representar para los conservadores, encontraba en el lado del liberalismo una
correspondencia de otro orden: los conductores de esta última colectividad, en
especial Lleras Restrepo, al gobernar a nombre de los partidos y prohibirse
toda definición política partidaria, así como todo intento reformista que
contrariara a sus temibles socios, iban a defraudar necesariamente todas las
esperanzas que sus copartidarios hubieran podido fincar en el retorno del
liberalismo a la primera posición del Estado. Sobre esta frustración, así como
sobre estas esperanzas a las que el Frente Nacional imponía un aplazamiento de
dieciséis años, el joven Alfonso López Michelsen, con un cálculo sagaz y una
tenacidad alimentada por la seguridad en su objetivo, inició su campaña para
las elecciones presidenciales de 1974.
XII
La reforma constitucional que consagró el sistema del Frente Nacional
fue votada plebiscitariamente por doce años, que el gobierno bipartidista
aumentó pronto a dieciséis. Por cuatro períodos de cuatro años, los partidos
liberal y conservador iban a turnarse en la presidencia, a repartirse por
mitades los cargos de gobierno, así como los asientos del Congreso. Para votar
cualquier ley importante, se adoptó la norma de las dos terceras partes, con lo
que se buscaba garantizar la unidad del bloque político en el poder, excluyendo
la aprobación de cualquier medida positiva que no contara con la virtual unanimidad
de los socios.
El trabajo que tuvo que cumplir Alberto Lleras como presidente iniciador
del sistema, fue ciertamente arduo y abarcó los más variados frentes. Lo
primero fue convencer a los liberales y los conservadores de que podían
trabajar en común, lo que implicaba ante todo persuadirlos de que había una
tarea que podían realizar conjuntamente. Esa tarea, que el actual presidente de
Colombia López Michelsen ha llamado la administración del capitalismo,
condensaría desde entonces todo lo que tiene a la vez de esforzada y de
miserable la política frentenacionalista. Lo segundo fue lograr ciertas metas
políticas decisivas para el afianzamiento del poder civil, cuales eran poner a
los militares en su sitio, el que dadas las relaciones de fuerza tenían que ser
cómodas sin embargo, y correlativamente garantizar la paz pública por un camino
que no fuera el azaroso y fracasado de la sola campaña militar. Lleras Camargo
se entregó así a una verdadera empresa de adoctrinamiento dirigida a los
uniformados, recordándoles el lugar que les asignaba la Constitución y
ponderando su vocación republicana, que los desvíos de Rojas no alcanzaban a
desmentir. Para darles satisfacciones más visibles, les conservó una cuota
importante de poder discrecional en el frente del orden público, que a lo largo
del Frente Nacional y del régimen casi permanente del estado de sitio, no hizo
más que crecer, invadiendo buena parte del terreno de la justicia. Para el
restablecimiento de la paz, y con miras a reducir la presencia del Ejército en
el Estado, Lleras comprendió que no eran suficientes el hermanamiento y los
llamamientos conjuntos de los dos partidos, sino que era preciso poner remedio
a ciertos efectos sociales y económicos que producían tensiones en los campos y
engrosaban peligrosamente el subproletariado urbano. El instrumento fundamental
para la persecución de esta finalidad, fue la Reforma Agraria, concebida
principalmente por Carlos Lleras Restrepo, quien iría a presidir años después
el tercer gobierno bipartidista y quien se distinguía como el más capaz de los
administradores del capitalismo en los marcos del Frente Nacional. En el
seguimiento de aquella política se invertirían importantes recursos del Estado
con un propósito contra el que conspiraban las tendencias espontáneas de la
sociedad: fortalecer la economía campesina y frenar las corrientes migratorias
del campo a las ciudades, que daban a éstas un crecimiento vertiginoso en
ningún momento determinado por las oportunidades ocupacionales que ofrecía.
Esta política reformista, necesariamente blanda con los terratenientes en las
condiciones de pacto frentenacionalista, y contraria además a las evoluciones
dictadas por el orden general de nuestro capitalismo, conocería la suerte de
arrastrar una existencia marginal en el concierto de la economía agraria sin
ser nunca por otra parte abandonada, y esto por una mezcla muy corriente de
inercia y demagogia.
XIII
Los gobiernos que se sucedieron en cumplimiento de la norma de
alternación, el del conservador Valencia, los de Carlos Lleras y Misael
Pastrana, perseguirían todos, con mayores o menores sobresaltos, una misma
finalidad estratégica, que era la de mantener un orden institucional general en
el que se combinaran el esquema político democrático y el esquema económico
capitalista. De estos dos esquemas, el más directamente amenazado era el
primero, y ello en razón de los desastrosos efectos sociales del segundo.
El capitalismo colombiano completó bajo el Frente Nacional una etapa
substitutiva, o sea aquella en que su expansión tuvo como centro un proceso
industrial, que en buena parte se limitaba a ir copando las demandas directas o
subsidiariamente provocadas por la agricultura tradicional de exportación,
dependiendo también de las divisas generadas por esta agricultura para pagar
las importaciones de equipos y materias primas. Ya en esta etapa resultó
evidente la desproporción entre los efectos económicos generalizados del nuevo
régimen, que en cierta forma penetraba la vida entera de la sociedad, y de otro
lado, su capacidad restringida para inscribir de manera directa a la población
en el radio de sus operaciones. Por una paradoja, no muy fácil de comprender
ciertamente, la población parecía elevar sus tasas de crecimiento al mismo
ritmo en que el capitalismo destruía sus condiciones tradicionales de vida y de
trabajo sin ofrecerle siempre otras a cambio o sea al mismo ritmo que el
régimen económico la declaraba excedentaria. Este fenómeno, preocupante como
pocos, acabó por concentrar la atención de nuestros hombres de estado, y fue
así como Alberto Lleras llegó a convertirse en el promotor de una intensa
campaña pro control demográfico, que partía del supuesto teórico, de que no era
el orden institucional económico el que se mostraba rígido e inflexible para
cubrir el cuerpo natural de la población, sino que era ésta la que sobraba. Los
desarrollos subsiguientes del sector industrial, a niveles casi siempre muy
altos de tecnología, y casi siempre con un grado importante de participación
extranjera, no prometía mayores cosas en el orden de remediar en algo el
desempleo y subempleo de la mitad de la población urbana. Tampoco prometían
mucho las estrategias de desarrollo económico que empezaron a insinuarse en los
años tardíos del Frente Nacional. Como quiera que se enfocara la
diversificación y el desarrollo de la agricultura de exportación, ya fuera como
soporte de nuevos desarrollos de la industria o como elementos autónomos de
expansión capitalista, dados los niveles de tecnificación requeridos, no podían
preverse a corto plazo, aumentos significativos de la ocupación, ni siquiera en
el caso de que se vincularan con aquel fin a la producción, tierras hasta
entonces ociosas.
Obligados tanto de hecho como de palabra a gobernar sobre la base del
respeto a las instituciones económicas capitalistas, y ello en un marco
político global que reconocía formalmente al Estado la autoridad para modelar
los diversos terrenos de la vida social, conforme a los intereses más
generales, los gobiernos del Frente Nacional quedaron directamente expuestos a
la impopularidad del régimen económico, estadísticamente asegurada por las
tasas de desempleo, por la profusión de toda clase de subactividades y por los
niveles de ingreso de las masas.
XIV
En el momento en que se preparaba para iniciar el último tramo de la
alternación, el Frente Nacional tuvo su mayor vergüenza política; su candidato
para el período 1970-74, Misael Pastrana Borrero, fue incapaz de vencer
claramente en elecciones montadas y controladas por la coalición bipartidista
al General Gustavo Rojas Pinilla, que renació así en sus cenizas para demostrar
que todo aquello en nombre de lo cual había sido derrocado, carecía de la
legalidad de que se reclamaba: la del arraigo en la opinión popular. Contra la
maquinaria de uno y otro partido, contra todos los medios de información y
propaganda, contra las oportunidades oficiales de fraude difícilmente
desaprovechadas, el General, que trece años antes había salido al exilio, que
once años antes había sido tachado de indignidad en un juicio político
espectacular, en el que apenas se le concretaron los cargos de un contrabando
de ganado y de unos créditos bancarios en su favor, en fin, que a todo lo largo
de los gobiernos frentenacionalistas, había sido señalado como el representante
de la dictadura tiránica en contraste con la cual brillaban y se justificaban
históricamente los nuevos sesgos democráticos, el General, decimos, igualó la
votación de Misael Pastrana explotando de manera bien simple los índices del
empobrecimiento de las masas. Es cierto, que los políticos frentenacionalistas
habían sobreestimado su propia capacidad de manipulación del electorado, al
oponer al General en ascenso, una figura de la opacidad política e ideológica
de Pastrana. Pero su pecado mayor fue el de subestimar el resentimiento popular
contra el establecimiento político-económico, resentimiento que venía muy
naturalmente a identificarse con la amargura del General expulsado. Lo que fue
la gran batalla del populismo se convirtió, sin embargo, en una derrota que
selló de momento su suerte. Los proletarios de las ciudades colombianas votaron
por Rojas, no sólo porque como ellos era un resentido, no sólo porque su
indignidad solemnemente proclamada servía bien de símbolo unificador a la
indignidad forzosa de los marginados, sino muy especialmente, porque existía la
creencia generalizada, de que las huestes del General extendían su influencia a
las filas del Ejército y tendría la temeridad suficiente para defender por la
fuerza cualquier triunfo que pudiera alcanzar en las urnas. Y esta creencia
resultó infundada. Los días siguientes a las elecciones, el Presidente Carlos
Lleras, que acababa su mandato, impartió a las masas urbanas enardecidas la
orden de recogerse temprano en sus viviendas, sin que el aparato estatal
presentara las fisuras previstas. El desenlace de la prueba de fuerza a que
condujo así el debate electoral, clausuró la versión rojista del populismo que
en los próximos años iba a conocer un retroceso electoral acelerado hasta
llegar a convertirse, a mediados de los años setenta, en una corriente
minoritaria que reparte desordenadamente sus simpatías entre el conservatismo y
los principales grupos marxistas.
XV
Desde el día en que se puso en marcha el sistema de Frente Nacional, pactado
como se dijo para poner término al régimen del General Gustavo Rojas Pinilla y
consagrado bajo el gobierno de una Junta quíntuple donde no faltaron los amagos
golpistas, la perspectiva de una restauración militar ha constituido el
principal motivo de preocupación para los gobernantes colombianos. En forma
sistemática, estos adoptaron la conducta de minimizar los riesgos de un golpe,
como sin en esta forma se evitara que los militares fueran tentados por la
idea. En las situaciones más álgidas, como la que se presentó bajo el gobierno
de Guillermo León Valencia, cuando pareció que un paro obrero era parte de una
vasta conspiración en la que estaba envuelto el jefe del Ejército, General
Ruiz Novoa, los dirigentes políticos apenas dan públicamente indicaciones de
los peligros vividos a través de declaraciones renovadas sobre la fe y adhesión
inquebrantables que ellos atribuyen a los uniformados en relación con las instituciones
democráticas. La amenaza es de tal índole, que la denuncia parece aproximarla,
y el temor es demasiado grande para ser abiertamente formulado. Todo lo que
viene a poner en juego el orden público, como las incursiones guerrilleras, los
motines estudiantiles, las protestas obreras, evoca para los dirigentes
políticos colombianos, no propiamente el fantasma de una dictadura del
proletariado, en que nadie cree, sino el más palpable de la dictadura militar.
De hecho, la amenaza que gravita así sobre la vida política del país, y que el
ejemplo de los países del sur hace parecer más inminente, actúa como un factor
disuasivo en relación con cualquier cambio progresista como quiera que los
políticos liberales y conservadores temen más enajenarse la simpatía de las
clases poseedoras, con sus órganos poderosos de presión y su incidencia directa
en la política, que perpetuar el malestar de un pueblo masificado, muy difícil
de movilizar en función de objetivos unitarios. En su afán de sostenerse en el
poder y conjurar la amenaza del militarismo, los gobernantes mejor
intencionados abandonan pronto la ilusión de realizar cualquier reforma capaz
de incidir seriamente en el orden socioeconómico para constreñirse a la tarea,
ardua pero poco heroica, de administrar el establecimiento. De esta manera, el
golpe militar tan temido está bien presente en la vida colombiana, sobre todo,
por la compactación que impone entre los dirigentes políticos y los
usufructuarios del régimen económico.
La eventualidad de un golpe, vista a la luz de la historia reciente del
país y de la experiencia vivida en otras latitudes, no depende de la iniciativa
de los militares, cualesquiera que sean sus ambiciones y la fuerza material con
que las respaldan. Para ello es preciso que se dé una quiebra de cumplida de la
democracia, que este régimen deje de garantizar el control político sobre la
población. Fue lo que estuvo a punto de evidenciarse en Colombia el 19 de abril
de 1970 y los días que siguieron, cuando pareció que el Frente Nacional había
sido derrotado electoralmente por un candidato que explotaba el resentimiento
popular. Y es lo que se pondría cabalmente de manifiesto, el día que las izquierdas
clasistas cobraran gran fuerza electoral o adquirieran una autoridad decisiva
entre los trabajadores. Entonces, los políticos liberales y conservadores
correrían el riesgo cierto de ser licenciados por quienes tienen el poder
suficiente para ello, por los capitalistas, y de ver a los militares ocupar su
lugar. Porque, no hay que dudarlo, los militares de Colombia, como los de otros
países, han asimilado sus lecciones y, si no carecen de ambiciones políticas,
han depurado en cambio éstas de aventurerismo. Lo que significa que saben
esperar, y que su ambición es la de ser llamados.
XVI
La confluencia de las corrientes liberal y conservadora en el gran
aparato frente nacionalista, y la compenetración de este último con el régimen
económico prevaleciente, determinaron la conformación de un establecimiento que
convirtió sus rigideces interiores en índices de fuerza y que terminó por ver
como una perturbación inquietante cualquier proyecto susceptible de introducir
la contradicción en su seno. En la medida en que este esquema general se
oficializó, la oposición a él o a alguno de sus elementos constitutivos
adquirió visos de subversión. La inconformidad y las demandas de reforma,
imposibilitadas para encontrar algún lugar en el establecimiento, formaron una
franja de marginalidad ideológica que en los últimos tiempos no ha hecho más
que radicalizarse, y ello en los términos que parecen más aptos para expresar
una ruptura insalvable.
La protesta anticapitalista, que es el punto de reunión de los
inconformes, ha encontrado su principal inspiración ideológica en el marxismo,
el cual es abrazado a la vez en los planos teórico y práctico, o sea tanto en
su correcta iluminación del clasismo que domina la vida espontánea de la
sociedad y de los grupos, como en su dudosa promoción de la lucha igualmente
clasista por un ordenamiento diferente. El escenario de la lucha, de otra
parte, ha tendido a ubicarse en zonas de cierto modo periféricas, como el monte
y la universidad. Así, desde el comienzo de los años sesenta el radicalismo
estudiantil, inspirado en la gesta castrista, tomó el camino de la guerrilla,
con la idea de que a las masas se las lleva mejor al combate por el ejemplo de
la intrepidez de los destacamentos políticos más conscientes. Por desgracia,
la voluntad de sacrificio de que daba muestras la juventud radical, cobró
primero realidad en los choques con el Ejército para muy pronto empezar a
plasmarse en luchas intestinas que desembocaban de manera sistemática en la
aplicación de la más drástica justicia revolucionaria. La muerte del cura
guerrillero Camilo Torres, señaló el tránsito a esta última fase, cuando la
impotencia y la evidencia de un extrañamiento que resultaba no sólo geográfico,
llevaron a los grupos guerrilleros a dirimir abundantemente con vidas la
ventilación de todo tipo de diferencias. Agotadas las expectativas de este
camino, fue la universidad la que vino a erigirse en el principal reducto de
la protesta anticapitalista. Con la excepción del partido comunista, que ha
logrado echar raíces en algunos sectores obreros y campesinos, la generalidad
de las organizaciones inspiradas en el marxismo y promotoras de un cambio en el
sentido del socialismo, pueden ser consideradas como grupos estudiantiles,
tanto por el origen inmediato de sus cuadros de dirección, como por la
composición de su militancia. Universidad e inconformismo político han llegado
a identificarse. Ante la consagración de los políticos liberales y
conservadores a la causa de un capitalismo que vegete en medio del malestar
social más generalizado, causa muy poco apta para atraer las energías de una
juventud en contacto con las ideas y la cultural los partidos tradicionales, en
particular el liberal que todavía en 1957 tenía autoridad suficiente para
llamar a los jóvenes a la lucha, se vieron desterrados en los últimos lustros
de la universidad y ni siquiera sus dirigentes más progresistas pudieron volver
a tomar la palabra en los auditorios. Se produjo así bajo el Frente Nacional
una escisión bien neta: los profesionales ansiosos de promoverse socialmente,
se dedicaron a la administración de los negocios públicos y privados, sin
preocuparse mayormente por la cultural mientras a los cargos universitarios
se constriñeron los ideólogos inconformes y los fracasados camuflados de tales,
únicos aceptables para los estudiantes. Mas en general, entre los grupos medios
con cierto grado de instrucción, cuya importancia política es considerable,
las posturas frente al sistema imperante tienden a repartirse hoy según un
corte generacional: se pronuncian contra él, por lo regular en términos
marxistas, los que son jóvenes o quieren perpetuar la juventud, y están con él,
por convicción o por realismo escéptico, los que asumen con la madurez las
posiciones un poco siniestras del individualismo. A través de un mecanismo de
substitución muy corriente entre los marxistas, los estudiantes revolucionarios
se toman sin más por el proletariado mismo, confundiendo consiguientemente sus
pedreas con la lucha de clases y sirviendo en forma periódica de ocasión para
el entrenamiento de las fuerzas armadas en la lucha contra el motín urbano. La
inanidad de este movimiento, que ha llegado a componerse de más de un centenar
de grupos que fundan formalmente su separación en las divisiones existentes
entre los países socialistas o las tesis diversas de cierto número de autores,
pero a la cabeza de uno de los cuales se encuentra de hecho un pequeño
caudillo, no depende tanto de la participación predominante de ideólogos de
clase media en el nivel de sus cuadros directivos. Todas las revoluciones son
en verdad dirigidas por ideólogos, principalmente las más novedosas y
creativas. Su mal resulta más perceptible en la terca y paradójica insistencia
con que proclaman, sin que para ello logren hacerse acompañar por las voces de
los obreros, que es la clase compuesta por estos la llamada a dirigir un
cambio, que es el proletariado el que tiene asignado el papel de sujeto de la acción
histórica.
Esta obstinación en definir socialmente a los actores políticos, tiene
su más curiosa manifestación en la existencia de grupos conformados por
intelectuales, funcionarios y universitarios que se dicen partidos obreros.
XVII
Cuando, para las elecciones presidenciales de 1974, los dos grandes
partidos colombianos, enfrentándose por primera vez en muchos años, lanzaron
los nombres de Alfonso López Michelsen y Alvaro Gómez Hurtado, la imaginación
popular fue inevitablemente retrotraída a los años que dan comienzo a nuestra
crónica. Esos años habían estado dominados por la presencia de dos conductores
de nuevo cuño, dos hombres de la clase urbana que tomaba impulso en las nuevas
oleadas del capitalismo y las finanzas: Alfonso López y Laureano Gómez. La
amistad que los ligó en la juventud y la pugna tenaz que los opuso en la
madurez, vendrían a representar bien, en el plano de las relaciones
interindividuales, el curso de hechos históricos decisivos para toda una
nación. Por ello, cuando el hijo de uno y otro se enfrentaron en 1974 por la
presidencia, era como si las colectividades que los promovían quisieran volver
a comenzar por el punto que antecedió a sus extravíos y dejar en cierta forma
de lado los dos grandes tramos que acababan de recorrerse: el de la violencia y
el del Frente Nacional. El golpe que puso término al gobierno de Laureano en
1953 fue ahora, por voluntad de los votantes y en cabeza de Alvaro, un
verdadero golpe de opinión: la simpatía, por lo demás bien merecida, que el viejo
López había inspirado en su momento a los colombianos, y el temor, todavía más
justificado, que los mismos habían llegado a experimentar ante el solo nombre
de Gómez, se conjugaron para dar a López Michelsen un volumen de votos sin
precedentes en Colombia.
El gobierno que López entraba a presidir estaba, en realidad, llamado a
servir de transición entre el Frente Nacional y el pleno ejercicio de la
democracia republicana. Se habían dejado ya de lado la alternación presidencial
y la representación paritaria en el parlamento, y se había restablecido la
norma de la mayoría absoluta para la legislación corriente.
Pero quedaba todavía lo que del Frente Nacional podía considerarse como
esencial, dada la estructura de nuestro Estado: la repartición por mitades de
los cargos nacionales y regionales de gobierno. Fue el primer desengaño de la
opinión: ver al jefe liberal, que había iniciado dieciséis años atrás una
carrera política pronunciándose contra el nuevo sistema político en nombre de
los derechos de su colectividad mayoritaria, colocado a la cabeza de un
gobierno paritario en el que el conservatismo aparecía representado además por
figuras de tenebroso renombre. Pero lo que produjo la frustración mayor fue la
nueva oleada inflacionaria ocurrida a poco de iniciado el nuevo gobierno. A
través de los cuatro períodos del Frente Nacional, la inflación había seguido
una curva solidaria con la norma de alternación: baja durante los gobiernos de
los dos Lleras y alta durante los de Valencia y, muy principalmente, de
Pastrana. Los presidentes liberales habían sido estabilizadores y los
conservadores inflacionistas, o al menos, esto podía pensarse a juzgar por las
cifras estadísticas. Algo de verdad había en ello: los primeros eran más
sensibles a la preocupación de apuntalar la democracia manteniendo una opinión
popular favorable en lo posible, mientras que los segundos, más atentos a las
relaciones sociales de fuerza, se desentendían fácilmente de este aspecto y
buscaban halagar las demandas espontáneas de los capitalistas. Misael Pastrana,
con una ligereza que convirtió en descaro cuando después se dedicó a criticar a
López con el argumento de la inflación, había bajo su gobierno utilizado el
gasto público, el crédito y los subsidios de diverso orden como instrumentos de
una política de acumulaciones capitalistas aceleradas, incrementando con artificios
monetarios la capacidad de inversión y de gasto de los empresarios y
asignándoles un poder de compra sobre el mercado sistemáticamente mayor al
determinado por sus operaciones regulares. Pastrana cebó así como ningún otro
mandatario anterior a los capitalistas con el crédito y los estímulos
generosos. Y los capitalistas no irían a recibir precisamente con simpatía los
propósitos estabilizadores de López. Con una desvergüenza demagógica parecida a
la de Pastrana, importantes voceros empresariales dieron expresión a su
disgusto contra López con argumentos invertidos, que no eran otro que el
recrudecimiento inflacionario y el fracaso de los esfuerzos lopistas. Porque si
entre 1970 y 1974 se había dado libre curso a la inflación y los capitalistas
no podían otra cosa, López había aspirado en verdad a poner freno a este
proceso. Y si en el curso medio de su gobierno la inflación alcanzó índices
nunca vistos en Colombia, hasta el punto de lanzar a un paro general de
protesta a centrales sindicales encuadradas en el establecimiento, no fue
principalmente por una política oficial premeditada, sino por un juego de
efectos económicos que antes que a López, simple administrador del capitalismo
de la constelación de fuerzas existentes, señalaban los graves vicios de
conformación de la economía colombiana.
XVIII
La bonanza cafetera y el crecimiento vertiginoso de los ingresos del
sector exportador, estarían principalmente en la base de la ola inflacionaria
que vino a erosionar el capital político del presidente López. Durante todo el
período de industrialización substitutiva, la escasez de divisas había
constituido el motivo central de preocupación para gobernantes y empresarios.
Allí se señalaba la ubicación de uno de los más importantes limitantes del
desarrollo, como quiera que la escasez de divisas significaba de manera
inmediata, escasez de abastecimientos de equipo y materias primas
imprescindibles para la expansión industrial. Uno de los principales males que
padecía nuestra economía, parecía depender pues de la baja disponibilidad de
divisas. Bajo el gobierno de López, las gentes corrientes del país, hasta las
cuales había llegado vagamente la conciencia de esta limitación, no pudieron
sino recibir con mayúscula sorpresa el fenómeno contrario: el desastre de la
inflación, que golpea con especial fuerza a las masas urbanas, hoy mayoritarias
en el país, y que en orden político aproxima como ningún otro factor la amenaza
militar, encontraba ahora su raíz, como lo afirmaba el mismo gobierno, en el
incremento de los ingresos de divisas por el auge del comercio de exportación.
Si la escasez era ayer un mal, la abundancia se convertía hoy en algo peor.
Indices de aumentos de precios de más del cuarenta por ciento en un año,
mostraban que productores y comerciantes hacían su agosto abasteciendo las
demandas internas súbitamente multiplicadas sin preocuparse por aumentar el
volumen material de sus ofertas. Se producía un fenómeno parecido al que tuvo
lugar cuando la danza de los millones de los años veinte. Si entonces los
terratenientes habían utilizado su monopolio sobre la tierra y sobre la oferta
de alimentos para captar pasivamente, sin mejorar ni intensificar la
producción, el torrente monetario de los empréstitos, indemnizaciones e
inversiones norteamericanas, ahora los capitalistas, con su monopolio sobre el
aparato productivo y comercial y sobre los recursos crediticios y financieros,
se limitaban a copar las demandas incrementadas con una masa de productos que
ninguna fuerza operante en la economía los obligaba a acrecentar. Faltaba, por
ejemplo, el acicate de una competencia entre los empresarios para la conquista
de los nuevos mercados. El capitalismo industrial importado, había convertido
en un corto período histórico a la clase empresarial en una suerte de casta,
netamente desprendida del resto de la sociedad y fácilmente actuante como un
solo cuerpo, incluso en el terreno de los hechos económicos más inmediatos. Y era
esto lo que la experiencia de 1975-77 venía a mostrar con el lenguaje peculiar
de los índices de precios, que todos pueden entender a su manera.
XIX
La impotencia ante los mecanismos económicos inflacionarios, apenas
natural en un gobierno de tal modo constituido que mal puede plantearse ninguna
acción política digna de este nombre, es decir, ninguna acción que se desprenda
de las determinaciones económicas y remodele el cuerpo estratificado de la
sociedad de conformidad con metas ideales, acentuó en el presidente López
ciertos vicios de carácter, y ello por una lógica comprensible pero no por ello
disculpable. Imposibilitado para comportarse como un estadista, López se dedicó
a hacer política, en el sentido más estrecho del término. En una gran maniobra
diversionista, promovió una constituyente que ha mantenido agitados a los partidos
y que tiene apenas el pobre objeto de reformar para después de su gobierno las
administraciones locales y la organización de la justicia. Pero sus mayores
energías se centraron en otro esfuerzo, menos encomiable aún, y es el estímulo
permanente dado desde su gobierno a las peores tendencias de la política partidista.
Desde el comienzo de este gobierno, hubo un candidato oficial para las
elecciones de 1978, Julio César Turbay Ayala, de poco gloriosa trayectoria en
las filas del liberalismo. Este político representa como ningún otro, lo que en
el lenguaje corriente se denomina la politiquería, por la cual las posiciones
públicas se persiguen, no para realizar desde ellas un proyecto social cuyo
valor moviliza las propias energías sino, simplemente, para ocupar esas
posiciones con fines de prestigio y, lo que es más regresivo aun, como medio de
acceso a las jerarquías económicas. Esta suerte de prostitución de las ideas y aparatos
políticos, resulta prácticamente inevitable cuando el poder estatal, como
decíamos, se revela impotente y depone toda misión histórica ante la fuerza
inerte de las estructuras económicas. En tales condiciones, nada más lógico que
vengan a ocupar la escena y que cobren un impulso arrollador, no ya los que se
esfuerzan sin más para alcanzar las posiciones de prestigio, sino incluso los
que se apuntan a la instancia más sólida, aquellos que con vulgar ligereza
-solidaria de un pobre nivel intelectual- reconocen lo efímero de las glorias
políticas al lado de la perpetuidad de los derechos de propiedad. Sirve de
soporte a esta última tendencia, la evolución relativamente reciente, que
refuerza en el terreno de la economía la presencia de un Estado privado de
verdadera iniciativa histórica, presencia que se materializa en un amplio
dispositivo de medidas de política económica, generosas en sus estímulos y
tibias en sus correctivos para con el capitalismo, así como en la proliferación
de las empresas con que el esfuerzo público busca complementar el privado. Con
el eventual ascenso de la tropa encabezada por Turbay a las posiciones de
mando, este Estado productor de capitalistas y dispensador de empleos
acentuaría, si cabe más, su pasividad histórica, y el año de 1978 daría
comienzo en Colombia, al gobierno de un equipo humano que a buen seguro no
perseguiría otro objetivo que el de sostenerse en sus posiciones y que no
tendría por consiguiente otra política que la de atender, en el orden en que se
fueran presentando, las presiones de los grupos más fuertes.
XX
La sociedad colombiana es una sociedad vieja de siglos, por más que sus
mañas y estratificaciones sean a menudo presentadas por los sectores dominantes
como defectos transitorios de un proceso de maduración inacabado. Las
relaciones de producción capitalistas, adoptadas a través de enormes
sobresaltos, han venido a prestar un nuevo marco a su antigua conformación
oligárquica. La gran mayoría de la población, en parte vinculada de manera
directa al sistema económico, y en parte, harto notable, sometida a él por los
canales de la circulación mercantil, constituye la materia de una acumulación
de capital que el Estado, representante del interés general, acelera por
métodos monetarios, todo para la gloria de una clase de capitalistas, que
buscan elevarse sin dilaciones a la categoría de ciudadanos del mundo
apoyándose para ello sobre los hombros de un pueblo deprimido. El esfuerzo
capitalista que otros países pueden vivir como una empresa nacional, carece
aquí de todo piso moral, lo que significa que cualquier persona corriente ve
apenas en él el nuevo negocio de las viejas capas dominantes, en el que los
costos populares no hacen más que crecer. La falta de piso moral del
capitalismo es un hecho central en este cuadro. Surge entonces la perplejidad:
si el Estado es formalmente la primera autoridad de la nación, y si el
ordenamiento capitalista de las relaciones sociales es para él un valor
intocable, objeto por demás de sus desvelos, ¿cómo puede mantenerse el sistema
de la democracia política? ¿Cómo puede dejarse que el estado sea constituido
por el juego de las libres opiniones y como expresión de la voluntad
mayoritaria del pueblo a través del sufragio universal? La democracia política
colombiana, con todo y sus recortes, tiene que ser vista a esta luz como un
hecho sorprendente. La perplejidad es aún mayor, si se piensa que la democracia
colombiana, por lo menos en el terreno de la lucha política e ideológica, puede
incluso permitirse ciertos excesos capaces de enardecer a la Iglesia, al
Ejército y otras fuerzas centradas en el problema de la captación social y del
orden. La enseñanza de las ciencias sociales en la universidad pública, ha
sido en buena parte abandonada a los marxistas, cuyos esfuerzos de
adoctrinamiento vienen a ser así pagados, mal que bien, por el Estado. El
partido comunista funciona legal y públicamente, con sus órganos de propaganda
debidamente registrados, mientras de otro lado tiene una organización
guerrillera que hace incursiones en poblados y que se encuentra en estado de
guerra con las fuerzas armadas del país. Los guerrilleros que por fortuna no
son muertos en el acto de su captura y que, en las esporádicas pausas del
estado de sitio, pasan a la justicia ordinaria, obtienen en más de un caso
pronta libertad. Existe una libertad de prensa que, si bien sólo puede ser
ejercida por aquellos que están en capacidad de financiarla, alcanza verdaderos
extremos: el presidente de la República es presentado como un hampón y los delitos
de los militares y los burgueses son ventilados sensacionalmente en más de un
órgano periodístico. Y a todo esto el sistema parece impertérrito, firme como
los mecanismos sin dueño. ¿Es qué acaso el uso que se hace de las libertades
en el terreno de las opiniones y las ideas política, contribuye a la
producción de un caos mental en medio del cual nadie cree que se pueda realizar
nada, fuera de denunciar, denostar y escandalizar a la manera de Eumolpo? Es
cierto, que de una manera general la libertad formal de las ideas constituye la
mayor conquista de la civilización de occidente, y que cualquier política que
se proponga dar contenidos substanciales a la libertad, vale menos que las
órdenes que substituye si su costo es la reglamentación de las conciencias.
Pero es también cierto que el libre juego de las ideas políticas tiene que
plantear gravísimos interrogantes cuando se revela en gran medida inocuo frente
a los males de la existencia social.
Hoy, el mal fundamental de la sociedad colombiana, estriba en los
efectos segregacionistas del capitalismo. Este régimen ha acabado por repartir
en dos grandes campos a la población. El primero, el legal, está compuesto por
las gentes integradas económicamente al establecimiento, que gozan de ingresos
regulares y se benefician, aunque sea precariamente, de los servicios sociales
más primarios, como los de vivienda, higiene y educación. El segundo se define
por sus carencias de todo orden, principalmente de una ocupación y un ingreso
regulares, y convierte a cerca de la mitad de la población en excedentaria en
relación con la legalidad económica prevaleciente. El vasto conglomerado de los
parias, que apenas podría identificarse por el sentimiento común del odio y del
resentimiento, carece de figuras propias en el plano de las empresas políticas
y de la agitación ideológica. Las luchas de los obreros por el salario y la
estabilidad ocupacional acentúan más bien el aislamiento de este sector de
población, y otro tanto hacen los movimientos marxistas que pretenden
articular directamente su política con los intereses de los trabajadores. Los
marginados no tienen ideas políticas propias y tampoco son representados por
nadie. Con relación a ellos, todos los demás grupos sociales están unificados
por el miedo. En el terreno más inmediato, los capitalistas y los trabajadores
se ven asediados por las oleadas de criminalidad que ascienden de los estratos
marginales. La figuración de estos estratos en el escenario de las luchas
políticas y sociales, depende de la utilización que se puede hacer de ellos
para fines que les son ajenos: como escalón para demagogos y golpistas, como
elemento explosivo que aumenta la capacidad de chantaje de los obreros al hacer
más temibles sus protestas, en fin, y muy principalmente, como argumento del
conservadurismo burgués y pequeño burgués que clama por un gobierno fuerte y
disciplinador. Sin ideas y sin fines políticos propios, los marginados, que
apenas dan por sí mismos para el motín y para el saqueo, tampoco parecen
movilizables para un proyecto político que pretenda modificar el cuadro
general de la sociedad y que de esta manera se proponga elevar su existencia.
Convocarlos a la escena política, como una vez el liberalismo convocó a los
trabajadores del campo y de las ciudades, sería un proyecto tan temerario que
al lado de él la historia del aprendiz de brujo, aparecería como un juego
inocente. Este gran punto muerto de la sociedad política colombiana, esta
suerte de concentrado de la descomposición y la impotencia, contamina la vida
entera del país y priva de verdadero sentido histórico y humano, y casi de
realidad, a todo lo que se mueve en los marcos de la sociedad legal, incluidos
los juegos ideológicos de la democracia, la cultura considerada en general así
como los más revolucionarios pensamientos. Por más que sea doloroso, hay que
decirlo: las ideas pueden circular hoy en Colombia no tanto por un respeto
inspirado en los mejores valores de la civilización, sino porque son
inofensivas, porque incapaces de articularse con la realidad social tienen
bloqueado el acceso a la seriedad.
TRABAJO 11
HACER TRES CONCLUSIONES DE ORDEN PERSONAL CON RELACIÓN AL TEMA ENVIAR AL CORREO ELECTRÓNICO
COSTRUYA UN GRAFICO Y MUESTRE LAS ETAPAS DE TRANSFORMACION DE LA INDUSTRIA Y LA POLITICA EN COLOMBIA CON RELACION AL TEXTO
Industrialización y
Política Económica
Jesús Antonio
Bejarano
El proceso de industrialización colombiano y los patrones de acumulación
sobre los cuales ha descansado, transcurren de un modo más o menos similar al
del resto de los países de América Latina. Pueden distinguirse en este proceso
dos etapas: una sustitutiva de importaciones, que si bien se inicia desde los
años treinta, adquiere su configuración precisa en la década del cincuenta y
mantendrá su carácter estrictamente sustitutivo hasta 1967. La otra,
prolongando la etapa anterior, inicia su curso al amparo del estatuto cambiario
de 1967 y de la Reforma Constitucional de 1968, adquiriendo su cabal
realización merced a la favorable coyuntura mundial de comienzos de la década
del setenta. En esta etapa, la industria colombiana, sin abandonar, como
veremos luego, su carácter sustitutivo, apoyará su expansión fundamentalmente
sobre la exportación de manufacturas, lo que le permitiría modificar, al menos
en parte, las condiciones de acumulación desarrolladas desde los años
cincuenta.
Cada una de estas etapas verá aparecer contradicciones específicas en
ocasiones superables -o cuando menos atenuables- por la política económica,
pero casi siempre persistentes, y es justamente la persistencia de estas
contradicciones, lo que determinará el marco general de la intervención
estatal en la economía.
La etapa propiamente sustitutiva, definida por una rápida modificación
en la composición de la oferta interna industrial, desarrollará hasta más o
menos 1958 la sustitución de bienes de consumo corriente y en alguna medida, la
de bienes de consumo durable, para iniciar, a partir de allí, la sustitución de
bienes intermedios y de capital, dentro de los límites impuestos por la
amplitud y composición del mercado interno.
En efecto, la sustitución de importaciones de bienes de consumo
corriente logró profundizarse, apoyándose inicialmente sobre un mercado interno
del cual se aprovechaba tanto la demanda establecida y anteriormente cubierta
por las manufacturas extranjeras, como la resultante de la notable expansión
del consumo interno durante los años de la segunda posguerra. Esta expansión,
a su vez, estuvo asociada al crecimiento del empleo en la industria
manufacturera y al aumento del volumen total de remuneraciones, pese al
descenso de los salarios reales. Por otra parte, la ampliación del mercado iba
acompañada de un cambio en la composición del consumo global, que al tiempo que
reflejaba los efectos del proceso de urbanización sobre la estructura de la
demanda interna, se traducía en un aumento de la importancia relativa de la
demanda por alimentos elaborados, de la de productos manufacturados no
alimenticios y de la de servicios, logradas a través de una reducción en la
proporción de gastos en alimentos de origen agrícola, aunque no de su volumen
absoluto.
La sustitución de bienes intermedios y de capital, por el contrario, se
verá rápidamente limitada por las dimensiones del mercado interno para bienes
finales. Una vez saturado el mercado de bienes de consumo corriente, hacia
1958, la dinámica de la expansión industrial y por supuesto, la de la
expansión del mercado, comenzó a depender de la ampliación de los sectores de
bienes intermedios y de capital a través del consumo productivo que ella implicaba.
Sin embargo, la ampliación del mercado por este Camino ocurría de una manera
mucho más lenta que antes, toda vez que la base industrial de bienes de consumo
final, que determinaba la amplitud de la sustitución de bienes intermedios y
de capital, estaba a su vez limitada por el agotamiento del mercado para sus
propios bienes. Es entonces cuando se empieza a hablar de las tendencias al
estancamiento y del agotamiento del proceso sustitutivo de importaciones22.
Si en el plano interno las posibilidades de expansión y la configuración
intrasectorial de la base industrial estaban determinadas por la evolución y
características del mercado interno, también estaban determinadas, desde el
plano externo, por las fluctuaciones de la capacidad para importar. En efecto,
la industrialización sustitutiva crea un tipo de vinculación de la economía
interna con el mercado mundial de un carácter totalmente distinto al vigente en
la segunda mitad del siglo XIX y los primeros treinta años del siglo XX.
También en este último período, la suerte de la economía está ligada al sector
de exportación, pero aquí las fluctuaciones del sector externo actúan sobre la
esfera de bienes de consumo ampliando las posibilidades de importación. A
partir de la industrialización sustitutiva, tales fluctuaciones recaerían, no
sobre la esfera del consumo, sino sobre la esfera de las inversiones en los
sectores de bienes intermedios y de capital, a través de la capacidad para
importar. De hecho, en la medida en que la reproducción ampliada del capital
pasa a depender por un lado, de los niveles internos de acumulación y por otro,
de la posibilidad efectiva de convertir las ganancias en bienes de capital
importados, la disponibilidad de divisas no determina en términos absolutos los
volúmenes de acumulación, pero decide en todo caso sobre las expansiones o
contracciones de la reproducción. Es fácilmente constatable cómo, durante todo
el período de industrialización sustitutiva, los auges o recesos de la
actividad industrial a corto plazo estuvieron marcados por las fluctuaciones
del precio externo del café23.
De este modo, el curso de la industrialización colombiana durante la
etapa propiamente sustitutiva, estará determinada tanto por la composición y
ritmo de la expansión del mercado como por las fluctuaciones del sector externo
en cuanto la economía colombiana está sometida a la importación de bienes de
capital, pasando así la producción a depender directamente de la disponibilidad
de divisas.
A su vez, esta doble determinación impuesta sobre el aparato productivo
conferirá a la economía colombiana un elevado grado de monopolización. En
efecto, las restricciones del mercado llevaron tempranamente al sector
industrial a una diversificación horizontal demasiado extensa que respondía,
por supuesto, a la fragmentación del mercado. Simultáneamente, la
incorporación de tecnología por parte de las unidades productivas creadas para
sustituir la oferta externa, se caracterizaba por un alto grado de mecanización
respecto a la oferta interna de factores productivos, lo cual se traducía en el
montaje de escalas de planta, superiores a la capacidad de absorción de
productos por el mercado. Al mismo tiempo, la adopción de estas escalas, por el
mayor potencial productivo respecto a las demás preexistentes, les permitiría
conformar elevadas barreras de entrada tanto por el inferior nivel de costos de
las empresas establecidas con tecnología moderna, como por el tamaño del
mercado que convertía las escalas de planta en la principal barrera. A ello
debe sumarse la escasez de divisas con relación a los fondos internos de
acumulación (lo que conduciría a un racionamiento de las mismas mediante el
cual se tendía a no asignar cupos de importación para la ampliación de la
capacidad productiva de la industria cuando en ella se presentase capacidad
subutilizada), escasez que determinaba que el acceso a ellas se convirtiera en
un requisito de penetración al aparato productivo.
Este proceso de monopolización se acentúa notoriamente a partir de la
sustitución de bienes intermedios y de capital, ya que, como es obvio, la
adopción de tecnología en estos sectores se iniciaba en el punto más alto de la
curva de progreso tecnológico, al tiempo que la productividad era mucho mayor
en las empresas que acusaban mayores tamaños. Por otra parte, las características
más visibles de este proceso de monopolización, son el alto grado de
estabilidad de las estructuras monopolísticas (se estima que entre 1962 y 1968
la concentración aumentó en un 43.5% de las industrias, en el 17.5% de ellas
disminuyó y en el 13% el grado de concentración permaneció constante) y un
aumento del grado de concentración a partir del aumento de tamaño de las
plantas, más que a través de la aglomeración alrededor de un tamaño determinado.
Ello es así porque al pasar el proceso sustitutivo a la producción de bienes
más complejos, no es posible, por consideraciones puramente tecnológicas,
conformar tamaños pequeños (por ejemplo en la refinación de petróleo). Existe
entonces un tamaño mínimo posible, y el volumen del mercado determina el
número de establecimientos que han de operar en la industria. Desde esta
perspectiva, la monopolización y concentración industriales son técnicamente
inevitables.
Sin duda, la característica más notable del desarrollo industrial
durante esta etapa, es la manera como se desenvuelven las condiciones de
absorción de mano de obra. La cuestión del empleo, en efecto, no sólo será
reveladora del carácter de la acumulación nacional, sino que estará presente
como el hecho social más relevante y al que se vinculan, de una u otra forma,
la mayoría de los debates sobre la economía colombiana durante la década del
sesenta. A mediados de esta década, el informe PREALC apuntaba lo que parecía
ser la principal contradicción de la industria colombiana: "La tendencia
es de que el sector moderno tiende a ampliar su participación en la industria
colombiana en base a las grandes industrias que se están modernizando
rápidamente. Este proceso ofrecería, hacia el futuro, un alza sostenida de la
productividad; sin embargo, si se mantiene la restricción de un mercado de
demanda restringida (sic), este proceso resultará en una decreciente absorción
de mano de obra o bien en una pérdida de productividad potencial, debido a la
incapacidad de absorción del mercado de manufacturas". Ambas cosas fueron,
más o menos, las que ocurrieron. Entre 1953 y 1958, la tasa de crecimiento
anual del empleo fabril fue de 3.5%, manteniéndose la misma tasa en promedio
para el período 1958-1963. En el quinquenio siguiente, se había reducido a
sólo 1.5%, como consecuencia de la pérdida de dinamismo en la producción de
bienes de consumo corriente, sector en el cual la tasa de absorción de empleo
pasó del 2% entre 1958 y 1963 a sólo 0.8% entre 1963 y 1968. Como consecuencia
refleja, se vería descender también la absorción en los sectores de bienes
intermedios y de capital. Esta pérdida de dinamismo en la generación de empleo
era tanto más grave cuanto que la población económicamente activa registraba un
elevado crecimiento al tiempo que se acentuaba la descomposición campesina.
La creciente incapacidad de absorción de fuerza de trabajo por parte del
sector industrial, en el cual, al menos teóricamente, descansaba esta
responsabilidad, empezó a reflejarse en un aumento de desempleo abierto y del
subempleo desde comienzos de la década del sesenta. La tasa de desempleo
abierto aumentó de 1.2% en 1951 a 4.9% en 1964 según la información censal y en
las cuatro ciudades más grandes se estimaba en 10% en 1963, 10.5% en 1966 y 13%
en 1967. El subempleo se sitúa, según el censo de 1964, en 18.8% para el sector
primario, el 17.55% para el sector secundario y el 17.18% en el sector
terciario. Sin duda, la incapacidad de absorción de mano de obra y su
resultado, el desempleo creciente, no eran más que el reflejo de la manera como
se conformaba el proceso interno de acumulación de capital24.
En efecto, la expansión del empleo se ve estimulada por la velocidad de
la acumulación, pero restringida por la forma que ésta asume en cuanto a la absorción
del progreso técnico. El crecimiento poblacional constituye apenas un
parámetro en la magnitud global del desempleo, lo mismo que la capacidad de la
composición técnica del capital, que depende tanto del ritmo de acumulación,
como de la tecnología disponible y a la cual, por razones pertinentes a la
maximización de la tasa de ganancia, se ajustan a las escalas de planta y la
proporción de factores.
En la medida en que el crecimiento industrial avanzaba sobre una elevada
concentración, ello planteaba un primer efecto sobre las tasas de absorción de
empleo. El crecimiento de la producción recaía sustancialmente en las empresas
grandes (no obstante la subutilización de capacidad), cuya capacidad de
absorción era menor, al tiempo que aquellas empresas pequeñas, más
"intensivas" en mano de obra, apenas si participaban en el incremento
de producción. Si bien el mayor volumen de empleo absoluto descansaba sobre la
gran empresa, ésta tenía un bajo aumento de empleo mientras que en la pequeña,
la absorción era alta, pero la participación en el volumen absoluto de empleo
generado, era demasiado bajo como para que sus efectos se reflejaran
sustancialmente en las tasas totales de absorción.
Por otra parte, los coeficientes del empleo por tamaño de las firmas se
caracterizan por ser crecientes a medida que aumenta el tamaño, lo cual
significa que los efectos de la expansión productiva sobre el empleo, son
contrarrestados por los aumentos de productividad inherentes al aumento del
tamaño de las empresas. A su vez, si los incrementos de productividad son
incompatibles con el crecimiento del empleo, ello es así porque el crecimiento
de la demanda efectiva es menor que el crecimiento de la productividad, por lo
que la absorción tecnológica se resuelve en un decrecimiento en el coeficiente
de empleo. Dicho de otra manera, dadas las limitaciones del mercado, la
acumulación se resolvía toda en progreso técnico, en el que se incorporaban
desde el comienzo los avances tecnológicos elaborados para mercados de
dimensiones superiores, y casi nada en absorción de empleo25.
Así pues, el desempleo creciente no era más que el resultado de la
concentración y de las condiciones de absorción del progreso técnico
(subrayemos: no del progreso técnico en sí mismo), frente a un mercado
limitado. De este modo, la forma que asumía el proceso de acumulación interna,
y el cual teóricamente debía convertirse en un factor de expansión de empleo,
se veía ampliamente contrarrestado por el efecto de contracción que acompaña a
la absorción de tecnología. Veremos luego cómo, a partir de 1967, manteniéndose
las mismas condiciones de concentración y de tecnología aún más acentuadas, el
empleo empieza a crecer al romperse la limitación de la demanda efectiva
interna como consecuencia de la orientación de la industria hacia el mercado
mundial.
Si bien el desempleo aparecía como la contradicción más preocupante de
la economía nacional durante la década del sesenta, aparecía acompañándolo, en
parte como su reverso dramático, el segundo gran problema nacional de la
década: el problema agrario.
Si bien durante los primeros años de la década del cincuenta, la
agricultura se había opuesto al desarrollo industrial en cuanto la
insuficiencia en la oferta de materias primas para la industria y la de bienes
de consumo para los trabajadores urbanos, hacía que hubiese que desviar
recursos hacia la importación de unas y otras, disminuyendo así la
disponibilidad de divisas, elevando los costos y de paso, amenazando las
ganancias industriales a través de las presiones inflacionarias y por tanto,
salariales, inherentes a una insuficiencia en la oferta interna de bienes de
consumo de origen agrícola, para fines de esta década, el problema había
cambiado sustancialmente de sentido. La agricultura comercial acusó un notable
desarrollo durante la década del cincuenta, vinculando las áreas planas al
cultivo en forma mecanizada y desplazando de ellas a la ganadería extensiva,
lo que si bien reducía las necesidades de importación de bienes agrícolas,
planteaba nuevos problemas.
De una parte, el avance de las explotaciones capitalistas en el campo,
precipitaba la formación de vastos contingentes de mano de obra que no era
absorbida por la industria al mismo ritmo de su expulsión del campo, y de otra,
se empezaba a presenciar un creciente distanciamiento entre la agricultura
comercial y la agricultura tradicional, distanciamiento que al tiempo que convertía
en anacrónica la antigua relación latifundio-minifundio,
-perspectiva bajo la cual se miró el problema agrario en las tres décadas anteriores- se reflejaba no sólo en el desarrollo técnico de la agricultura productora de materias primas, sino en un reforzamiento de las características de la agricultura tradicional, tras la cual se empezaba a ocultar la descomposición campesina en la forma de subempleo.
-perspectiva bajo la cual se miró el problema agrario en las tres décadas anteriores- se reflejaba no sólo en el desarrollo técnico de la agricultura productora de materias primas, sino en un reforzamiento de las características de la agricultura tradicional, tras la cual se empezaba a ocultar la descomposición campesina en la forma de subempleo.
Desde luego, el problema agrario asumía muchas características, pero al
buscar las causas del crecimiento del desempleo, la burguesía descubría de
golpe la relación entre éste y el desarrollo agrícola.
De hecho, la incapacidad de la industria para absorber productivamente
la fuerza de trabajo desplazada del campo, se escondía tras la visión del
problema agrario, el cual, al menos desde el punto de vista de la burguesía, no
era definido ya por la presencia del latifundio o por los efectos económicos
de la concentración de la propiedad territorial, sino más bien, por la presencia
de una agricultura que por su rápido desarrollo conllevaba la imposibilidad de
retener la fuerza de trabajo en el campo, acelerando con ello el desempleo
urbano. Así, en vez de ver el desempleo como la incapacidad del capitalismo
para absorber la descomposición campesina, se prefirió ver en ésta, y en la
agricultura que la provocaba, la causa del desempleo y por supuesto, hacia
ella debía apuntar la solución.
Lo que, en efecto, preocupaba a la burguesía de los años sesenta, no era
tanto el desarrollo agrícola en cuanto tal, sino el desempleo urbano; Lleras
Restrepo, gestor a nombre del partido liberal de la Reforma Agraria a comienzos
de la década del sesenta, planteaba claramente los términos del problema:
"En nuestro concepto -señalaba- lo que verosímilmente presenciará el país
en los próximos años, no va a ser una demanda urbana de brazos para industrias
y servicios útiles superior a la oferta sino por el contrario, un exceso de
esta última sobremanera difícil de absorber. En tales condiciones, lo que
tienda a vincular a la tierra la población campesina, puede considerarse como
social y económicamente útil, aun en el caso de que en algunos sectores
rurales tuviera que prolongarse una economía de simple subsistencia"26.
La Reforma Agraria se convertía pues, para la burguesía, no en una
alternativa de resolver lo que la agricultura en el terreno económico, tenía de
problemático, sino más bien en una alternativa política de resolver,
disimulándolos, los efectos que el desarrollo capitalista tanto de la industria
como de la agricultura traían consigo.
Las preocupaciones de la burguesía sobre el desarrollo de la economía
colombiana girarían, hasta 1967, en torno a estas dos grandes cuestiones: el
desempleo y las condiciones de la descomposición campesina, a los cuales debe
añadirse, en un plano de igual significación, la preocupación por los
movimientos del comercio exterior y los aspectos inherentes a las limitaciones
en la disponibilidad de divisas. Puede decirse que, en lo fundamental, la
estrategia general de la política económica, en cuanto expresó el orden de los
asuntos que se consideran relevantes, se desenvolverá sobre el terreno
propuesto por estos tres grandes problemas. La evolución de los diagnósticos
contenidos en los informes de las diferentes misiones internacionales y en los
planes de desarrollo dan cuenta -prescindiendo de la exactitud de los mismos
diagnósticos en cuanto localicen o no el verdadero orden causal de los
problemas- del modo como la burguesía identifica las limitaciones centrales de
la economía, de la manera como se impone una interpretación de las relaciones
existentes entre los fenómenos más relevantes. Por supuesto, tal identificación
responde en último término, a la correlación de fuerzas políticas y muestra
los intereses de clase que dominan en la formulación de la política económica.
Más claramente, la evolución de los diagnósticos indicará, sin duda, los desplazamientos
y puntos de interés de la burguesía en cada etapa de la industrialización, al
mismo tiempo que dará cuenta de la forma como se abordan las principales
contradicciones resultantes del desarrollo de la economía. Sin embargo,
nuestro propósito se limita a señalar el terreno general al que apunta la
política económica, prescindiendo, en razón del objeto de este ensayo, del tipo
de intereses específicos de clase que la determinan.
Los informes de la década del cincuenta, tanto el de la misión Currie como
el de la misión Lebret27, coincidían en que Colombia no tenía por entonces
problemas de desempleo abierto. Por el contrario subrayaban, como un punto
central del diagnóstico, la "irracional" utilización de la tierra en
cuanto las llanuras fértiles se ocupaban en la ganadería extensiva, mientras
que la mayoría de la población se amontonaba en las laderas en condiciones de
miseria y de precaria productividad. Esta forma de utilización de la propiedad
territorial habría de reflejarse, de un lado, en el divorcio de los dos
recursos más abundantes, la tierra y la mano de obra en el sentido en que
aquélla no se usaba para explotar productivamente la fuerza de trabajo, y de
otro lado, en una presión sobre la importancia de materias primas, hecho que,
según los informes, era uno de los factores determinantes de los altos costos
industriales. Coincidían igualmente los informes, en que debía procurarse una
mejor y más racional utilización de la tierra reuniendo el trabajo asalariado
junto con las tierras más aptas, para desarrollar la explotación capitalista
del campo.
Como ya indicamos, esta vía de la gran explotación sería el camino que
tomaría el desarrollo agrícola, a partir de la década del cincuenta, y ello
hacía que para comienzos de la década del sesenta, la cuestión de la
"irracional" utilización de la tierra hubiera cedido en importancia,
para ser ocupado su lugar por el desempleo como el elemento más problemático de
la economía nacional. En efecto, el plan decenal presentado a comienzos de la
década, anotaba que: "El hecho que resalta más y el más inquietante es de
que la cuota de nueva fuerza de trabajo absorbida por la industria fabril sea
relativamente escasa frente a la creciente cantidad de gente en busca de
empleos remunerativos". Esta baja absorción, atribuida a las deficiencias
de la demanda interna, podían solucionarse, en opinión del plan decenal, mediante
una reforma agraria que al tiempo que se constituyera en una alternativa al
desempleo, se convirtiera en una forma de elevar los ingresos campesinos
permitiendo solucionar en parte las deficiencias de la demanda interna.
Quedaba planteado así, en este diagnóstico, el terreno sobre el que se
desarrollarían uno de los debates de mayor trascendencia en cuanto
representación de dos concepciones, hasta cierto punto irreconciliables, sobre
el carácter y los límites de desarrollo del capitalismo nacional: el debate
Lleras-Currie. Debate representativo porque las posiciones en torno a él
indicarían las opciones económicas y políticas con que se enfrentaba la burguesía
durante los años sesenta.
En último término, lo que estaba en discusión eran las alternativas de
solución al desempleo. Para Lleras, retener la población en el campo a través
de la Reforma Agraria, implicaba no sólo una opción inmediata, sino una
particular solución del problema agrario: fortalecer el desarrollo agrícola por
la vía de la pequeña propiedad campesina, postura reformista a la que, a la
postre, se acogería la burguesía durante toda la década de los sesenta, como
veremos luego a propósito de la política agraria.
Currie, por el contrario, optaba por la creación, en el sector urbano,
de condiciones para una mayor absorción de mano de obra a través del estímulo a
sectores con baja composición técnica del capital. Ello a su vez implicaba
resolver el problema agrario por la vía de la gran propiedad y a través del
fortalecimiento de empresas agrícolas típicamente capitalistas, acelerando con
ello la descomposición campesina, hecho este que aceptaba como el curso normal
del desarrollo capitalista, considerándolo incluso como conveniente, pues al
ser absorbida productivamente esta descomposición, se ampliaba no sólo la
esfera de explotación directa, sino que se lograba incorporar a una vasta
población del mercado monetario.
Sin duda, el triunfo de la opción propuesta por Lleras obedecía a que
era políticamente más realista que la de Currie: la exacerbación de las
tensiones sociales en el campo, el temor a que revivieran los movimientos
campesinos de los años treinta, las invasiones de tierras que se adelantaron
en algunos sitios del país y por supuesto, los temores que producía en la
burguesía el ejemplo de la revolución cubana, constituían el marco político que
hacía del reformismo agrario una opción políticamente más realista. Demasiado
francamente, un parlamentario conservador sabía hacerse eco del sentimiento
general de estas palabras: "No quiero ser ave de mal agüero, pero si el
próximo congreso no aprueba una reforma agraria, la revolución es
inevitable".
El triunfo del reformismo cancelaría el debate (revivido en algunos de
sus aspectos durante la década de los setenta), aunque por supuesto, los
problemas seguían vigentes. A lo largo de la década del sesenta, los resultados
de la Reforma Agraria fueron demasiado precarios. La descomposición campesina
seguía avanzando y el desempleo urbano acentuándose más alarmantemente aún.
Para fines de la década, tanto el plan de desarrollo de la administración
Lleras como el informe de la OIT sobre el empleo, continuaban subrayando el desempleo
como el más esencial de los problemas. En estos diagnósticos, sin embargo, y
reconociendo hasta cierto punto el fracaso reformista (fracaso en cuanto a
solución al desempleo, no por supuesto en cuanto a sus implicaciones
políticas) se acentuaba la solución no ya en la Reforma Agraria, sino en los
aumentos de la disponibilidad de capital y de divisas en relación a la mano de
obra y en el ortodoxo expediente de estimular la incorporación de técnicas
intensivas en mano de obra.
La década se cerraría pues, con el desempleo como la cuestión más
relevante. Los otros dos limitantes, las deficiencias en la demanda interna y
el comportamiento del sector externo, aparecen en los diagnósticos de uno u
otro modo vinculados, o bien con el problema agrario o bien con el del empleo.
El primero, la demanda interna, aparecería bajo diferentes niveles de
significación y de orden causal, en ocasiones proponiéndose como resultado de
la concentración del ingreso o de la propiedad y a veces, como consecuencia de
una viciosa propagación de los frutos del progreso técnico. De cualquier modo,
el mercado aparecería vinculado al debate central en cuanto plantearse resolver
el desempleo desde el campo o desde los sectores urbanos, significaba también
plantearse -y de manera explícita en las opciones indicadas- abrir el mercado
interno desde los sectores urbanos o desde el sector agrícola, alternativa que
aparecería más claramente postulada en los años sesenta. En cuanto al
comportamiento del sector externo, o lo que es lo mismo, la escasez de divisas,
no había debate posible, pues su solución se determinaba según las
posibilidades de corto plazo y se prefirió manejarlo así, como un recurrente
problema de coyuntura.
Esta evolución de los diagnósticos, si bien reflejaba un orden de
problemas y una particular manera de abordarlos, brindaba apenas un terreno
general en el que la política económica se desenvolvía, a partir del hecho de
que tales diagnósticos expresaban las preocupaciones públicas y situaban en lo
económico las tensiones políticas resultantes de los problemas reales de la
economía nacional. En cuanto a las recomendaciones derivadas de los
diagnósticos, resulta sintomático que, salvo una que otra de orden
administrativa o la ejecución de algunos proyectos específicos, ninguna de las
políticas diseñadas en los planes o en los informes se haya puesto cabalmente
en práctica.
En efecto, la política económica tomaba otro curso, a menudo
contradictorio con el que señalaban los planes de desarrollo. Ello era así,
porque las posibilidades de intervención del estado, si bien crecientemente
ampliadas desde 1950, no llegaban a las grandes transformaciones del aparato
productivo sino al manejo de variables a lo más sectoriales, a menudo
incoherentes, pero que expresaban a su modo los bruscos virajes de las correlaciones
políticas que se movían en torno al Estado. Por supuesto, estas posibilidades
limitadas de intervención, ponían de manifiesto la debilidad del Estado, con
relación al orden económico, pero mucho más que eso, mostraban la ausencia de
una perspectiva de clase coherente con relación al aparato económico.
Podrían distinguirse dos niveles de la política económica: una política
de largo plazo, dirigida a estimular la acumulación de capital o a compensar
las deficiencias de ésta en el aparato productivo. En este nivel, la política
se situaba preferentemente en el plano agrario y en el monetario y crediticio
conjuntamente con algunos aspectos del sector externo. Un segundo nivel, la
política de corto plazo, situada especialmente alrededor del sector externo,
tendía a producir la estabilización bien fuera corrigiendo, dentro de ciertos
límites, los virajes del comercio exterior, fundamentalmente las recurrentes
fluctuaciones de la balanza de pagos, o efectuando eventuales ajustes en la
producción de algunos sectores.
Desde luego, son muchos los aspectos de la política eco-nómica. Nos
limitaremos, sin embargo, a las políticas agrarias, monetarias y crediticias y
del sector externo, considerándolas como los más esenciales frentes de acción
de la política económica.
Habíamos indicado cómo, durante la década del cincuenta, lo que aparece
como más preocupante en la agricultura es la inadecuada utilización de la
propiedad territorial, problema sometido a diferentes propuestas de solución
enmarcadas todas sobre lo que Albert Hirschman ha llamado el empleo de las
armas fiscales. En efecto, la dirección dominante de la política agraria
durante esta década, consiste en aumentar la provisión de alimentos y de
materias primas aprovechando los recursos agrarios disponibles, sin que la
cuestión del mantenimiento de orden social estuviera determinando tal política.
Si hubiéramos de calificarla, diríamos que durante la década del cincuenta, la
política agraria era francamente "prusiana", al menos en sus
propósitos.
Desde las recomendaciones del informe Currie, el empleo de las armas
fiscales se dirigía a inducir aumentos de productividad en las explotaciones
agrícolas. Esta propuesta consistía en un gravamen a las tierras que no
estuvieran adecuadamente explotadas, a través de un impuesto predial cuya tasa
iría aumentando a medida que los rendimientos de las tierras fértiles fuesen
menores. Aunque benigna, la propuesta fue recibida con escepticismo por las
obvias dificultades de evaluar la tierra. El gobierno de Rojas Pinilla decretó,
en septiembre de 1953, que se incrementara automáticamente el valor de las
tierras con arreglo a un coeficiente igual al del aumento del costo de la vida
registrado desde el último avalúo de la tierra. El decreto, más bien divertido,
fue contrarrestado a principios de 1954, cuando se dispuso, que a partir de
entonces, el avalúo de las tierras rurales se haría por declaración del
propietario ante las juntas municipales de catastro, bajo la amenaza, para
reprimir la subvaluación, de que el valor declarado se tomaría como base de
indemnización por parte del estado en caso de que las tierras fueran
expropiadas, posibilidad que nadie tomaba en serio.
La medida, por supuesto, no produjo ningún efecto; pero la crisis del
comercio exterior, iniciada en 1954, mostraba que la industria no podía seguir
sometida a las importaciones de alimentos y materias primas. Esto condujo al
gobierno de la junta militar que sucedió a Rojas Pinilla, a renovar los
esfuerzos a fin de fomentar el cultivo de tierras incultas: se obligaba a los
propietarios a incluir en su renta gravable un ingreso teórico procedente de
sus tierras, después de una clasificación de las mismas según las
características físicas de los suelos. Al mismo tiempo, se incentivaba a los
terratenientes que realizaran obras de riego y avenamiento, mediante estímulos
fiscales de carácter financiero y crediticio. Aún si la presión fiscal para
elevar los rendimientos hubiera tenido efectos nulos, en opinión de Hirschman
el avance de la modernización agrícola y el aumento de las inversiones en los
cultivos comerciales se vio en parte estimulada por estas medidas28.
En los comienzos del Frente Nacional, se hizo una última tentativa para
emplear las armas fiscales. Manteniendo la misma línea del decreto anterior, se
hacían más rigurosos los requisitos del cultivo de tierras; sin embargo, ya
para entonces las condiciones económicas y políticas empezaban a cambiar,
urgiendo las reformas, tal como lo veía el presidente Lleras Camargo al advertir
las alternativas de la política agraria: "o la distribución a mano fuerte
de la riqueza territorial, con la natural violencia que ello provoca, o la
paciente continuada e inflexible acción estatal por medio de impuestos que van
convirtiendo la tierra en un instrumentos de producción cuya tenencia se
justifica económicamente por la renta que produce. En esa alternativa, los
colombianos no deberían vacilar y estoy seguro de que no vacilarán".
Quizás lo que el presidente no entendía, era que si bien el problema continuaba
vigente, los términos en que él lo plantaba eran falsos: además de la
utilización de la tierra, asunto solucionable por la vía fiscal, estaban otros,
como la precipitación del desempleo urbano y la agudización de los conflictos
sociales en el campo, que exigían, como contrapartida, concesiones de clase y
por tanto, soluciones ya no fiscales sino políticas.
El viraje hacia el reformismo, tal vez demasiado radical frente a las
tendencias anteriores, estaba determinado, más que por el fracaso de la vía
fiscal, por las presiones sociales ya indicadas, que no admitían soluciones de
orden técnico.
La Ley 135 de Reforma Agraria, que pretendía encaminar el desarrollo
agrícola por la vía de la mediana propiedad, aspiraba no sólo a amortiguar los
riesgos políticos vigentes, sino a resolver en el plano económico las
limitaciones del desarrollo capitalista. En opinión de Lleras Restrepo, el
proceso de industrialización se veía amenazado por la estrechez del mercado
interior de manufacturas, la cual a su vez provenía fundamentalmente de los
bajos ingresos campesinos. La distribución de la propiedad debía pues resolver
la concentración de los ingresos, ampliando con ello el mercado de
manufacturas. Por otra parte, la Reforma Agraria debía compensar los efectos de
la penetración del capital al campo frenando el proceso migratorio, mediante la
creación de empleos en las áreas rurales.
La alternativa que Lleras Restrepo planteó para el desarrollo de la
agricultura la resume él mismo así: "No me seduce la perspectiva del gran
capitalismo agrario, necesario sin duda en ciertas ramas, pero cuya
generalización engendraría un estado social de características insoportables...
más que un país de peones, Colombia debe ser un país de propietarios. En un
país de grandes empresas agrícolas explotadas por medio de asalariados, la
oposición de intereses entre el trabajador y el propietario tiende a volverse
cada vez más aguda".
El fracaso práctico de la Reforma Agraria, ponía en evidencia que la
agricultura colombiana se enrutaba por el fortalecimiento y desarrollo de la
gran propiedad capitalista continuando las tendencias de la década del
cincuenta. A ello contribuía, más silenciosamente que la ley agraria, la
política financiera y crediticia del estado que al mismo tiempo que proclamaba
la distribución, se encargaba de financiar el desarrollo de la gran propiedad y
de estimular el desarrollo técnico del campo. La política monetaria, encargada
de acelerar el proceso de acumulación, se convertiría en el mecanismo
fundamental de la política de financiación principalmente del sector
agropecuario sin descartar su acción sobre otras esferas productivas.
Desde 1950, la política monetaria colombiana abandonó los tradicionales
papeles de controlar la expansión primaria de dinero, de manejar las reservas
internacionales y de mantener la estabilidad de precios, para convertirse, aún
a costa del desbordamiento de los medios de pago, en el principal instrumento
de manejo financiero de la economía. En efecto, desde entonces se otorgaron al
banco Emisor amplias facultades para realizar "una política de crédito y
de cambios encaminada a estimular condiciones propicias al desarrollo ordenado
de la economía", según reza el decreto de modificación de funciones del
Banco de la República en 1951.
A partir de este papel, definido en el Decreto 756 de 1951, el Banco
Emisor se encargaría de la regulación de los cupos de crédito al sistema
bancario, del manejo discrecional de los encajes sin esperar los trámites
legislativos, de disponer de tasas de interés del sistema bancario para
aquellas obligaciones que pudieran ser descontadas en el Banco Emisor y de la
ampliación de los cupos de crédito del gobierno, y además del manejo de las
emisiones monetarias. El manejo financiero de la economía quedaría pues
centralizado institucionalmente en el Banco de la República.
Esta centralización permitiría, en primer término, acentuar la
orientación de los créditos hacia el financiamiento de mediano y largo plazo.
La Ley 26 de 1959, establece la obligación, para los bancos oficiales, de
destinar el 15% de los depósitos a la vista y a término al fomento del sector
agropecuario y en 1963 se establece el encaje legal reducido para aquellos
bancos que exhibieran un 30% de su cartera en créditos de fomento. Del mismo
modo, se estableció para el sistema bancario un régimen de inversiones forzosas
en bonos y otras obligaciones en la Caja Agraria, el Fondo Financiero Agrario,
en cédulas del Banco Central Hipotecario y en acciones del Banco de la República.
Del mismo modo que el manejo de los encajes, encaminados a dirigir a
los créditos de fomento y no al control monetario, la política de redescuentos
del Banco Emisor se encaminó al mismo propósito; las concesiones de cupos y
tasas de redescuentos se fijaban con el criterio de facilitar los recursos del
crédito para determinadas actividades. Como quiera que las tasas de
redescuentos fueron siempre inferiores a las tasas de interés, el sistema
bancario obtenía una ganancia por el hecho de hacer una operación contable, lo
cual conducía a utilizar casi permanentemente la totalidad del cupo de
redescuentos, ya que éste no era utilizado como un recurso transitorio para
cubrir bajas temporales con los depósitos, sino como un recurso permanente
para aumentar las ganancias sobre el capital invertido en la actividad
bancaria.
Indudablemente, esta orientación de la política monetaria venía a
compensar la inexistencia, o cuando menos la debilidad, del mercado de
capitales, financiando la formación de capital no con base en el ahorro
privado, sino con base a los depósitos a la vista, y a la expansión de los
medios de pago. Ello dio como resultado, en el plano de las operaciones del
capital financiero, no sólo una alta concentración del crédito, fenómeno
visible sobre todo en el sector agrícola sino la aparición y rápido fortalecimiento
de intermediarios financieros especializados en el crédito a mediano y a largo
plazo, tanto para el sector agropecuario como para el industrial, al tiempo que
se reducían los recursos de crédito de corto plazo obligando sobre todo a la
pequeña industria a recurrir al mercado extrabancario para financiar el capital
de trabajo.
Además de estimular por la vía del crédito la formación de capital
(especialmente en el sector agropecuario), la política monetaria se encargaría
de estimular las condiciones de acumulación por la vía inflacionaria promovida
por la expansión de los medios de pago inherentes al mismo carácter de la
política monetaria.
La inflación, en efecto, si bien no fue, al menos hasta 1970, demasiado
severa si se la compara con la de otros países de América Latina (sólo durante
tres años de período 1950-1970, superó el 20% manteniéndose durante los
restantes entre el 10% y el 20% de incluso en algunos años con tasas inferiores
al 10%), no se constituye en todo caso, en un resultado indeseado e imprevisto
de la política monetaria, sino más bien en un deliberado propósito de adecuar
el aparato productivo a las condiciones de sustitución de importaciones,
convirtiéndola, conforme a las teorías entonces en boga, en un instrumento de
desarrollo, aspecto que algún ministro sintetizó en la fórmula del "ideal
de la vida cara".
Se pensaba, en efecto, a partir de un Keynesianismo extremo, que el
proceso inflacionario debía revertir en una mayor utilización de la capacidad
productiva del país, toda vez que con ello se presionaba hacia arriba la
demanda. La vieja tesis de inflación con pleno empleo cobraba aquí toda su
vigencia.
Tal como aparece más o menos explícitamente en las consideraciones de
entonces sobre la política monetaria, la contribución del proceso inflacionario
a la acumulación de capital se lograba de varios modos. Después de 1958, cuando
el desaceleramiento de la economía amenazaba las tasas de ganancia y el ritmo
de las inversiones productivas, los ascensos de precios, al aumentar los
rendimientos monetarios del capital, compensan parcialmente los efectos de la
contracción económica. De otro lado, la inflación contribuiría (tesis sostenida
en Colombia desde el informe Currie en 1950) a incrementar la formación de
capital en cuanto estimulaba el ahorro forzoso a través de las transferencias
de los perceptores de ingreso fijo hacia los sectores en procesos de
capitalización, aumentando así la proporción ahorrada del ingreso nacional
total.
También la inflación contribuía a la acumulación, acaso de un modo no
previsto, adecuando los perfiles de la demanda global a las condiciones en que
se desarrollaba el aparato productivo, en dos sentidos más o menos
complementarios y casi obvios: de un lado, la propia dinamización de esta
última demanda, de la que dependería la continuidad del crecimiento, debía
provenir de un fortalecimiento de los ingresos de los sectores medios y altos,
a costa de los ingresos del grueso de la población consumidora de la producción
masiva. En otro sentido, la reducción del gasto interno de consumo de la
población consumidora de la producción masiva. En otro sentido, la reducción
del gasto interno de consumo para compensar las necesidades de importación de
bienes de capital, se lograba a través de la comprensión del ingreso real de
los asalariados. Así, la inflación se encargaba de adecuar los patrones de
gastos del ingreso, a las modalidades de inversión y también a dinamizar la
demanda de bienes durables haciéndola corresponder con la estructura productiva
industrial centrada particularmente en este tipo de bienes.
Así pues, la política monetaria enfrentaba la lentitud del proceso de
acumulación y llenaba los vacíos que éste creaba dentro del aparato productivo,
no sólo subsidiando, y hasta cierto punto forzando, la formación de capital
sino ajustando, en la medida en que ello era posible, las condiciones de
circulación a los patrones de la acumulación industrial.
La política del sector externo se encargaría a su turno, de estabilizar,
dentro de los límites impuestos por el propio poder del estado sobre la
economía, estos patrones de acumulación.
No es difícil ver cómo, en lo fundamental, la política de corto plazo
con relación al sector externo ha estado encaminada a moderar los efectos de
sus fluctuaciones sobre la economía interna. Desde la posguerra hasta 1954,
período de auge en los precios internacionales del café, la política de
comercio exterior y de cambios, se tradujo sin más restricciones en una marcada
liberación de importaciones y en la reducción radical de los tipos múltiples de
cambio. El subsiguiente descenso de los precios llevó a reducir drásticamente
las importaciones y a establecer una política de estabilización a través de un
nuevo régimen cambiario de certificados, mediante los cuales se transaban la
mayor parte de las operaciones del comercio exterior, y de un fondo de
regulación cambiaria con el fin de evitar las fluctuaciones bruscas del
comercio de divisas y de controlar su utilización. De nuevo en 1959 se
presenta, al unísono con la mejoría en los precios del café, una mayor
liberación de importaciones y una expansión del gasto público. Sin embargo, en
este período 1959-1962, se establecen nuevos instrumentos de política: se
inicia la retención cafetera consiguiendo regularizar los pagos en el exterior
y financiar sin presiones inflacionarias parte de los gastos públicos. Se logra
reducir la adquisición pública de los excedentes no exportados de café y se
dispone que los importadores que han acumulado deudas en moneda extranjera
pagarán en moneda nacional sus obligaciones encargándose el estado de los pagos
al exterior.
Entre 1962 y 1967 el sector externo se desenvuelve en ciclos muy cortos
y la política se vuelve oscilante, recurriendo bien a la devaluación, bien a
medidas para reglamentar las exportaciones liberándolas o restringiéndolas, o
bien ampliando el sistema de cambios múltiples o reajustando los aranceles.
Quienes se han ocupado del tema, coinciden en señalar el carácter incoherente y
cortoplacista (de "tira y afloja" según la conveniente expresión de
la CEPAL) de la política del sector externo. Sin embargo, podía ser de otra
manera y su carácter oscilante reflejaba bien el papel que desempeña y el tipo
de ajuste que quiere producir, ordenando las medidas según la dirección de la
coyuntura por la que atraviesa el sector externo, restringiendo o liberando las
importaciones según la disponibilidad de divisas, salvando los desequilibrios
que esto conlleva en el plano interno mediante el financiamiento externo que se
encarga de mantener el ritmo de gastos públicos y preservando la liquidez en
divisas para el aparato productivo, evitando presiones inflacionarias desde el
sector externo, las cuales conllevan efectos obviamente diferentes a las
surgidas de la política monetaria.
No obstante, mirada en perspectiva la política del sector externo, se
ve en ella la consecuencia progresiva de la unidad en los instrumentos y en los
propósitos, particularmente en lo que hace al control del fondo de divisas y al
establecimiento de mecanismos de racionamiento y asignación de las divisas
según las prioridades sectoriales.
Sin duda, ha sido en el manejo cambiario donde esta unidad ha sido mejor
lograda. De hecho, el manejo de la tasa de cambio se convirtió, no sólo en el
elemento más importante de la estabilización, sino en el eje principal de la
política de protección a la industria relegando a un segundo plano la política
arancelaria. En efecto, después de la segunda guerra mundial, la protección
no se efectuó en lo fundamental a través del manejo arancelario, sino a través
de restricciones cuantitativas a las importaciones, como resultado de los
desequilibrios en la balanza de pagos, ya que el arancel perdió su efectividad
al implicar un nivel de protección menor que el proveniente de las
restricciones cuantitativas.
Desde 1950 más o menos, se mantuvo en Colombia el sistema de tasa de
cambio fija modificada por una devaluación al sobrevenir un desequilibrio,
política que se mantuvo hasta 1967 año en que se cambió este sistema por una
tasa de cambio flotante o variable. Aparte de los efectos del sistema en cuanto
la corrección del nivel de la tasa de cambio por la devaluación, provocaba
bruscas fluctuaciones en los ingresos ordinarios del estado, en los subsidios a
las exportaciones y a la demanda por bienes domésticos competidores de las
importaciones, tenía el mérito de sobrevaluar el tipo de cambio, subsidiando
así la formación de capital a través del abaratamiento progresivo de los bienes
de capital importados. A su turno, la política de la tasa de cambio fija debía
necesariamente complementarse con un doble mecanismo: de un lado, con
restricciones cuantitativas a las importaciones, racionando las divisas a
discreción de las autoridades cambiarias y no a través de un sistema de precios
y de otros, con el establecimiento de un sistema de tipos múltiples de cambio
tendiente a compatibilizar el control de las importaciones con los efectos de
la devaluación sobre las exportaciones.
El manejo específico de estos instrumentos complementarios, estuvo
afectado permanentemente no sólo por las fluctuaciones del sector externo, sino
por presiones de sectores de la burguesía, por presiones surgidas de
acontecimientos políticos generales, y por parte de acreedores internacionales,
principalmente el Fondo Monetario Internacional, el Banco Internacional de
Reconstrucciones y Fomento y el gobierno de los Estados Unidos.
El principal mecanismo de restricciones cuantitativas fue el
establecimiento de licencias de importación y de cambio con base en la
disponibilidad de divisas real y esperada. Este sistema permitió racionar
efectivamente las divisas en función de los requerimientos del desarrollo
industrial, asignándolas a los sectores que se consideran prioritarios y
controlando la eficiencia industrial negando la asignación allí donde
existiera exceso de capacidad instalada. El otro mecanismo de restricciones
cuantitativas, los depósitos previos a la importación, aunque introducido para
tal efecto, se utiliza extensamente como un instrumento de política monetaria
en cuanto es el único capaz de contrarrestar rápidamente una expansión
monetaria excesiva.
En resumen, la política del sector externo, si bien atenuaba los efectos
de las fluctuaciones de éste y en tal sentido era una política estabilizadora
de corto plazo, apuntaba también a compatibilizar los requerimientos de
importación y el racionamiento de las divisas con la defensa de los ingresos
por exportaciones y la estabilidad de precios.
Vista en conjunto, la política económica del período de la industrialización
sustitutiva de importaciones correspondía, en la medida en que las
contradicciones generadas por el proceso industrial fueran superables o cuando
menos corregibles, a subsanar parcialmente las deficiencias del proceso de
acumulación. Es claro que la limitación más importante, la incapacidad de la
industria para absorber productivamente la fuerza de trabajo, y su otra cara,
el efecto explosivo de la descomposición campesina, escapaban en lo esencial a
la acción de la política económica quedándose por lo tanto en el terreno del
discurso político. En la medida en que las causas de tales limitaciones surgían
de la propia estructura industrial, enfrentarlas eficazmente hubiera significado
subvertir por entero los patrones de acumulación.
En cuanto a las limitaciones inherentes no a los patrones sino a los
volúmenes de acumulación, resultantes tanto de la determinación del sector
externo sobre la economía interna como de las condiciones de inversión interna,
era posible, por supuesto, dentro de los límites impuestos por la debilidad del
Estado frente al aparato económico, abordarlas a través de las políticas
monetarias y de comercio exterior.
Así, la política monetaria se encarga de estimular la formación del
capital y la inversión dentro del aparato productivo creando condiciones para
el mantenimiento de la tasa de ganancias y al mismo tiempo acelerando por la
vía del crédito, el desarrollo de la agricultura capitalista. De otro lado, a través
de la inflación deliberadamente promovida, ajusta las condiciones de
circulación adecuando tanto el volumen como la composición de la demanda global
al carácter del aparato productivo.
En cuanto la reproducción industrial resulta determinada en sus movimientos
cíclicos por la disponibilidad de divisas, la política de comercio exterior se
centrará en la estabilización de estos movimientos, caracterizándose desde este
ángulo por su acción a corto plazo. Del mismo modo, los mecanismos selectivos
de importaciones se encargarán del racionamiento de divisas y de compatibilizar
el manejo de las importaciones con la estabilidad interna de precios y el ritmo
de las exportaciones.
Las limitaciones que persisten, fundamentalmente las surgidas de las
restricciones de la demanda efectiva y en alguna medida los resultantes de la
disponibilidad de divisas, se intentará resolver, desde 1967 a partir de la
exportación de manufacturas. Pero mucho más que la continuidad del modelo
sustitutivo garantizada por el estatuto cambiario de 1967, lo que se inauguró
con este, fue un nuevo curso de la economía colombiana, al menos como propósito
de la política económica. Veremos esto en seguida.
Desde le expedición del Estatuto Cambiario de 1967, la política
económica anuncia la inauguración de un nuevo curso de la economía colombiana.
Carlos Díaz Alejandro ha calificado, en una expresión precisa, las nuevas
orientaciones de la política económica como el cambio de una política de
sustitución de importaciones a una de promoción de exportaciones. Ello implica
que el peso fundamental del conjunto de la acción estatal se dirigirá en
adelante a promover las exportaciones y su diversificación, tanto buscando la
penetración de mercados externos, como creando las condiciones internas necesarias
para que la economía nacional adquiera posibilidades competitivas en el mercado
mundial. Esto supone, a su vez, que las contradicciones creadas en torno a la
política del sector externo se resolverán a favor de las exportaciones,
ajustando a ellas el manejo de las importaciones y no como en la etapa
anterior, en la cual se resolvían los conflictos a partir de las importaciones
compatibilizando éstas en lo posible con las exportaciones. Así pues, todo el
marco de la política del sector externo y de sus instrumentos, sufrirán un
viraje radical a partir de la promoción de exportaciones sustentada en el
estatuto cambiario.
Por lo demás, es evidente que esta nueva orientación intentaba resolver
al menos dos de las limitaciones de la economía colombiana: la insuficiencia
del mercado internacional, volcando la capacidad productiva hacia el mercado
mundial y la disponibilidad de divisas haciendo que la industria se ganara en
el exterior las necesarias para su reproducción y ampliación internas. La viabilidad
de este modelo y las limitaciones que en lo interno pudiera efectivamente
resolver, no dependería solamente de la política económica (la cual opera sólo
como una condición necesaria pero no suficiente) sino, como veremos luego, de
la profundización del desarrollo industrial interno, y sobre todo de los
movimientos del mercado mundial.
Hasta 1967 las exportaciones se habían consolidado en torno al café y la
diversificación y promoción de exportaciones distintas se sustentaban a medias
sobre un precario andamiaje institucional (la junta y la superintendencia de
comercio exterior y el servicio diplomático) sobre mercados relativamente
limitados y sobre algunas medidas de orden fiscal. La junta militar que sucedió
al gobierno de Rojas Pinilla, había instituido el llamado "Plan
Vallejo", destinado inicialmente a estimular la transformación de materias
primas importadas para luego exportarlas. En cuanto a los estímulos fiscales
(Ley 81 de 1960), se estableció una exención total a la renta liquida proveniente
de exportaciones estimada en 40% del valor de las ventas brutas de los
productos exportados.
Si bien las exportaciones distintas al café lograron un crecimiento
relativamente significativo, hasta 1966-1969 representaban sólo el 28% de las
exportaciones totales, porcentaje en el cual el mayor peso lo tenían los
productos agrícolas. Aun así, se logró no sólo una relativamente mayor
independencia del fondo de divisas respecto de las fluctuaciones del precio del
café, sino una diversificación de los mercados perdiendo importancia relativa
en el total de exportaciones el Mercado Norteamericano. Sin embargo, en lo
esencial, la proporción de la oferta interna destinada a las exportaciones
continuaba siendo insignificante en relación a la destinada al mercado interno,
lo cual hacía que la expansión de las exportaciones nuevas siguiera estando
determinada por las condiciones de la oferta interna y no tanto por la demanda
mundial.
La estrategia exportadora plasmada en el estatuto cambiario, más que
crear modificaciones parciales en la promoción de exportaciones, intenta
dirigir las condiciones productivas hacia la exportación, desplazando los
recursos de capital desde las actividades de sustitución de importaciones
hacia los sectores exportadores, mediante un cambio en las condiciones de
generación de la ganancia. Dicho de otra manera, apunta a convertir los
sectores exportadores en sectores de punta de la acumulación.
En primer término, se modificó el incentivo fiscal a la exportación
reemplazando el existente por el certificado de abono tributario (CAT), el
cual se emite por un 15% del valor de venta de las exportaciones, el portador y
como instrumento negociable en el mercado. Contabilizando las operaciones
permisibles con el CAT, esto significa un subsidio neto a la exportación entre
el 13.7 y el 18.3% y suponiendo una rotación del capital de dos veces por año,
un incremento en la tasa de ganancia del orden del 35 al 40%.
Por otra parte, se amplió el "Plan Vallejo", cuya operancia
era limitada a las industrias que ya habían realizado exportaciones impidiendo
así la apertura de nuevos mercados, aparte de que por carácter de sistema de
"admisión temporal", no recaía sobre las exportaciones nuevas de
productos no manufacturados. La ampliación cobija a aquellos que exporten por
segunda o tercera vez y funciona sobre la base de que una vez realizada la
exportación, se pueden reclamar las ventajas para la nueva importación de
materias primas a ser transformadas.
En cuanto a la política cambiaria, se eliminó la tasa fija para seguir
un ajuste gradual del tipo de cambio mediante pequeñas devaluaciones sucesivas
(frecuentemente diarias), que reflejaban mejor el movimiento de los costos
internos y permitían un manejo más flexible de la tasa efectiva de cambio real
para estimular, las exportaciones, sin los efectos traumáticos de una brusca
devaluación. Se nota aquí un cambio esencial en cuanto dejan de subsidiarse las
importaciones con la sobrevaluación cambiaria, para favorecer persistentemente
las exportaciones con las devaluaciones graduales.
En cuanto la estrategia exportadora debía fundamentarse en parte sobre
la penetración del capital extranjero (veremos esto más adelante), el estatuto
cambiario intentó ajustar las condiciones de esta penetración, tanto en lo que
hace a la incorporación de tecnología, como a los efectos de repatriación de
utilidades sobre la disponibilidad de divisas. Hasta 1967, las inversiones
extranjeras, no estaban sometidas a mayores controles con relación a la
política cambiaria. El estatuto de control de cambios fijaría, además de
incentivos especiales a los inversionistas vinculados a la actividad
exportadora, un control a la forma de inversión (en bienes de capital, en
materias primas en divisas o en reinversión de utilidades) en función de los
efectos esperados sobre el aparato económico. En segundo lugar, se regula la
remisión de utilidades fijándola en un tope del 14% y se controlan las salidas
por regalías, licencias, etcétera.
En cuanto al andamiaje constitucional, habría que mencionar la creación
del Fondo de Promoción de Exportaciones, la de un seguro a las exportaciones,
el ingreso al Pacto Andino y el establecimiento de puertos libres, es decir,
un sistema administrativo que permite la rígida intervención del estado en la
actividad exportadora. En este mismo orden, se reorganizó el sistema de
crédito a la exportación mediante los reintegros anticipados, sistema mediante
el cual los exportadores potenciales toman en calidad de préstamo (con tasa de
interés por debajo de las vigentes en el mercado bancario) sumas en moneda
extranjera y pagan estos préstamos con los ingresos provenientes de las
exportaciones.
Hemos advertido ya que si bien los cambios en la orientación de la
política económica eran un requisito necesario, ello no era suficiente para la
expansión de las exportaciones. De un lado, era también necesaria una
profundización del desarrollo industrial en el sentido de generar escalas de
planta que permitieran las exportaciones industriales con menores costos, de
adoptar progresivamente una tecnología que garantizase condiciones de
competitividad en el mercado mundial, de la consolidación de la concentración y
centralización del capital y de una penetración más intensa del capital
extranjero, es decir, el desarrollo de condiciones internas que permitieran
explotar efectivamente las ventajas competitivas existentes, particularmente el
diferencial salarial y la productividad y bajos salarios en las ramas productivas
de materias primas para los productos exportables.
En efecto, si se quería someter el desarrollo industrial sobre las
exportaciones no simplemente como el efecto marginal de una coyuntura
favorable, sino como el efecto de la organización del aparato productivo
encaminado a exportar, ello debía darse sobre condiciones internas
particulares. Si bien la industria opera en lo interno bajo condiciones
monopolísticas, se enfrenta al mercado mundial en condiciones casi de
competencia, lo que se traduce en ganancias decrecientes y bajo tales
condiciones, la exportación ocurrirá en términos de un excedente marginal
después de cubrir el mercado interno y sólo cuando el exceso de capacidad sea
tal que una mayor utilización implique costos marginales inferiores al
beneficio marginal decreciente en el mercado mundial. Distinto es el caso
cuando, tanto la organización de la industrial como la utilización de la
capacidad se programan con miras al mercado externo, ya que la expansión
productiva no está ligada a ganancias marginales sino, en la mayoría de los
casos a un beneficio superior a la medida nacional.
En tal sentido, las condiciones previas ya indicadas, que se habían
consolidado parcialmente a partir de la década del sesenta, serían
fortalecidas a nivel de la ganancia por la política económica, que no haría más
que apoyar las condiciones internas y provocar mediante una modificación en la
relación ganancia interna-ganancia externa, el viraje exportador.
Pero por otro lado, la viabilidad de las exportaciones dependería
sustancialmente de la coyuntura mundial que hacia 1970 empieza a mostrar sus
efectos favorables sobre la economía colombiana. Apoyada sobre la política
económica y sobre las posibilidades internas ya creadas, la industria
colombiana, aprovecharía cabalmente los ascensos de precios resultantes de la
expansión del mercado mundial, situación que se mantendría hasta 1974.
Entre 1970 y 1974, las exportaciones colombianas de manufacturas
crecieron de 93,8 millones de dólares a 526.1 millones, es decir, un
crecimiento del 503.5% para tasas medias anuales superiores al 100%. Para
1974, las exportaciones distintas al café representaron el 55% del total,
mientras que las de éste habían descendido a sólo el 43% y las de petróleo al
5%. Dentro de estas exportaciones nuevas, las de origen industrial
representaban el 62.6% (27.4% semimanufacturas y 35.2% manufacturados) y el
37.4% estaban constituidas por productos básicos.
Más importante que la participación industrial en el total de las
exportaciones (lo que en todo caso indica que efectivamente la industria se
estaba ganando las divisas necesarias para su producción), es la participación
de las exportaciones manufactureras dentro del total de la oferta industrial,
pues ello indicará cómo las modificaciones en la esfera de la realización van a
permitir a la industria superar, al menos por un breve período, las limitaciones
de la década anterior.
Algunas estimaciones sugieren que ya en 1970 las exportaciones
representaban el 3.4% del valor de la producción bruta industrial, mientras
que en 1974 representaban el 9.1% de la misma producción. En algunos renglones
manufactureros cuyo peso es significativo en el conjunto de la estructura
industrial, el mercado mundial representa una importante participación en el
total de ventas: un 24% para los textiles, un 30% para las confecciones, un
40% para la producción de calzado, un 13.8% para las sustancias químicas
industriales, un 49.5% para muebles y accesorios, un 15.3% para productos
metálicos y maquinaria no eléctrica y un 9.4% para alimentos, para no mencionar
sino las ramas más importantes del sector manufacturero.
Importa destacar en esta expansión de las exportaciones el papel jugado
por la inversión extranjera. Sin duda, y en cuanto las empresas extranjeras
puedan penetrar más fácilmente los mercados de exportación, cuentan con amplias
facilidades financieras, con una tecnología más ajustada a las exigencias del
mercado mundial y con escalas de planta superiores a las de las industrias
nacionales, la estrategia exportadora debía sustentarse en buena parte sobre
las actividades de las corporaciones multinacionales. En este sentido, la
promoción de exportaciones coincide con los intereses del capital extranjero y
lo convierte en el elementos principal de penetración al mercado mundial. Las
empresas con inversión extranjera directa participan, tomado el conjunto de las
actividades exportadoras del sector industrial colombiano, en 50. 6% y si se
excluye la rama de alimentos, en un 61.94%. Por otra parte, en las ramas
exportadoras más dinámicas, para 1974 las empresas extranjeras participan en el
mercado en el 66% de las exportaciones totales de textiles, en el 89.9% de las
de productos químicos, en el 96.7% de asbesto, cemento, etc.29.
Al resolver las limitaciones impuestas por el mercado interno, la
orientación de la industria hacia las exportaciones no podía menos que
reflejarse en el crecimiento del conjunto de la economía y en un auge sin
precedentes de la acumulación. El PIB total, creció después de 1970 a tasas
cercanas o superiores al 9% y el PIB industrial, alrededor del 6.5%, al tiempo
que se presencia una notable recuperación de la agricultura.
La limitación más importante, la capacidad de absorción de empleo de la
industria, modificaría sustancialmente las tendencias de la década anterior. En
1971 la absorción era del 6.2%, en 1972 del 8.4% y en 1973 se sostenía en 7.6%
mientras que la fuerza laboral crecía al 3.8%. En sólo tres años se crearon
tantos o más empleos que en la década anterior, lo cual si bien no resolvió el
problema del desempleo, como veremos luego, mostraba al menos cómo, a despecho
de la elevada tecnología de las empresas exportadoras, de su carácter
monopólico, de su elevada intensidad de capital etc., la ampliación de la
esfera de realización permitía una mayor absorción resultante de un mayor
dinamismo de la acumulación.
Este dinamismo va acompañado de algunas modificaciones en el interior
del sector industrial. Por una parte, un cambio en la posición relativa de las
ramas industriales, adquiriendo una mayor importancia los sectores más
vinculados a las exportaciones, particularmente textiles y química, por otra
parte, una mayor dinámica y un mayor peso absoluto de los sectores productores
de bienes intermedios (en 1976 el 58.1% de las exportaciones nuevas son bienes
intermedios, el 35% bienes de consumo y el 6.8% bienes de capital), para los
cuales la demanda final interna no representa ya una limitación. También son
significativos de estos cambios internos un notorio crecimiento de los tamaños
promedios de planta, un considerable incremento del grado de concentración y
una acelerada tecnificación en la mayoría de las ramas industriales.
Ahora bien, al tiempo que avanza la acumulación y se modifica
internamente la composición de la industria van apareciendo nuevos elementos en
los patrones de acumulación que van a configurar el campo de acción de la
política económica desde 1970. De una parte, un notable deterioro de los
salarios reales, que para 1975, se habían reducido en 25.6% con relación a los
niveles existentes en 1970. Esta contracción de los salarios, necesaria para
mantener la competitividad internacional, es compensada en el plano de la
demanda interna con el aumento del volumen total del empleo y por tanto de
remuneraciones. De otra parte, el igualmente necesario aumento de la tasa de
explotación, se produce no sólo por el deterioro de los salarios agudizado por
una represión sindical sin precedentes, sino por un aumento en la productividad
de los sectores productores de bienes-salario, fundamentalmente en la
agricultura aspecto en el que se concentrará, como veremos luego, la política
agraria.
Además, se presencia una reorientación de la actividad económica estatal
tendiente a crear economías externas en el plano productivo y financiero
favorables a la nueva dinámica de la acumulación. Apertura de mercados
externos estables, mecanismos financieros para acelerar las tasas de rotación
del capital, fortalecimiento de los ingresos estatales, coerciones tributarias
encaminadas a incrementar la eficiencia productivo etc., aspectos en los que
nos detendremos más tarde a propósito de la política económica.
El auge de la acumulación se vería frenado a partir de 1974,
prolongándose en buena parte hasta 1976, como consecuencia de la contracción de
los mercados mundiales, ocasionando una aguda recesión cuyos síntomas empiezan
a manifestarse en el segundo semestre de 197430.
Si el auge ponía en evidencia las virtudes de la estrategia exportadora,
la recesión haría lo mismo con sus debilidades. En efecto, en la medida en que
el auge se vinculaba al mercado mundial, una contracción de ésta indicaría la
inestabilidad a que se ve sometido el aparato económico colombiano. Durante la
sustitución de importaciones, una fluctuación del sector externo comprometía
ciertamente la inversión, pero ello se podía compensar, en parte, bien con una
reglamentación del uso de las divisas, bien recurriendo al endeudamiento
externo o bien intensificando la utilización de capacidad, moderándose así los
efectos internos de la fluctuación. En esta última etapa, cuando lo que se pone
en juego es la esfera de realización, la política económica es impotente para
moderar internamente los efectos de la contracción del mercado mundial,
haciendo que la crisis se propague más rápida y profundamente en el conjunto
del aparato productivo. La alternativa, crear una dinámica de
"reabsorción" a partir de la demanda interna, como la que se intentó
en el plan de estabilización de fines de 1974, es un expediente limitado,
aparte de que su operación sólo es eficaz en el muy corto plazo, aspecto que
examinaremos más adelante. De cualquier modo, de no crearse condiciones de
reabsorción potenciales en el mercado interno, la marcha de la economía
Colombiana se verá seguramente comprometida por la inestabilidad, ya que si
bien los auges del mercado mundial provocan una aceleración de la acumulación
con picos cada vez más altos, sus contracciones provocarán descensos mucho más
traumáticos por la impotencia de la política económica para compensarlos.
La reorientación de la economía hacia las actividades de exportación,
cambiaría también la orientación de conjunto de la política económica. Hemos
indicado ya el cambio sufrido por la política de comercio exterior en cuanto
elemento fundamental para convertir las exportaciones en el eje de la
acumulación. En el plano de la política económica que recae sobre los aspectos
internos de la economía, se empezarán a percibir, desde 1967, cambios
encaminados a complementar decididamente las actividades del sector externo,
lo que por supuesto implicará una modificación sustancial en la manera como se
conciben los problemas legados por el modelo sustitutivo de importaciones,
modificaciones que se producen dentro de un reforzamiento de la intervención
estatal en la economía.
La Reforma constitucional de 1968, en lo pertinente a la política
económica, ampliaba notablemente las facultades de intervención estatal. Muchas
de las funciones que antes descansaban en el legislativo, pasaban a confiarse
al ejecutivo, centralizando en éste un mayor poder decisorio y agilizando el
manejo de los instrumentos de intervención. La planificación de la economía
adquiría fuerza de Ley, las orientaciones respecto del Banco Emisor y del
ahorro privado que antes eran privativas del legislativo correspondiéndole al
ejecutivo la labor de inspección, pasaban ahora a ésta, facultándolo para la
intervención ejercida como atribución constitucional propia en tanto que
suprema autoridad administrativa, se le facultaba igualmente para organizar o
reformar las disposiciones cambiarias internacionales y todos los aspectos
relativos al comercio exterior, aranceles, tarifas y demás disposiciones
concernientes al régimen de aduanas sin esperar los trámites legislativos para
la ejecución de las disposiciones. Se convirtió, además, la Junta Monetaria en
la fuente principal de las facultades monetarias del estado, se concedió
igualmente al ejecutivo mayor autonomía en materia tributaria y se le facultó
para agilizar el manejo de los recursos fiscales y la ejecución presupuestal.
Por otra parte, se convirtieron algunas de las entidades públicas,
sobre todo aquellas que tienen a su cargo las inversiones estatales, en
"institutos descentralizados", quedando así las empresas industriales
del estado convertidas en entidades jurídicamente autónomas y económicamente
semipúblicas en tanto funcionaran con fondos estatales y fondos privados,
siendo el ejecutivo la suprema autoridad administrativa de ellas.
Esta reforma permitirá a la gestión estatal un control aún más estricto
de la balanza de pagos, de las emisiones monetarias y del sistema de crédito,
lo que se reflejaría en primer término, en un fortalecimiento de las funciones
de la Junta Monetaria (creada en 1963 para centralizar en ella todo el conjunto
de la política monetaria) confiándole la regulación general de los cambios
internacionales, de los cupos de crédito, de las tasas de interés, el control
de las operaciones de los intermediarios financieros etc., y, en segundo
término, el fortalecimiento o creación de los fondos financieros (agrario,
industrial, de desarrollo urbano etc.), centralizando en ellos tanto los instrumentos
financieros como los fondos provenientes del endeudamiento externo, al tiempo
que las inversiones públicas de fomento se convertirán en una operación
financiera manejada casi con los mismos criterios que los de las inversiones
privadas, a través de estos fondos o de los institutos descentralizados. Este
ordenamiento constitucional permitirá, sin duda, avanzar en el capitalismo de
estado, aunque situado éste, ciertamente, en la esfera de circulación de dinero
y capitales encauzando las fuerzas que se mueven dentro del aparato productivo
sin afectarlas de manera directa. Aún así, ello permitiría modificar el terreno
en que se desenvuelve la aplicación de la política económica, que se enfrentaba
ahora a los mismos problemas de la década anterior pero concebidos y manejados
en una perspectiva distinta.
En efecto, aunque el desempleo y hasta cierto punto el problema agrario
mantenían su vigencia31, tendían en todo caso a perder importancia a los ojos
de la burguesía. La visión predominantemente reformista del problema agrario
durante la década del sesenta, empezaba a oscurecerse con la inocultable
consolidación del desarrollo capitalista por la vía de la gran propiedad,
acelerado por las nuevas modalidades de desarrollo exportador. En efecto, como
se trataba de ampliar las exportaciones originadas en la agricultura
comercial, la política agraria debía concentrarse preferentemente en el
desarrollo de este tipo de agricultura. El reformismo perdía todo su sentido,
pues los problemas de la concentración territorial, de la migración rural urbana,
del ahogo de la pequeña propiedad etc. (argumentos típicos del reformismo),
dejaban de serlo para convertirse incluso en elementos favorables al desarrollo
de las exportaciones de materias primas agrícolas. Ello a su vez suponía
aceptar -e incluso provocar- la descomposición campesina asumiendo que su curso
natural debía enfrentarse, no ya desde el campo, sino desde su otro polo, el
de la absorción urbana a través del empleo. Por supuesto, este viraje en la
concepción de los dos problemas obedecía a las mismas tendencias de la
economía: la política reformista era contradictoria con la estrategia
exportadora, en cuanto aquella desestimaba parcialmente (y si se quiere, en el
plano de la coherencia psicológica que supone para los terratenientes la
amenaza distributiva) el desarrollo de la agricultura comercial, desarrollo
tanto más necesario, cuanto que las exportaciones debían apoyarse no sólo en productos
industriales, sino en una elevada productividad de los sectores productores de
materias primas para las industrias de exportación, como una condición
ineludible de la competitividad internacional.
El desempleo debía resolverse, pues, en las áreas urbanas a partir del
mismo desarrollo industrial, a la vez que la política agraria se dirigía a
desarrollar la agricultura capitalista en la gran propiedad. Tal es el sentido
del plan de desarrollo de las "cuatro estrategias", presentado en
1971 y en el que se revivían, pero esta vez triunfantes, las ideas de Currie,
presentadas en "operación colombiana" durante los años sesenta, texto
éste que había propiciado el debate con el abanderado del reformismo, Lleras
Restrepo.
En este plan, la estrechez del mercado interno (o las deficiencias en
la demanda efectiva, para usar la expresión allí utilizada), se postulaba como
la restricción fundamental para el crecimiento de la economía, y se atribuía
al desempleo abierto o al subempleo resultante de las bajas tasas de absorción
productiva (o a una baja movilidad de la fuerza de trabajo, para usar de nuevo
la expresión del plan). A su vez, el diagnóstico mostraba cómo las deficiencias
en la demanda efectiva se reflejaban en la agricultura en tanto la ausencia de
un amplio mercado para los productos agrícolas se reflejaba, de un lado, en
bajos ingresos campesinos y de otro, en un freno a la descomposición, la cual,
al producir un exceso de población en el campo, deprimía los salarios
obstaculizando la tecnificación de la agricultura capitalista. Así, en el
orden causal propuesto por el plan, el desarrollo agrario debería impulsarse
desde afuera de la agricultura y el desempleo debería ser resultado a partir
de una mayor capacidad de la economía para generar empleos en los sectores
urbanos, ampliando el sistema directo de explotación capitalista mediante la
incorporación de la fuerza de trabajo, tanto al aparato productivo como al
mercado.
Las estrategias propuestas empezaban por impulsar aquellos sectores no
agrícolas que cuentan con una elevada demanda potencial, una baja composición
orgánica y bajos requerimientos de importación, requisitos cumplidos
fundamentalmente por el sector de la construcción. De la ampliación del empleo
de este sector, debía seguirse una ampliación de la producción agrícola, una
mejor distribución del ingreso resultante de una elevada productividad del
empleo en relación con las ocupaciones anteriores y como resultado global, un
mayor dinamismo de la economía que se haría posible gracias a la ampliación del
mercado y de la aceleración de las demandas derivadas provenientes del impulso
inicial del empleo. Ello, a su vez, debía complementarse con un impulso a las
exportaciones, las cuales a la vez que resolverían las restricciones de
divisas, acelerarían la absorción de empleo en los sectores exportadores.
Prescindiendo de cualquier discusión sobre la importancia analítica y
sobre la eficacia de las "cuatro estrategias", ellas sirvieron al
menos para mostrar un cambio en el orden del diagnóstico, que ponían de
manifiesto el viraje producido en las concepciones burguesas sobre la manera de
percibir las contradicciones económicas fundamentales y al mismo tiempo, poner
en evidencia el abandono definitivo del reformismo, ya innecesario en las
condiciones económicas y políticas en que se desenvolvería el país desde los
años sesenta.
De hecho, desde la administración Lleras Restrepo (no obstante haber
sido éste el promotor de la Ley 135), se nota un viraje que sin cancelar del
todo la reforma, cambiaba en todo caso el tono con que se habían propuesto
originalmente. Para entonces, el mismo Lleras había cambiado de opinión sobre
el problema agrario. En el mensaje presidencial dirigido a los partidos políticos
señalaba: "La imagen de un país donde predomina una gran concentración de
la propiedad territorial es completamente falsa... el fenómeno quedaría
reducido a algunas regiones del país en las cuales quedan algunas islas del
viejo feudalismo territorial. La reforma agraria integral no puede ser una
brusca destrucción de todas las estructuras existentes, sino una evolución
gradual y progresiva, sin excluir ciertas formas de capitalismo rural (ya que)
éstas resultan ser las de mayor productividad".
Además de la creación de la Asociación de Usuarios Campesinos de la
Reforma Agraria (ANUC), la gestión de Lleras Restrepo respecto de la política
agraria apunta débilmente a la redistribución de tierras, pero esta vez como
elemento coercitivo para el desarrollo capitalista de la gran propiedad. En
efecto, simultáneamente con los criterios de la expropiación, la política
agraria preveía la celebración de contratos entre el Incora y los propietarios
para adelantar programas de estímulo a la producción, garantizando la
inexpropiabilidad de la tierra mientras se cumplieran las obligaciones
pactadas.
Durante el gobierno de Pastrana, después de algunos escarceos iniciales
para impulsar la distribución de la tierra, el reformismo quedará
definitivamente enterrado en el llamado "Acuerdo de Chicoral"
expresándose formalmente en las Leyes 4ª y 5ª de 1973. La primera modifica los
criterios de expropiación acordando condiciones más complejas para efectuarla
en las tierras adecuadamente explotadas y flexibilizando los mecanismos de
indemnización, todo lo cual hace la expropiación territorial poco menos que
imposible. La Ley 4ª en último término, apunta a precisar (en cuanto para
eludir la expropiación se deben cumplir un mínimo de productividad y de
ganancia) cuál es el tipo de explotación capitalista del campo en el que
piensa la burguesía. La Ley 5ª, por su parte, establece mecanismos de
capitalización del sector agrario, reestructurando los mecanismos de crédito y
procurando la transferencia masiva de recursos de capital al campo, apuntalando
así su modernización y garantizando la eficiencia productiva mediante el
aprovechamiento de la tierra y del trabajo asalariado.
Para complementar y consolidar aún más el desarrollo del campo por la
vía de la gran propiedad capitalista, se expide finalmente la ley de aparcería
(Ley sexta de 1975), buscando con ello, en lo esencial, impulsar la transición
de aquellas modalidades precapitalistas aún subsistentes y en proceso de
disolución, hacia formas plenamente capitalistas, legislando para distintas
situaciones según los diferentes estudios de desarrollo que presenta la gran
propiedad, promoviendo la habilitación de tierras en las regiones menos
desarrolladas y asegurando a través de la aparcería (modalidad en la cual,
según la ley, el aparcero aparece como tal o a veces como asalariado según las
funciones que desempeñe en la explotación) la fuerza de trabajo permanente para
la explotación, mediante la asignación de parcelas de pan coger en número y
extensión proporcionales al tamaño de la explotación agrícola.
Como se ve, la evolución real de la política agraria de los últimos años
apunta claramente a la consolidación del desarrollo de la gran propiedad
capitalista, evolución que como ya hicimos notar, se corresponde con las necesidades
de producir bienes agrícolas exportables y materias primas para la industria de
exportación en condiciones que garanticen la competitividad internacional,
tanto respecto a la productividad, como a la explotación de la mano de obra.
Veremos después cómo el reciente programa de Desarrollo Rural Integrado (DRI),
pese a su preocupación por la pequeña propiedad, apunta en el mismo sentido.
El campo que dentro de las preocupaciones de la burguesía había ocupado
la cuestión agraria y el problema del desempleo en la década del sesenta, sería
ocupado en la década del setenta por la inflación, la cual, sin provocar
divergencias de opinión tan amplias como las suscitadas por los problemas
anteriores, pondrá de manifiesto el nuevo tipo de contradicciones generadas por
el desarrollo exportador.
Si bien, como se indicó atrás, la economía colombiana ha estado sometida
a permanentes presiones inflacionarias desde 1950, ellas fueron relativamente
moderadas hasta 1970. A partir de este año, empiezan a observarse ascensos
progresivos del nivel de precios: en 1971 la inflación se estimaba en 17.5%; en
1972 en 29.2%; en 1973 en 35.2% moderándose ligeramente en 1975 y 1976 hasta
llegar al desborde inflacionario del primer semestre de 1977.
La continuada aceleración del ritmo inflacionario, encuentra su causa
fundamental en una incontrolada expansión de oferta monetaria, lo cual no
constituye otra cosa que la exacerbación de los efectos de la política
monetaria, encaminada aún más radicalmente ahora que en los veinte años anteriores,
a estimular la acumulación de capital. En efecto, la expansión de los medios de
pago nace, en lo esencial -por lo menos hasta 1975- de un cubrimiento del
déficit fiscal cuyo origen debe encontrarse en un aumento de los gastos del
gobierno que no se ve compensado por los ingresos tributarios, y cuyo mayor
peso recae sobre las inversiones públicas, que registran elevadas tasas de
crecimiento desde 1971, a lo cual debe sumarse la amortización e interés de la
deuda pública y el explicable aumento de los gastos en defensa y seguridad. El
déficit se financia ante todo con préstamos externos tanto privado como
público, factores que se convierten en elementos de expansión monetaria.
Por otra parte, el auge de las exportaciones provoca un permanente superávit
en la balanza de pagos, cuyos efectos sobre la oferta monetaria pueden ser
difícilmente contrarrestados, dado el carácter del régimen de cambios
imperantes desde 1967, como veremos después. Finalmente, la última presión
sobre los medios de pago surge de las operaciones de crédito del Banco de la
República al sector privado, que tiene su fundamento, como ya hemos visto, en
la política de redescuento iniciada desde 1950, pero que a partir de 1970,
adquiere una mayor severidad en cuanto es necesario financiar la producción y
las operaciones de exportación, lo cual supone una irrigación de crédito al
sector cafetero, a la agricultura comercial, al Fondo de Promoción de Exportaciones
y a la industria a través de las instituciones financieras32. Desde 1971 hasta
el presente, la política de contracción de los medios de pago ha sido
contradictoria, fluctuando entre un manejo restriccionista de los encajes y
expansiones efectivas producidas por los redescuentos y por las necesidades
más o menos coyunturales, bien fiscales o bien crediticias, que sumadas unas
con otras terminan por contrarrestar ampliamente las medidas de contracción
monetaria.
Pero si bien son los propios mecanismos con los que se estimula la
acumulación los que se encargan de impedir una contracción efectiva del
circulante, también desde el lado del manejo de la balanza de pagos son los
propios mecanismos encaminados a promover las exportaciones, los que impiden
la atenuación de los efectos de un superávit sobre la oferta monetaria. Hasta
1967, el persistente déficit en la balanza de pagos se convertía en un factor
de contención de los medios de pago, en cuanto se recibían menos divisas que
las que se entregaban, es decir, que como contrapartida se recibían más pesos
que los que se entregaban siendo la diferencia una contracción neta del
circulante. Cualquier superávit transitorio se reflejaría en consecuencia en
una menor contracción y no en una mayor expansión. Después de 1967, el
persistente superávit se traduce en la acumulación de reservas internacionales
y en una expansión monetaria que difícilmente puede ser contrarrestada, ya que
al ponerse en vigencia el estatuto cambiario, esto impide una reducción de la
tasa de devaluación capaz de ampliar las importaciones y disminuir tanto las reservas
como sus efectos. De otra parte, los mecanismos de control a las importaciones
implican un retraso de ellas con relación a la disponibilidad de divisas, lo
cual hace que, por ejemplo, los préstamos externos no se traduzcan a corto
plazo en la compra de bienes importados, sino en un crecimiento de las reservas
internacionales.
Evidentemente, para la burguesía la inflación es preocupante, en cuanto
se refleje en presiones sindicales por el alza de salarios. Sin embargo, la
lucha contra la inflación por la vía del control de los medios de pago se opone
al modelo exportador, en cuanto éste se basa en buena parte en el manejo de la
política monetaria y cambiaria, como ya indicamos. Esta contradicción se ha
intentado resolver, parcialmente, no luchando contra la inflación, sino contra
su efecto preocupante; el costo de la vida, dicho de otro modo, es admisible el
ascenso del nivel general de precios (inflación), compensándolo en el nivel
salarial por el abaratamiento relativo de los bienes-salario (control del
costo de vida) a través de un aumento en la productividad sobre todo de los
alimentos que provienen de la economía campesina. Así, la inflación debe ser
absorbida por los consumidores de productos manufacturados, fundamentalmente
los de grupos medianos y altos ingresos. Por lo demás, esta política -que, como
dirán los expertos parafraseando al profesor Harrod, es una política
inflacionaria por el lado de la demanda y deflacionaria por el lado de los
costos- es la única capaz de hacer compatibles la promoción de exportaciones
con la inflación interna.
La administración López se inicia en plena recesión de 1974 y en medio
de una agudización del proceso inflacionario. Abordará pues este doble problema
con un doble plan: uno inmediato, el "plan de estabilización",
tendiente tanto a moderar los impactos de la recesión como a corregir la
situación financiera del gobierno y a reorganizar el sistema de estímulos a las
exportaciones, plan éste de alcances seguramente mayores que el segundo,
"para cerrar la brecha", de contenidos bastante ambiguos pero cuyo
propósito último se concentrará, como veremos, en la política agraria.
Apenas iniciado el nuevo gobierno, fue decretada la "Emergencia
Económica" cuyo contenido jurídico busca liberar al gobierno, en lo inmediato,
de los compromisos políticos y de la lentitud de los procedimientos
legislativos para acelerar la puesta en marcha de las reformas. Al amparo de
este decreto, se redujo el CAT, se estableció el control de gastos de los
institutos descentralizados, se modificó el impuesto a las ventas, se eliminaron
algunos subsidios etc., medidas tendientes en buena parte a corregir las causas
del déficit fiscal33.
Sin duda, la medida de mayor relevancia dentro del plan de
estabilización fue la reforma tributaria y fiscal, que si bien en lo inmediato
se dirigía a dotar el estado de una mayor capacidad financiera disminuyendo el
peso que dentro de los ingresos fiscales tenían los recursos del crédito
interno y externo, se proponía alcances mucho más amplios. De hecho, se trataba
de cambiar parcialmente las condiciones de acumulación impulsando la eficiencia
del aparato productivo, particularmente en sus vinculaciones con el comercio
exterior, disminuyendo al mismo tiempo los estímulos gubernamentales a las
exportaciones.
El establecimiento del impuesto de ganancia ocasional (las provenientes
de la venta de bienes que el contribuyente haya poseído, por dos años o más,
las ganancias de las UPAC, las originadas en la liquidación de sociedades y las
herencias, donaciones e indemnizaciones por despido injustificado), y la
extensión de la renta presuntiva, a los sectores distintos al agropecuario,
inducía a una mayor acumulación productiva y a una mayor eficiencia técnica.
El sistema tributario anterior estimulaba las actividades especulativas
gracias a la exención a las ganancias de capital invertido en bienes muebles y
en activos financieros y a la exención virtual de las ganancias en la compra de
bienes inmuebles, estimuladas por su valorización inflacionaria, con el obvio
efecto de reducir los fondos de acumulación productiva mediante el
desplazamiento de capitales hacia la esfera especulativa. La acción coordinada
de la renta presuntiva sobre el patrimonio líquido y el impuesto de ganancias
ocasionales, frenaba en buena parte tales desplazamientos. Como lo describe un
funcionario del gobierno: "La operación de los dos instrumentos fiscales
señalados, en el caso de la tierra, por ejemplo, disminuiría la rentabilidad
de los propietarios que mantienen los predios rurales y urbanos con fines
exclusivamente especulativos puesto que, o bien se revalúan estos predios
sometiéndose a mayores tasas impositivas en el impuesto de patrimonio y por
acción de la renta presuntiva mínima o bien se mantiene a un costo más bajo
exponiéndose a una mayor tributación en el futuro a través del impuesto de
ganancias ocasionales... en efecto, el propietario, en estas circunstancias, se
verá obligado o bien a producir más, bien a vender a menos precio a quien
quiera que puede poner a producir las tierras en forma más eficiente, o bien a
que la propiedad cumpla al menos la función social de tributar si es que no ha
de cumplir la función social más importante de producir y generar empleo".
En el plano financiero, la reforma tendía a fortalecer el capital
financiero y las sociedades anónimas. Las ganancias en el mercado de acciones,
obtenidas más que por la eficiencia de la empresa, por el reajuste
inflacionario del valor de las acciones, al ser gravadas en los reajustes,
conducen a las empresas a reajustar a su vez los dividendos para compensar los
efectos del gravamen, al mismo tiempo que se les obliga a recurrir al capital
financiero y bancario al ver reducidos sus propios fondos de financiación.
Por otro lado, la reducción del CAT consolida la eficiencia industrial
al eliminar las empresas que operando ineficientemente lograban subsistir
cobijadas por el subsidio a la exportación.
Así, el plan de Estabilización, a la vez que fortalecía las finanzas del
gobierno logrando mayor autonomía en la intervención, forzaba la acumulación
en términos de eficiencia productiva y no en términos de rendimiento monetario
del capital estimulados por la inflación, al tiempo que fortalecía la mediación
del capital financiero en la esfera de las inversiones.
El plan de Desarrollo "para cerrar la brecha", venía de cierto
modo a complementar y globalizar los propósitos del plan de estabilización,
proponiendo convertir el sector exportador en el sector más dinámico de la
economía, a través de la apertura de nuevos mercados externos, del
fortalecimiento del mercado de capitales, de la liberación de exportaciones, de
una aceleración en la tasa de devaluación capaz de compensar la reducción del
CAT y de una amplia transferencia de recursos institucionales para la creación
y financiación de la actividad exportadora.
Sin duda, el elemento más destacado del plan lo constituye la política
agrícola34. Desempolvando las viejas propuestas de la OIT, el plan se orienta
hacia la retención de la población en el campo mediante la creación de empleos
en él, volviendo así al terreno de los años setenta pero esta vez sin los
embelecos de la Reforma Agraria. Veremos esto en seguida.
Planeación Nacional reconoce que, "dadas las actuales condiciones
de desarrollo del país, el sector industrial, por más rápido que crezca, no
será capaz de absorber por sí solo, en un tiempo prudencial, la oferta de mano
de obra que espera obtener un empleo remunerador.
En las últimas décadas, las fuerzas económicas, políticas y sociales han
estimulado las corrientes migratorias hacia las grandes ciudades, privando al
campo, a las poblaciones rurales y a las pequeñas ciudades, de buena parte de
sus elementos más dinámicos y creativos (sic). Este fenómeno ha ejercido y
ejerce en la actualidad, una presión que supera ampliamente las capacidades
financieras y administrativas de los centros urbanos para dotar de empleo y de
servicios públicos a una gran masa de emigrantes. El costo social en términos
de desasosiego y frustración (sic) aumenta cada vez más en esta
situación". Se evocan fácilmente los términos de la intervención de Lleras
Restrepo en la exposición de motivos del proyecto de ley sobre Reforma Agraria
en 1961. Para hacer aún más palpable la semejanza, citemos de nuevo a
Planeación Nacional, cuando al proponer la reducción de las tasas migratorias,
señala: "Para lograr tal propósito se requiere dotar al sector rural de
los elementos indispensables para que alimente a los colombianos y a la vez
ofrezca a sus habitantes mayores oportunidades de empleo junto con los mejores
ingresos y servicios básicos; es decir en definitiva, mayores incentivos para
permanecer en el campo" 35 (los destacados son nuestros). Desde el
punto de vista del empleo, el propósito es el mismo que el de la política agraria
de los años sesenta. Sin embargo, en la medida en que ya ésta no se apoya en el
Reformismo, el papel que se le asigna a la economía campesina resulta
esencialmente diferente. El instrumento de esta política, el programa de
Desarrollo Rural Integrado (DRI), se convierte en un mecanismo de retención de
la fuerza de trabajo en el campo pero ya no para prolongar la economía de
simple subsistencia, como lo quería Lleras Restrepo, sino para integrarla al
mercado, fortaleciendo la producción de bienes-salario de origen agrícola.
En efecto y a diferencia de los diagnósticos de los años sesenta, el
propósito explícito del DRI es la vinculación del campesino a la producción
para el mercado creándole condiciones de supervivencia a la economía
campesina, no a través de reparto de tierras, lo cual garantizaría una
producción de subsistencia, sino a través del fortalecimiento de condiciones
internas de esta economía campesina, lo cual garantiza un ingreso de
subsistencia, mediante la integración a la esfera de la circulación. Puesto en
otros términos, la política de los años sesenta sustrae la mano de obra del
mercado de trabajo para evitar el desempleo abierto (es lo que significa
producción de subsistencia), haciéndole cumplir a la economía campesina el
papel de rebajar el valor de los bienes salario.
Por otra parte, el propósito mismo de la política, supone que el
programa se adelantará con prioridad para ciertas esferas de la economía,
aquellas que están en capacidad de aprovechar, bien sea por la extensión de la
propiedad o bien por el nivel técnico preexistente, las condiciones que el
programa les brinda. Ello quiere decir que el programa se dirige al campesinado
medio que acrecentará la utilización de trabajo asalariado acelerando la
desaparición del campesinado pobre.
De este modo, el DRI complementa el desarrollo de la gran propiedad, en
cuanto a través de la conservación y fortalecimiento de aquellos sectores de la
economía campesina capaces de vincularse al mercado, se produce una
especialización en el interior de la agricultura encargándose aquella de la
producción de alimentos y eliminando la competencia que esto supone para la
agricultura comercial, lo cual agiliza en ésta la producción de exportación al
no tener que dedicar recursos a la producción de alimentos para consumo interno
y finalmente, acelerando la disolución de los sectores productivamente
rezagados ampliando la disponibilidad de trabajo asalariado para ambos tipos
de agricultura.
Vista en perspectiva, la intervención estatal, expresada en la política
económica, ha ido desplazando su papel, ajustándose progresivamente a la
profundización de la acumulación y a las modificaciones del aparato productivo.
Este desplazamiento, por cierto, no se ha sucedido mediante cambios demasiado
radicales en períodos cortos, sino más bien mediante transformaciones graduales
no siempre inmediatamente perceptibles, pero que reflejan, en buena parte, un
proceso de consolidación notablemente limitado en cuanto a la autonomía de la
intervención estatal respecto del aparato productivo. Ello quizá responda en
parte, a que las graduales modificaciones del estado se han producido a través
de una relativa estabilidad en la correlación de fuerzas políticas de las
fracciones de la burguesía y bajo un dominio político de éstas altamente
centralizado (casi que a partir de grupos familiares), que limita las
posibilidades de acción autónoma del Estado en cuanto tal y en cuanto
superestructura, lo que, incluso desde una perspectiva estrictamente burguesa,
no se expresa más que en la debilidad del estado para acelerar las
transformaciones necesarias en el aparato productivo, a nombre ciertamente de
la burguesía como clase, pero por encima de los intereses inmediatos de las
fracciones dominantes de ésta.
La acción del Estado, mediatizada así por el estrecho dominio que sobre
él ejercen los grupos dominantes de la burguesía, no se dirige siquiera a la
estatización de sectores productivos que pudieran considerarse estratégicos
(salvo algunos sectores de servicios, y una que otra actividad industrial en
asocio del capital extranjero), sino que se circunscribe, en lo fundamental, a
la esfera de la circulación del capital, particularmente a la órbita del
capital financiero, reestructurando a partir de ellas las condiciones en que
opera el capital privado.
Si durante la fase propiamente sustitutiva las funciones económicas del
estado se ocupaban, en un sentido global, de consolidar el proceso de
industrialización acelerando la formación de capital, fortaleciendo las
condiciones de valorización del capital local y amortiguando los efectos de las
crisis externas, después de 1967 se ocuparon progresivamente, más que de
acrecentar directamente los volúmenes de acumulación -aunque ello no deje de
ser importante- de impulsar las transferencias de capital y de plusvalía hacia
los sectores exportadores con el empeño de convertirlos en los sectores de
punta de la acumulación industrial, y de crear condiciones complementarias a
este propósito en aquellos sectores no vinculados directamente al sector externo.
El trasfondo ideológico neoliberal en el que progresivamente se va
inscribiendo la política económica (el hecho es más evidente a partir del plan
de estabilización de 1974), hace que estas transferencias de capital deban
desarrollarse hasta lograr las condiciones de competitividad en los mercados
internacionales, lo cual supone, a su vez en el manejo interno de la política
económica, que la acumulación no se desarrolle ya más a partir de los subsidios
a la formación de capital (a través del subsidio a las tasas de interés y del
abaratamiento del componente importado del capital constante), sino a partir de
la eficiencia del aparato productivo. En este sentido, no se trata ya de una
intervención a posteriori que corrija las fallas de la iniciativa privada (como
en la fase sustitutiva) sino más bien de una intervención ex aute, como dirían
los economistas, que fije las reglas del juego en que ha de operar el capital
privado, garantizándole a éste particularmente unas mejores condiciones de
explotación de la fuerza de trabajo.
La eficacia de esta dirección neoliberal de la política económica
dependerá, en un futuro próximo, tanto de si en verdad la acumulación ha
llegado a un grado de consolidación tal que pueda ya operar sin los estímulos
directos de la acción estatal, como de los cambios en el sector externo, ante
los cuales la burguesía deberá escoger, entre mantener la estabilidad interna
económica y política a costa de un menor dinamismo en la acumulación, o
persistir en la inestabilidad interna inherente a los movimientos cíclicos del
mercado mundial a costa de un acentuamiento de su capacidad represiva, pero que
le permita aprovechar las coyunturas favorables del sector externo.
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